jueves, abril 18, 2024
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Rainer Rilke, manual de vida

Rainer Maria Rilke (PragaBohemia, entonces Imperio austrohúngaro1875-Val-Mont, Suiza, 1926) es considerado uno de los poetas más importantes en alemán y de la literatura universal. Sus obras fundamentales son las Elegías de Duino y los Sonetos a Orfeo. En prosa destacan las Cartas a un joven poeta y Los cuadernos de Malte Laurids Brigge. Es autor también de varias obras en francés.  

Pocos escritos resultan tan íntimos como una epístola. La carta es un medio de comunicación que dos seres establecen en torno a una existencia compartida a través de un papel que lleva en sí experiencias, secretos, misterios, verdades. Escribir una carta es abandonarse a un ritual en el que la confianza y el afecto que se siente por el destinatario motivan la necesidad de dar a conocer lo que pensamos, lo que sentimos, lo que tememos.

Esta tradición está en desuso o, por desgracia, se ha perdido, a causa del avance de las nuevas tecnologías como los teléfonos móviles, las redes sociales y otros medios de comunicación electrónicos, que han modificado para siempre el significado de íntima humanidad con que las personas se relacionaban, más que por la distancia, por la necesidad y el valor de expresar palabras que no corrieran el riesgo de ser llevadas por el viento, o propensas a la evaporación de su recuerdo en nuestra imperfecta y a veces traicionera memoria; son palabras pensadas y escritas con el propósito de permanecer conservadas en un papel para estar siempre al alcance de las manos y el corazón de su preciado destinatario.

Existen muchas correspondencias célebres, admirables por su estética, su profundidad o la importancia de su carácter para entender la vida de tal o cual personaje; es de esperarse que una persona consagrada a la escritura haya hecho de este medio una de sus alternativas retóricas. Tenemos así las cartas de Kafka a su padre o a sus prometidas; las de James Joyce, dedicadas a su único amor Nora Bernacle; o las que reflejan la tormentosa relación entre Verlaine y Rimbaud y otros distinguidos ejemplos, tan distinguidos, quizá, como las cartas que escribió el poeta checo Rainer Maria Rilke.

Es numerosa la correspondencia dejada por Rilke; a su amiga y musa, Lou Salome; a su amor de primaveras, Benvenuta; a su distinguido maestro el escultor August Rodin, y a su venerado Lev Tolstói, por citar sólo un puñado de sus contactos epistolares. Sin embargo, las que escribió entre los años 1902 a 1908 remitidas al cadete y joven poeta Franz Kappus, publicadas por este último veinte años después de la muerte de Rilke, quizás sean las que merecen ser consideradas las más representativas, ya que son, sin lugar a dudas, una ventana abierta a la esencia de su obra, sus ideales humanos, la espiritualidad de su ser, su respeto por la muerte, su culto a la soledad y sobre todo el significado de lo que es ser un artista y vivir para la poesía.

Kappus era un joven cadete de la misma academia militar a la que años antes perteneció  Rilke. Un día, el mozuelo Kappus se encontraba leyendo un libro del poeta, y fue sorprendido por el capellán de la academia. Éste, en cuanto ojeó el texto que el joven leía y vio quién era su autor, exclamó sonriente y sereno: “¡Así que el cadete Rilke nos salió poeta!”. La frase hizo saber a Kappus que su admirado autor había residido en esa misma escuela. Una suerte de identificación surgió entonces en el corazón del joven y sintió así el impulso de escribir a aquel hombre al que tan sólo conocía a través de un par de versos, pero a quien le unía todo un universo común. Quién sabe cuántas veces sopesó el envío de la misiva, que acompañó de algunos poemas de su puño y letra. Aguardó pacientemente, con esperanza, la posible respuesta.

