Año 1974. Imagino a unos padres bienpensantes sentados a la mesa en un comedor con mucha plata en el aparador y en las paredes una Santa Cena y algún bodegón del XIX con una perdiz y un conejo ensangrentados. El hijo ha llegado de la facultad muy excitado. Cuenta que esa mañana ha corrido delante de los guardias en la universitaria. Ha habido pelotas de goma, gases lacrimógenos y algunos heridos.
Mientras le sirve la sopa con un cucharón de alpaca, la madre le dice: “Hijo, tú no te metas”. Por lo visto aquel estudiante que durante la dictadura obedeció a sus padres y dejó de meterse en líos, preparó oposiciones a abogado del Estado y luego fue un alto funcionario en la Transición.
Año 1989. Este burócrata está ahora sentado a la mesa del comedor de un chalet adosado con muebles lavados de estilo nórdico, de cuyas paredes cuelgan algunos cuadros de pintura abstracta. A la hora del almuerzo llega la hija muy excitada después de haber asistido a una manifestación no autorizada por la igualdad de la mujer donde la policía ha repartido leña a mansalva. Mientras la madre le sirve en el plato unos rollitos de primavera, el padre le dice: “Hija, tú no te metas”.
Esa chica siguió el consejo, dejó de meterse en líos, consiguió una beca para estudiar economía en Estados Unidos y hoy es una importante financiera en un banco.
Año 2018. Imagino a esta ejecutiva sentada a la mesa de un apartamento de lujo con mucho diseño de metacrilato.
A la hora del almuerzo su hijo todavía no se ha levantado de la cama. La madre no encuentra manera de que se implique en alguna causa, la que sea, pero el chico se pasa el día de sofá en sofá abducido por los videojuegos de la tableta.
Esta advertencia, hijo, tú no te metas, transmitida de generación en generación ha fabricado dos modelos de ciudadanos, unos en forma de pacientes ovejas y otros en forma de lobos esteparios.
Fuente: www.elpais.com