Ernest Miller Hemingway (Oak Park, Illinois, 1899–Ketchum, Idaho, 1961) fue un escritor y periodista estadounidense, uno de los principales novelistas y cuentistas del siglo XX. Su estilo sobrio de cierta austeridad, tuvo una gran influencia sobre la ficción del siglo XX y su vida de aventuras y su imagen pública dejó huellas en las generaciones posteriores. Escribió la mayor parte de su obra entre 1920 y 1950. Ganó el Premio Pulitzer en 1953 por El viejo y el mar y al año siguiente el Premio Nobel de Literatura por su obra completa. Publicó siete novelas, seis recopilaciones de cuentos y dos ensayos.
Sólo dos americanos paraban en el hotel. No conocían a ninguna de las personas que subían y bajaban por las escaleras hacia y desde sus habitaciones. La suya estaba en el segundo piso, frente al mar y al monumento de la guerra, en el jardín público de grandes palmeras y verdes bancos. Cuando hacía buen tiempo, no faltaba algún pintor con su caballete. A los artistas les gustaban aquellos árboles y los brillantes colores de los hoteles situados frente al mar. Los italianos venían de lejos para contemplar el monumento a la guerra, hecho de bronce, que resplandecía bajo la lluvia. El agua se deslizaba por las palmeras y formaba charcos en los senderos de piedra. Las olas se rompían en una larga línea y el mar se retiraba de la playa, para regresar y volver a romperse bajo la lluvia. Los automóviles se alejaron de la plaza donde estaba el monumento. Del otro lado, a la entrada de un café, un mozo estaba contemplando el lugar ahora solitario.
La mujer americana observó todo eso desde la ventana. En el suelo, a la derecha, un gato se había acurrucado bajo uno de los bancos verdes. Trataba de achicarse todo lo posible para evitar las gotas de agua que caían a los lados de su refugio.
—Voy a buscar ese gatito —dijo ella.
—Iré yo, si quieres —se ofreció su marido desde la cama.
—No, voy yo. El pobre minino se ha acurrucado bajo el banco para no mojarse. ¡Pobrecito!
El hombre continuó leyendo, apoyado en dos almohadas, al pie de la cama.
—No te mojes —le advirtió.
La mujer bajó y el dueño del hotel se levantó y le hizo una reverencia cuando ella pasó delante de su oficina, que tenía el escritorio al fondo. El propietario era un hombre viejo y muy alto.
—II piove —expresó la americana. El dueño del hotel le resultaba simpático.
—Si, si, signora, brutto tempo. Es un tiempo muy malo.
Se quedó detrás del escritorio, al fondo de la oscura habitación. A la mujer le gustaba. Le gustaba la seriedad con que recibía cualquier queja. Le gustaban su dignidad, y su manera de servirla y de desempeñar su papel de hotelero. Le gustaban su rostro viejo y triste y sus manos grandes.
Estaba pensando en aquello cuando abrió la puerta y asomó la cabeza. Llovía más fuerte. Un hombre con un impermeable cruzó la plaza vacía y entró en el café. El gato tenía que estar a la derecha. Tal vez pudiese acercarse protegida por los aleros. Mientras tanto, un paraguas se abrió detrás. Era la sirvienta encargada de su habitación, mandada, sin duda, por el hotelero.
—No debe mojarse —dijo la muchacha en italiano, sonriendo.
Mientras la criada sostenía el paraguas a su lado, la americana marchó por el sendero de piedra hasta llegar al sitio indicado, bajo la ventana. El banco estaba allí, brillando bajo la lluvia, pero el gato se había ido. La mujer se sintió desilusionada. La criada la miró con curiosidad.
—Ha perduto qualque cosa, signora?
—Había un gato aquí —contestó la americana.
— ¿Un gato?
—Si, il gatto.
— ¿Un gato? —la sirvienta se echó a reír—. ¿Un gato? ¿Bajo la lluvia?
—Sí; se había refugiado en el banco —y después—: ¡Oh! ¡Me gusta tanto! Quería tener un gatito.
Cuando habló en inglés, la doncella se puso seria.
—Venga, signora. Tenemos que regresar. Si no, se mojará.
—Me lo imagino —dijo la extranjera.
Volvieron al hotel por el sendero de piedra. La muchacha se detuvo en la puerta para cerrar el paraguas. Cuando la americana pasó frente a la oficina, il padrone se inclinó desde su escritorio. Ella experimentó una rara sensación. El patrón la hacía sentirse muy pequeña y, a la vez, importante. Tuvo la impresión momentánea de tener una gran importancia. Después de subir por la escalera, abrió la puerta de su cuarto. George seguía leyendo en la cama.
— ¿Y el gato? —preguntó, abandonando la lectura.
—Se fue.
— ¿Y dónde puede haberse ido? —expresó él, descansando un poco la vista.
La mujer se sentó en la cama.
— ¡Me gustaba tanto! No sé por qué lo quería tanto. Me gustaba ese pobre gatito. No debe resultar agradable ser un pobre minino bajo la lluvia.
George se puso a leer de nuevo.
Su mujer se sentó frente al espejo del tocador y empezó a mirarse con el espejo de mano. Se estudió el perfil, primero de un lado y después del otro, y por último se fijó en la nuca y en el cuello.
— ¿No te parece que me convendría dejarme crecer el pelo? —le preguntó, volviendo a mirarse de perfil.
George levantó la vista y vio la nuca de su mujer, rapada como la de un muchacho.
—A mí me gusta como está.
—¡Estoy cansada de llevarlo tan corto! Ya estoy harta de parecer siempre un muchacho.
George cambió de posición en la cama. No le había quitado la mirada de encima desde que ella empezó a hablar.
— ¡Caramba! Si estás muy bonita —dijo.
La mujer dejó el espejo sobre el tocador y se fue a mirar por la ventana. Anochecía ya.
—Quisiera tener el pelo más largo, para poder hacerme moño. Estoy cansada de sentir la nuca desnuda cada vez que me la toco. Y también quisiera tener un gatito que se acostara en mi falda y ronroneara cuando yo lo acariciara.
— ¿Sí? —dijo George.
—Y, además, quiero comer en una mesa con velas y con mi propia vajilla. Y quiero que sea primavera, y cepillarme el cabello frente al espejo, tener un gatito y algunos vestidos nuevos. Quisiera todo eso.
— ¡Oh! ¿Por qué no te callas la boca y lees algo? —dijo George, reanudando la lectura.
Su mujer miraba desde la ventana. Ya era de noche y todavía llovía a través de las palmeras.
—De todos modos, quiero un gato —manifestó—. Quiero un gato. Quiero un gato. Ahora mismo. Si no puedo tener el pelo largo ni divertirme, por lo menos necesito un gato.
George no la escuchaba. Estaba leyendo su libro. Desde la ventana, ella vio que la luz se había encendido en la plaza.
Alguien golpeó.
—Avanti —indicó George, mirando por encima del libro.
En la puerta estaba la sirvienta. Traía un gran gato de color de carey que pugnaba por zafarse de los brazos que lo sujetaban.
—Con permiso —dijo la muchacha—. El padrone me encargó que trajera esto para la signora.
Este cuento es muestra de la maestría de Hemingway para escribir relato corto. Ejemplo de lo que es la teoría del ibecerg, donde lo que se sugiere más importante que lo que se narra. Tal como sucede en otros relatos emblemáticos como El gran río de los dos corazones, Colinas como elefantes blancos, Las nieves del Kilimanjaro, El cambio radical, entre otros.
Fuente: https://kafka.ec/