viernes, abril 26, 2024
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Julio Cortázar, Roberto Alifano 

Empecemos descendiendo a las circunstancias históricas. A los pocos meses de que su padre fuera destinado como agregado comercial en la embajada de la Argentina en Bélgica, el 26 de agosto de 1914, nació en Ixeles, un distrito ubicado al sur de Bruselas, Julio Cortázar: “Mi nacimiento, como dice un tango, fue una mezcla rara de Musetta y de Mimí, un producto del turismo y la diplomacia”, bromearía Julio respecto de su impuesta nacionalidad.

Al estallar la Primera Guerra Mundial, la familia se refugió en Suiza, hasta que en 1918 regresaron a Buenos Aires. En 1932 Cortázar obtuvo el título de maestro y tres años después comenzó la carrera de Filosofía y Letras, al tiempo que daba clases en un colegio de nivel primario. De aquella época es conocida su colección de sonetos a la que llamó Presencia y publicó en 1938 bajo el seudónimo de Julio Denis.

Yo te pido, Señor, que esta existencia

vista su faz de nieve no posada.

Quiero verla hecha luz -ya deslumbrada

en su afán de alumbrar-albo de esencia (…)

Por esos años también expresó su gran admiración por Jorge Luis Borges, al que le llevó un cuento. Al respecto, recordaba Borges que cuando era secretario de redacción de una “revista casi secreta”, llamada Los anales de Buenos Aires, fue a verlo un muchacho muy alto con un previsible manuscrito. “Me dijo que traía un cuento fantástico. Le pedí que volviera a los diez días. Antes del plazo señalado, volvió. Le dije que tenía dos noticias. Una, que el manuscrito estaba en la imprenta; otra, que lo ilustraría mi hermana Norah, a quien le había gustado mucho. El cuento, ahora justamente famoso, era el que se titula Casa tomada”.

En los años cuarenta tuvo que abandonar su cargo de profesor en la universidad por problemas políticos, y empezó la publicación regular de artículos y relatos en diversas revistas literarias. “Cuando Perón ganó las elecciones presidenciales, yo presenté mi renuncia -aclaraba-. Preferí abandonar mis cátedras antes de verme obligado a sacarme el saco, como les pasó a tantos colegas que optaron por seguir en sus puestos”. Vivió en cuartos solitarios de pensiones aprovechando todo el tiempo libre para leer y escribir; después se trasladó a un pueblo rural de la provincia de Buenos Aires donde dio clases como profesor de literatura. Se mudó más tarde a la ciudad de Mendoza, para dictar un curso de literatura francesa en la Universidad Nacional de Cuyo. En 1946, tras conseguir el título de Traductor Oficial de Inglés y Francés, con grandes esfuerzos se trasladó a París, donde consiguió un cargo en la UNESCO. “Tenía que ganarme la vida de alguna forma y lo hice con ese empleo oficial y como comentarista de boxeo, una de mis pasiones”, sonreía con un dejo de nostalgia. Obviamente, su objetivo era otro y por placer realizó traducciones de Edgar Allan Poe y de Baudelaire, entre otros autores de renombre, que marcarían sus primeros textos literarios.

Sin embargo, a pesar de haber publicado distintos volúmenes durante todos esos años, no se hizo famoso sino hasta la aparición, en 1963, de su novela Rayuela, su libro quizá más difundido, que le valdría el reconocimiento de formar parte del llamado “boom latinoamericano”. Rayuela, se convirtió en un clásico de la literatura en español, a tal punto de ser considerada por algunos críticos como refundadora del género. Pero el Cortázar más auténtico está sin lugar a dudas en sus cuentos, verdaderas obras maestras de la ficción. Libros como Bestiario (1951) y Todos los fuegos el fuego (1966), lo ubican entre los grandes narradores del siglo XX. Hacia mediados de la década 60’ Julio Cortázar realizó un viaje a Cuba que lo marcó políticamente y que lo llevó a expresar su apoyo a líderes como Fidel Castro, Salvador Allende o Carlos Fonseca Amador, el revolucionario nicaragüense fundador del Frente Sandinista de Liberación Nacional.

Tuve la felicidad de conocer y tratar a Julio. Lo vi por primera vez en París a principios de la década del 70’, cuando llegué a su casa de la rue Martel para hacerle una entrevista. Le caí bien y como prueba celebratoria de su amistad, me invitó a escuchar tangos en un rincón argentino de la ciudad luz, donde nos esperaban Tomás Barna y los pintores Antonio Seguí, Pérez Celis y Leopoldo Presas. En esos días, junto a otros escritores cercanos (Mario Vargas Llosa, Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre), se opuso a la persecución y arresto del novelista Heberto Padilla; enojoso asunto que lo desilusionó del proceso cubano.

