Miguel Hernández Gilabert (Orihuela, 1910–Alicante, 1942) fue un poeta y dramaturgo de especial relevancia en la literatura española del siglo xx. Aunque tradicionalmente se le ha encuadrado en la generación del 36, Hernández mantuvo una mayor proximidad con la generación anterior hasta el punto de ser considerado por Dámaso Alonso como «genial epígono» de la generación del 27. Actualmente -y tras las interesantes aportaciones de A. Sánchez Vidal– se lo asocia a la Escuela de Vallecas.
Los libros fueron su principal fuente de educación, convirtiéndose en una persona totalmente autodidacta. Los grandes autores del Siglo de Oro: Miguel de Cervantes, Lope de Vega, Pedro Calderón de la Barca, Garcilaso de la Vega y, sobre todo, Luis de Góngora, oficiaron como sus principales maestros. Su pasión creciente por la escritura le lleva a pensar en comprar una máquina de escribir y dejar de molestar así al vicario, que era quien le pasaba en limpio sus versos. Eladio Belda, administrador del semanario social y agrario El Pueblo de Orihuela, le aconseja comprar una de segunda mano, portátil, de la marca Corona, cuyo precio es de 300 pesetas. Hernández estrena su máquina de escribir el 20 de marzo de 1931. A partir de entonces, subirá cada mañana al monte, hasta la Cruz de la Muela, con el hatillo al hombro y la máquina de escribir para componer poemas hasta altas horas de la tarde. El 25 de marzo de 1931, con tan solo veinte años, obtuvo el primer y único premio literario de su vida concedido por la Sociedad Artística del Orfeón Ilicitano con un poema de 138 versos llamado Canto a Valencia, bajo el lema Luz…, Pájaros…, Sol… El tema principal del poema era el paisaje y las gentes del litoral levantino, en el que destacaba el mar Mediterráneo, el río Segura y las ciudades de Valencia, Alicante, Murcia y, en mayor medida, Elche. Cuando Hernández recibió la notificación de la consecución del premio, se apresuró a viajar a la ciudad ilicitana creyendo que recibiría un premio económico, pero fue acreedor tan sólo de una escribanía de plata.
Un 30 de octubre hace 110 años, en 1910, nacía en Orihuela Miguel Hernández. ¿Quién podía imaginar entonces que ese hijo de un rústico tratante de cabras, iba a convertirse en uno de los mayores poetas de España y, al mismo tiempo, en un mito viviente y activo?
Sin duda, para la relativa indiferencia posmoderna resultaría inimaginable. Pero las pasiones que encendió la guerra civil española (1936-1939) continuaron vigentes durante mucho después y en todo el mundo. Es que la heroica y espontánea resistencia del pueblo español contra una de las primeras agresiones del fascismo, y la concomitante ilusión de estar construyendo un mundo mejor (que parecía literalmente al alcance de la mano en aquella segunda mitad de la década de los treinta), asociadas con sus originales y emocionantes características, convirtieron a ese acontecimiento en legendario.
A ello contribuyó el decidido, masivo alineamiento de una más que brillante generación de escritores, artistas e intelectuales en defensa de la legalidad republicana. Que no pocos de ellos hayan pagado con su vida y muchos más con el exilio aquella decisión ejemplar, no dejó de agregar buena leña al gran fuego. Como el asesinato de García Lorca, tronchado en mitad del camino de su vida, o Antonio Machado, agonizando en el destierro de Collioure, a pocos pasos de la recién traspasada frontera francesa.
Pero quizás nadie como Miguel Hernández encarna, en vida y obra, la profunda relevancia de esos hechos. Auténtico hijo del pueblo, humilde campesino y pastor, sin ninguna premeditación ni posibilidad alguna de preparación previa sintió crecer en su interior la riqueza entonces todavía fresca, corriente, saludable e irresistible de la lengua de todos, tan de uno, y así pudo ofrecer unas primicias donde se vuelve a respirar el temple y el esplendor del Siglo de Oro, devolver al soneto su frescura abrumada por antiguas glorias y reavivar el auto sacramental, que querían congelar en venerable.
(Tan gran poeta que se logra hasta en luminosas, inolvidables y humildes dedicatorias de sus libros: “En Orihuela, su pueblo y el mío, se me ha muerto como del rayo Ramón Sijé, con quien tanto quería.” Y también: “A ti sola, en cumplimiento de una promesa que habrás olvidado como si fuera tuya.”)
