Uno de los mayores desafíos de los educadores hoy es enseñar a los alumnos a ser compasivos para transformar la forma en que se relacionan entre sí y con el mundo.
“En 1968 Philip K. Dick publicó una novela de ciencia-ficción con un título inquietante (¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?), en la que Ridley Scott inspiraría en 1982 su película Blade Runner. El relato gira en torno a un grupo de androides, virtualmente idénticos al ser humano, a los que llamó ‘replicantes’, superiores en fuerza e iguales en inteligencia a los ingenieros genéticos que los habían creado, pero utilizados como esclavos en la peligrosa colonización de otros planetas. Tras un motín en Marte, los replicantes buscan refugio en la Tierra, donde son declarados ilegales y perseguidos por patrullas policiales especiales, las unidades blade runner” (C. Feixá, “Generación replicante”, diario El País, 18 de septiembre de 2009).
A partir de esta historia, Feixá se pregunta si los adolescentes del siglo XXI no son “replicantes” y sufren –en mayor o menor medida– del “síndrome blade runner”. En una época de fusión, donde cuesta percibir la diferencia entre lo real y lo virtual, donde el trabajo y el tiempo libre tienen desdibujados sus límites, nuestros adolescentes lucen como híbridos:
-programados para las nuevas tecnologías, pero sin memoria;
-con el mundo a su alcance, pero sin ser dueños de sus destinos;
-con gran versatilidad intelectual (saben más que los adultos en varios campos) pero con una inmadurez que rehúye toda responsabilidad.
El adolescente aumenta su tendencia a la autoprotección, al refugio personal y grupal en el mundo que construye para sí, a la búsqueda de lugares o espacios placenteros (la play, el alcohol, el boliche…). Feixá señala que en la adolescencia actual el impasse se vuelve permanencia, “un sueño del que cuesta despertar”.
Frente a este panorama, los adultos oscilamos entre la condescendencia (que les permite, o al menos les tolera, todo o casi todo) y la condena, muchas veces generalizada y sin matices: “Cada vez son más los adultos, incluso algunos de los que se dedican al estudio de la juventud, que no salen de su desconcierto frente a unos jóvenes que se les antojan cada vez más complejos, cada vez más herméticos”, escribió Juan María González-Anleo en la revista española Vida Nueva. El autor explica que hay cuatro razones, no siempre concurrentes, por las cuales aumenta el desconcierto adulto frente a los jóvenes de hoy: la imagen esquizofrénica que recibimos de los medios de comunicación, la percepción del joven como permanente amenaza, la concepción del joven como víctima y la protección que los jóvenes hacen de sus mundos.
Ni la condescendencia, ni la indiferencia, ni la condena son educativas, por lo que vale la pena volver a preguntarnos –y nunca dejar de hacerlo– cómo podemos ayudar a los jóvenes para que se conviertan en personas autónomas, libres y ciudadanos responsables.
En mi libro El espíritu del educador señalaba que “una educación integral supone favorecer el crecimiento de habilidades sociales y de aquellos aspectos personales que hacen a la socialización. El fin de la buena educación no se agota en la preparación de hombres y mujeres competitivos para el mercado, sino que es auténticamente integral cuando impulsa a cada individuo al servicio, al cuidado del prójimo y del bien común. La apertura hacia quienes nos rodean, la preocupación por el destino de la comunidad, el deseo de aportar el talento propio para el progreso y la equidad de una nación y del mundo, forman parte de las metas irrenunciables que toda educación que se precie procura favorecer en sus alumnos”. La educación de la sensibilidad y el ejercicio de la compasión son pasos imprescindibles para la construcción de una vida plena, aún cuando muchos perciban que los jóvenes “no tienen ganas de hacer proyectos de vida”, dato que debe tenerse muy presente a la hora de elaborar acciones educativas.
