Cuando llega esta época del año, la sociedad argentina experimenta una súbita inquietud por la educación. Acompaña al reiterado ritual durante el que se discute la recuperación del poder adquisitivo del salario docente, en negociaciones que se extienden hasta el momento mismo del comienzo de las clases. Superada esa instancia crítica, como ha sucedido esta vez con bienvenida normalidad en la mayor parte de las jurisdicciones, se experimenta un gran alivio al ver a los chicos en las aulas y al considerar encaminada la educación. Siempre se hace referencia a los problemas pendientes que serán objeto de una amplia discusión, indefinidamente postergada.
Durante ese evento anual queda en evidencia la escasez del salario docente, incluso cuando es comparado con otras remuneraciones que abona el mismo Estado. Eso no hace más que confirmar la poca importancia que la sociedad argentina asigna a la educación, más allá de lo que se afirme en el discurso público. Parecería que cuesta reconocer un hecho obvio: no hay posibilidad de contar con un sistema educativo de calidad sin que los docentes sean los primeros exponentes de esa calidad que se dice perseguir. Para asegurarla habría que lograr que los mejores estudiantes se dedicaran a la enseñanza y que se sometieran a un riguroso proceso de formación; de otro modo, no habrá posibilidad alguna de resolver la crisis educativa.
Estas premisas no parecen cumplirse en la realidad. Además de investigar los conocimientos de jóvenes escolarizados de 15 años en matemática, comprensión lectora y ciencias, el tan difundido informe PISA recoge, además, una muy rica información acerca de diversas cuestiones vinculadas con la educación. La investigación, auspiciada por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), que se realiza cada tres años en más de 60 países, ofrece datos interesantes para analizar el rendimiento de los estudiantes en relación con la actividad a la que piensan dedicarse en el futuro. En los países integrantes de la OCDE, cerca del 44% de esos jóvenes espera desarrollar tareas profesionales, pero sólo el 5% de ellos se propone hacerlo en la docencia. Ese porcentaje varía entre los distintos países: la profesión docente resulta especialmente atractiva a los estudiantes de Indonesia, Irlanda, Japón y Corea, mientras que no lo es para los de Alemania, Italia y Hungría. Tampoco para los de la Argentina.
Como es lógico, el rendimiento de los alumnos en las pruebas está estrechamente relacionado con la calidad de sus docentes. Aquellos países cuyos alumnos logran muy buen desempeño en las pruebas PISA cuentan con docentes seleccionados entre los mejores graduados de la educación media. Una de las comprobaciones más interesantes de esta investigación es la existencia de grandes diferencias en el perfil de los estudiantes que piensan dedicarse a la docencia. Así, por ejemplo, en Finlandia y Luxemburgo, los estudiantes que planean hacerlo tienen mejores resultados en comprensión lectora que sus compañeros que se dedicarán a otras profesiones. Pero en la mayoría de los países, incluyendo la Argentina, quienes aspiran a ser maestros tienen un rendimiento significativamente menor en matemática y en comprensión lectora que el de quienes piensan dedicarse a otras profesiones. Es decir que, en general, no son los mejores los que se proponen enseñar y tampoco los que en la realidad enseñan.
Estas diferencias demuestran que la actividad docente no goza del mismo prestigio social en los distintos países. Reflejo de esa menor consideración es la diferencia del salario docente con el de otras actividades que se observa en muchos de ellos, un factor importante en la elección de la tarea futura por parte de los jóvenes. Los estudiantes perciben claramente el valor que la sociedad adjudica a la labor docente, lo que influye en su decisión vocacional.
Nadie niega ya que la tecnología puede realizar una contribución importante a la educación, pero sin buenos docentes servirá para poco. Por eso, es preciso atraer a la actividad docente a los mejores estudiantes y formarlos rigurosamente en instituciones de alto nivel, porque sólo contando con docentes de calidad se podrá superar la crisis educativa.
Ya no caben dudas de que esa crisis existe y que es de inusitada gravedad. El desolador panorama de nuestra educación ha quedado una vez más en evidencia en un análisis reciente del comportamiento en las pruebas PISA de 2012 de los alumnos de bajo rendimiento. Para establecerlo se analizaron los distintos niveles en los que se distribuyen los alumnos según los resultados, que van del nivel 1 (los peores, aunque algunos están incluso por debajo de ese nivel) al nivel 6 (los mejores). El nivel 2 es el considerado el umbral básico, elemental, de conocimientos necesarios tanto en comprensión lectora, matemática y ciencias, que permite participar plenamente en una sociedad moderna. En promedio, en los países orientales entre el 2 y el 5% de los alumnos tiene bajo rendimiento en las tres pruebas (comprensión lectora, matemática y ciencias). En los países de la OCDE, ese porcentaje es, en promedio, del 10% de los alumnos. En Chile, el 24,6% de los alumnos se encuentra en esa situación, mientras que en la Argentina el 41,4% de los jóvenes está por debajo del nivel mínimo en las tres pruebas. Esto significa que carecían de las competencias consideradas básicas alrededor de 264.000 estudiantes de 15 años que se encontraban en nuestras aulas en el ciclo lectivo 2012. Hay que tener presente que a esa edad un porcentaje importante ya abandonó la escuela.
Si se considera el otro extremo, es decir, los estudiantes que registran alto rendimiento (niveles 5 y 6) en alguna de las tres áreas investigadas, en el promedio de la OCDE el 16,2% de los alumnos se encuentra en este grupo de alto rendimiento en alguna de las tres pruebas. En la Argentina, sólo lo hace el 0,8% de los estudiantes.
Por otra parte, como lo señaló hace algún tiempo en estas páginas, los estudiantes argentinos que más rinden obtienen calificaciones que están por debajo de las que logran los alumnos con menos puntaje en. 30 países. En otras palabras, nuestros mejores alumnos -de escuelas de gestión estatal y privada- son peores que los peores estudiantes de esos 30 países. Lo más preocupante es que ninguno de estos resultados, tanto los correspondientes a los alumnos de bajo rendimiento como a los de alto, se ha modificado significativamente desde que la Argentina participó en la primera investigación PISA, en 2000. Esto es aún más grave si se tiene en cuenta que en estos últimos años se ha producido un bienvenido incremento en la inversión en educación.
No es posible seguir enumerando las comparaciones que describen la magnitud del problema. Lo importante es que todos lo reconozcamos para intentar encarar la epopeya de mejorar la educación de nuestros chicos.
Si bien en la Declaración de Purmamarca las nuevas autoridades educativas de todo el país acaban de expresar su esperanzador propósito de liderar una transformación de esta magnitud, no les resultará posible hacerlo si no cuentan con el acompañamiento de todos. Emprender ese cambio requiere importantes esfuerzos sociales mediante las inversiones necesarias y también personales, por parte de maestros, alumnos y padres, aceptando las evaluaciones, las exigencias y los sacrificios que supone conseguir la tan anunciada educación de calidad.
*Doctor en Medicina, miembro de la Academia Nacional de Educación y ex rector de la UBA
Fuente: www.lanacion.com.ar