Lo reencontré en Santiago de Chile cuando viajó en 1973 para celebrar el triunfo de la Unidad Popular, que en medio de un gran deterioro económico, ganó las elecciones parlamentarias. En esa oportunidad lo acompañé a una cena que le ofreció el presidente Salvador Allende. Rescato de esa noche memorable una simpática anécdota. A los postres, el doctor Allende comparó a los militares chilenos con los argentinos y afirmó que “en su país era imposible que se produjera un golpe de Estado”. Yo, con impertinencia juvenil, me permití expresar mi duda ante esa certeza, y el dueño de casa me amonestó severamente: “Tengo muchos años como político, y puedo dar garantías de la tradición institucional de las Fuerzas Armadas Chilenas; aquí los militares están al servicio de la Constitución y del país, jovencito”.

Cuando regresábamos, Julio me confesó que coincidía con mi punto de vista. “Creí que el presidente te iba a echar; menos mal que yo pude desviar la conversación, sino nos echaba a los dos”. Cortázar tampoco confiaba en la posición neutral de los uniformados chilenos. A los pocos meses se produjo el sangriento golpe del general Pinochet, que terminó con la vida de Salvador Allende.

Julio Cortázar, el escritor de literatura fantástica, fue también hasta el último día de su vida, un hombre de militancia política e integró el Tribunal Internacional Russell, que estudiaba las violaciones de Derechos Humanos en Hispanoamérica, evidenciando un fuerte compromiso político que quedó plasmado en el Libro de Manuel, publicado en 1973. En los años siguientes se destacan de su obra literaria Un tal LucasQueremos tanto a Glenda y Los autonautas de la cosmopista. En 1983, después de la vuelta de la democracia, lleno de nostalgias, visitó por última vez la Argentina.

Durante ese viaje, por razones políticas no estuvo muy cortés con Borges. La causa se centraba en un almuerzo que había tenido, junto a Sábato, el jesuita Castellani y Ratto, presidente de la Sociedad Argentina de Escritores, con el dictador Videla. Según el testimonio de María Esther Vázquez, que lo acompañaba a Borges en un paseo por la calle Florida, Julio cruzó de vereda para no saludarlo. Un hecho triste, sin duda, aunque tal vez es necesario tener en cuenta que la posición política es acaso lo menos importante en un escritor.

Una noche casi mágica para mí durante su visita a la Argentina, fue cuando cenamos en una cantina de la Boca acompañados por el poeta y librero Héctor Yanover. Julio ya era un escritor famoso y la gente se acercaba a la mesa que ocupábamos para pedirle un autógrafo. Al año siguiente publicó su libro Argentina, años de alambradas culturales, una compilación de artículos periodísticos, crónicas, ensayos y ponencias referidos a nuestro país y Latinoamérica, que abarca desde 1974 a 1983, y que aquí habían sido censurados por la última dictadura militar. Regresó a París y, según me contaron, cayó en una fuerte depresión. La política tenía bastante confundido al enorme escritor que era Julio Cortázar. Con 69 años falleció el 12 de febrero de 1984 en París a causa de una leucemia linfoide aguda.

Decía Stevenson que la forma más difícil de la poesía es la prosa. Julio Cortázar fue esencialmente un poeta, un asombroso poeta de la prosa, un hombre que veía este complejo, cruel y desigual mundo que habitamos a través de la emoción. Aunque la mayor parte de su obra es en prosa, nunca dejó de escribir poesía. En 1984, ya muy debilitado por la enfermedad que lo afectaba, le confió a un amigo el manuscrito de Salvo el crepúsculo, que fue publicado después de su muerte. Julio vivió con nostalgia de un Buenos Aires que no lo vio nacer, pero que él amaba. El tramo afectivo de estos versos de su último libro, creo, lo confirma cabalmente:

Olvidada pureza, cómo quisiera rescatar

ese dolor de Buenos Aires, esa espera sin pausas ni esperanza.

Solo en mi casa abierta sobre el puerto

otra vez empezar a quererte,

otra vez encontrarte en el café de la mañana

sin que tanta cosa irrenunciable

hubiera sucedido.

Y no tener que acordarme de este olvido que sube

para nada, para borrar del pizarrón tus muñequitos

y no dejarme más que una ventana sin estrellas.

Fuente: https://www.elimparcial.es/noticia/242693/opinion/julio-cortazar-entre-cronopios-famas-y-nostalgias.html

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