Cuando llegó la hora, sin pensarlo dos veces, instintivamente, eligió (como muchos, y no sólo españoles) la primera línea de fuego. Pagó su precio, y después de salvarse casi por milagro de la pena de muerte ya dictada, tras haber sido paseado por todas las prisiones del régimen, su breve existencia fue apagada por la tuberculosis en la cárcel de Alicante, cuando sólo tenía treinta y un años, el 28 de marzo de 1942.
Una vida tan limpiamente entrelazada con su época, con su gente y con su tierra, hasta el punto de volverse emblemática e integrada a la vez como vimos en un mito mayor, no podía evitar que su alta voz fuera enmarcada por las circunstancias. Algo similar le ocurrió a César Vallejo, ese indo-americano que también murió prácticamente de amor a la España desangrada. (Sobre cuya dolorosa gesta escribió el libro para mí más tocante y más logrado: España, aparta mí este cáliz.) Y en ambos es posible advertir cómo se encarnan los más dilatados alcances de la poesía con su autenticidad, sus razones y sus actos, sin ocultar que había allí también vertientes más fecundas y no menos nutritivas.
“Yo no quiero más bienes / que tu persona”, me repite siempre desde el disco uno de los grandes cantaores del flamenco. Y en la hondura del cante alto la palabra, sin dejar de ser auténticamente popular, se vuelve sentimiento vivo, que se transmite más por empatía que por mero concepto. De idéntica manera, pero a un nivel que se me hace acaso superior, por belleza y dominio, el pobre Miguel Hernández, internado en la cárcel franquista, rumiando la derrota, separado de su mujer y de su primer hijo muerto, y que no conoce al nuevo hijo recién nacido (al que dedicará las indelebles Nanas de la cebolla, como casi todo lo suyo también ligado con una circunstancia significativa, la de sólo tener eso para comer), pudo decir magníficamente: “Yo no quiero más luz que tu cuerpo ante el mío”, logrando así hacer relampaguear en esos papeles escritos a escondidas de sus guardianes, entre 1938 y 1941 (que Argentina tuvo el honor de ver editados por primera vez) aquellos intensísimos momentos de lenguaje vivo que constituyen el Cancionero y Romancero de ausencias.
Entre el resplandor de sus primeros poemas como labrados intuitiva pero certeramente en el cuerpo del idioma, y la evidencia flagrante y comunicativa de los textos encendidos por el aire de su época, esos papeles sueltos que constituyen su Cancionero y Romancero de ausencias, rescatados del presidio, reconcentrados quizá por ello en su deslumbrante e intensa brevedad, pero de hecho probablemente enfrentados de forma ineludible, y por lo tanto escueta, con la dimensión trágicamente deslumbradora de su destino, resuenan todavía con lumbre inextinguible. Desde Quevedo no recuerdo haber experimentado intensidad ni identidad mayores de sonido y sentido, de lenguaje y perspectiva, a la vez decididamente carnal y hondamente metafísica, que la de ese sucinto texto que comienza “Menos tu vientre / todo es confuso”, que en términos de poesía me animaría a defender como uno de los de mayor alcance de la lengua. Y que no hacen sino certificar la deslumbrante claridad que irradia por lo general todo el conjunto.
Es como si desde el fondo de las cárceles que pretendieron negarlo, enmudecerlo, y más allá de las legítimas pasiones de los hombres de su tiempo, en las que supo tomar partido decididamente por los desheredados, un resplandor generoso y general se hubiera hecho carne finalmente en la voz de este “hijo de la luz y de la sombra”. Visto lo cual, ¿seremos capaces de estar a su altura, de encendernos en su luz contagiosa, en su enorme transparencia?
Miguel Hernández y la Argentina
La censura franquista prohibió toda su obra.. Ya en 1949, en su colección Austral, Espasa-Calpe Argentina lanza su bellísimo libro de sonetos: El rayo que no cesa, precedido por El silbo vulnerado.
Lautaro edita en 1956, aquel vehemente libro de guerra: Viento del pueblo, cuya edición original de 1937 se repartió en las trincheras. También Lautaro edita en 1958 la 1ª edición del conmovedor Cancionero y romancero de ausencias, poemas escritos en prisión.
La editorial Losada publica en 1960 la Antología poética que, como todas. no incluye a sus poemas en prosa entre su Poesía sino en Prosas y desperdigados. Lanzado por Baudelaire como la prosa flexible y musical que evoca la vida urbanacampesina, el poema en prosa fecundará la poesía moderna, en Francia y en el mundo.
Fuente: Rodolfo Alonso para www.pagina12.com.ar