Insuficiente educación en valores
El paradigma academicista no alcanza para la formación de las nuevas generaciones. Desde la década del ‘80 se han desarrollado diversos programas que pueden agruparse en la llamada “educación en valores”, un concepto lo suficientemente amplio y atractivo como para cobijar las expectativas de una formación más allá de las asignaturas. Sin embargo, parece que tales esfuerzos no alcanzan para brindar una auténtica educación integral. La educación en valores, seguramente influenciada por la teoría de Kohlberg sobre el desarrollo moral, ha confiado excesivamente en las capacidades cognitivas de los individuos para la toma de decisiones morales. Al trasladarse a la vida cotidiana de las instituciones educativas, estos esfuerzos terminaron convirtiéndose en un contenido más, que se estudia, se repite y se deja arrinconado en algún lugar del intelecto.
Este resultado es perfectamente lógico si comprendemos que “los valores son un conjunto de conceptos o abstracciones sobre lo que consideramos correcto. Si para los adultos es a veces difícil comprender la manera como esos conceptos se traducen a las acciones cotidianas, para los niños y jóvenes debe serlo aún más. Para que la educación en valores sea efectiva, es necesario llevar esas abstracciones a las interacciones sociales que ocurren en los diferentes ámbitos de la vida cotidiana en comunidad”[2]. Un individuo puede conocer mucho de valores y no actuar virtuosamente. Los ejercicios intelectuales, en sí mismos meritorios, no alcanzan para educar los comportamientos.
Ética del cuidado, formación de virtudes
En el informe Delors (1996), la UNESCO señalaba que uno de los aspectos fundamentales para la educación del nuevo siglo es aprender a vivir juntos, lo cual nos exige comprender mejor al otro, comprender mejor el mundo y, a partir de ahí, crear un espíritu nuevo que impulse la realización de proyectos comunes o la solución inteligente y pacífica de los inevitables conflictos. Aprender a vivir juntos supone algo más que desarrollo de conocimientos.
Esta sensación de insatisfacción hizo cobrar fuerza a la “ética del cuidado”, que afirma que los sentimientos son la base del comportamiento moral. Sus principales autores enfatizan que para enfrentar los conflictos morales que surgen en la interacción con los demás y alcanzar una vida digna, es necesario desarrollar sensibilidad para comprender las necesidades humanas particulares en un contexto específico, y responder actuando de manera que se busque el bienestar de los otros y de sí mismo. Es decir que para hacer justicia se requiere atender de manera sensible a las expresiones de los otros, y a partir de esa habilidad de comprender al otro, responder de manera pertinente y justa.
La ética del cuidado se sustenta en el principio de que los seres humanos actuamos bien por la emotividad y por nuestros sentimientos, más que por el saber. Y en el fondo no hace otra cosa que remitirnos al clásico concepto de virtud, sin el cual los valores solamente reflejan un acto intelectual sin encarnación. Es bueno que recordemos y traigamos a nuestra práctica pedagógica el concepto de virtud como hábito operativo que ordena rectamente y que mejora a la persona. Para los cristianos esto se logra desarrollando la virtud más importante, el amor, por el cual el otro no solamente es un semejante sino un hermano, el rostro de Dios en mi vida. No sólo comprendo, sino que siento con el otro y por el otro.
La pedagogía de la compasión
Tenemos que educar la sensibilidad de los alumnos dentro de lo que llamo pedagogía de la compasión, un elemento central y decisivo. Compadecerse significa “compartir la desgracia ajena, sentirla, dolerse de ella”. En el libro antes citado afirmé que “la compasión supone compartir, asumir el dolor y acompañar a quien sufre. Es por lo tanto una toma de posición de toda la persona. No es un ejercicio intelectual ni una disquisición filosófica o política, aunque no las descarta ni las anula”.
Uno de los referentes de la ética del cuidado, Nel Noddings, ha señalado que existen cuatro componentes pedagógicos para favorecer las relaciones de ese tipo en la escuela:
- -Modelar: El primero que debe dar ejemplo en las habilidades de cuidado es el propio docente: el manejo de las emociones, la comunicación y el reconocimiento de la responsabilidad de las propias acciones. Esto exige del docente autoobservación y reflexión continua sobre sus prácticas de relación. El educador se compadece de un alumno con dificultades intelectuales y le brinda apoyo especial y nuevas oportunidades, por ejemplo.
- -Dialogar: para constatar la pertinencia de las propias acciones. Conocer y comprender al otro, aprender de sus intereses, expectativas, dificultades. Y, por supuesto, aprender a escuchar, tópico prácticamente inexplorado en la propuesta escolar tradicional.
- -Practicar: poner en acción sus habilidades de cuidado. La primera de ellas es la resolución de conflictos: enseñar que el conflicto es inevitable, pero que se puede manejar. Aprendizaje en conciliación, toma de decisiones, cómo entender al contrario, cómo amarlo, para juntos construir un mundo mejor.
- -Confirmar: afirmar y estimular lo mejor de cada uno. Actitud de confianza del docente.
La pedagogía de la compasión no es una simple técnica para el manejo de grupos o para solucionar problemas, sino que puede transformar la forma en que se relacionan los alumnos. El otro, el semejante, no es un accidente en nuestra vida, sino parte necesaria de ella. A partir del reconocimiento del otro, la pedagogía de la compasión debe favorecer el desarrollo de las cualidades para compartir, entre ellas la sensibilidad, para captar riquezas, debilidades, matices, estados de ánimo, posibilidades, situaciones de vida. También debemos cultivar en nuestros alumnos la atención, para “saber leer” lo que le pasa al prójimo. Por último, desarrollar el compromiso personal con el otro, lograr que cada alumno se pregunte “qué puedo hacer por el que sufre”.
El tercer paso es descubrir que el sufrimiento de los demás no me es indiferente, que cada uno tiene algo que hacer y que decir frente al sufrimiento del prójimo. Entra a jugar el concepto de necesitado, de pobre. El pobre no es una idea romántica, sino un ser humano que sufre y sobre el cual se tiene que volcar la compasión de sus semejantes, acompañarlo, procurar colaborar frente a su dolor. El pobre es aquel que sufre, aquel que debe motivar la compasión de sus pares. Puede ser un compañero aislado o burlado, un hermano incomprendido, un padre abatido, un mendigo abandonado, un desempleado, un marginado por un sistema insensible. La pedagogía de la compasión desemboca en el servicio hacia el pobre, que es entrega generosa y que se expresa a través de experiencias concretas y progresivas.
De esta forma, la educación cumple con su función de humanización. Ya en el Génesis se plantean las dos preguntas antropológicas más importantes: ¿quién es el hombre? y ¿quién es mi prójimo? Estas preguntas, que encierran las dos grandes preocupaciones de toda persona, se vuelven a pronunciar cada día en cada escuela. Y se responden cada día y en cada escuela.
La primera pregunta fue respondida por el propio Dios en su acto creador: “Hizo al hombre y a la mujer a su imagen y semejanza”. La segunda pregunta, en cambio, la hizo el propio Dios: “Caín, ¿dónde está tu hermano?”. Sabemos la respuesta de Caín, repetida hasta el hartazgo a lo largo de la Historia y actualizada por la indiferencia, el individualismo y el desinterés por el prójimo. La pedagogía de la compasión procura que la respuesta al interrogante divino que podamos dar docentes y alumnos sea “aquí, conmigo”. Por ello el papa Francisco insiste, desde la homilía de la misa del inicio de su ministerio, en que todos “seamos custodios de la creación, del designio de Dios inscrito en la naturaleza, guardianes del otro, del medio ambiente; no dejemos que los signos de destrucción y de muerte acompañen el camino de este mundo nuestro”.
Construir comunidad
Procuremos que en nuestros espacios se favorezca el conocimiento mutuo, que sea posible que cada uno se exprese con libertad y reconocimiento, se suscite trabajo en colaboración y se generen ámbitos donde prevalezca el respeto y la ayuda. Porque de esa forma los alumnos perciben reconocimiento y se genera en ellos un fuerte sentido de pertenencia (y compromiso) a una comunidad.
Enseñar a ser compasivos es uno de los mayores desafíos para los educadores de hoy. Nuestra cultura es de agitación y vibración emocional, pero también de aislamiento, superficialidad e insensibilidad. Me atrevo a decir que si los educadores no formamos hombres y mujeres llenos de compasión será imposible esperar una sociedad más justa, solidaria y fraterna.
Fuente: Gustavo Magdalena para www.revistacriterio.com.ar