Para su sorpresa, un día cualquiera, tras varios meses, recibió una carta cuyo remitente no era otro que el mismísimo poeta, quien desde París le saludaba en términos de “muy distinguido señor”. De esta forma dio inicio una relación que duraría algún tiempo, y que seguro fue determinante en la vida del joven con ambiciones de poeta y, por qué no, puede que también en la de Rilke, cuyo joven remitente le suponía un reflejo reminiscente, nostálgico, de esos días entre la pubertad y la adolescencia en la academia militar, en la cual, a pesar de detestarla, mantuvo una apropiada conducta y un buen desempeño, mientras le acometía la añoranza de convertirse en un cantor del silencio, un poeta. Tal y como lo reconocía también en el joven que le escribía. Y ya desde la primera carta este divino pero humilde ejemplar humano, nos muestra los senderos de una vida que se vive con un solo propósito: hacer de la misma una obra de arte a través de nuestra mortal y aciaga pero digna y privilegiada condición humana.

Rilke inicia su carta, lo que retomará en otras sucesivas, abordando la esencia de las obras de arte. Resaltaba la imposibilidad existente de acercarse por entero a ellas, y de lo banal y hasta equívoco que resulta aproximase a una obra de arte a través de un lenguaje crítico. Por el contrario, Rilke invita a la sencilla y llana contemplación, a dejarnos maravillar por su misterio, tan hermoso como siniestro, y a encontrar un reflejo nuestro dentro de la obra misma, un eco de lo que somos allí en lo que vemos.

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Rilke compara la vida con la obra de arte, vislumbra en ambas algo indecible que escapa a cualquier intento de representación y donde reside precisamente aquello que debemos develar a través de nuestra admiración: “Y más inexpresable que cualquier cosa, son las obras de arte: seres llenos de misterio cuya vida, junto a la nuestra, pasa, muere y perdura…”. Buscar una opinión o un consejo, una palabra ajena, más allá de las nuestras, es un error, pues precisamente aquello que nos deben mostrar las obras de arte no yace fuera, sino dentro de nosotros. En este sentido, sólo queda una posibilidad en el ser humano para poder comprender su vida, y es la propia obra de arte: “Adentrarse en sí mismo, escudriñarse”.

¿Cómo llevar a cabo este escudriñarse? El poeta no sólo nos sugiere cómo, sino que además deja claro que ésta es una disposición a la que debe recurrir innumerables veces todo aquel que aspira a vivir y que, además, desea hacerlo como artista. Si bien en sus cartas Rilke se refiere a la labor de ser escritor y hacer poesía, estos principios son igual de aplicables a cualquier vocación encaminada al arte. El epistolario bien podría llamarse “Cartas al joven artista” o, incluso, “Cartas a la humanidad”.

Esta búsqueda introspectiva sólo es posible ejecutarla, en compañía de la soledad, de la aceptación de nuestra condición vulnerable y pasajera sobre este mundo, en el que estamos rodeados de muchos pero, a la vez, irremediablemente solos, con la única garantía de que pereceremos y, como recuerda Rilke en estas cartas y en otras obras, “A cada quien le aguarda una muerte justa, digna, hecha a su medida”. Aceptar la muerte y la soledad son para Rilke los pasos fundamentales para alcanzar cierta armonía con la vida y el complejo universo en que ésta se encuentra atrapada. Pero este presidio no es abyecto ni lúgubre, sino todo lo contrario: es una oportunidad para alcanzar los mayores goces, entre ellos, la verdad, la belleza, el amor, la naturaleza o la divinidad, elementos que para Rilke encierran la meta de todo canto poético y los privilegios a los que puede aspirar todo ser vivo testigo a lo largo de su historia.

Si su diario vivir le parece pobre, no le culpe a él. Acúsese usted mismo de no ser lo bastante poeta para lograr descubrir y atraerse sus riquezas. Pues para un espíritu creador no hay pobreza. Ni hay tampoco lugar alguno, que le parezca pobre o le sea indiferente. Y aun cuando usted se hallara en una cárcel, cuyas paredes no dejasen trascender hasta usted ninguno de los ruidos del mundo, ¿no le quedaría todavía su infancia, esa riqueza preciosa y regia, ese cámara de los tesoros del recuerdo?

El mensaje de Rilke es más que claro: cada ser humano es el responsable de darle contenido a su diario vivir, y aunque no sea por entero dueño de los acontecimientos que le suceden, sí lo es de la actitud con que los vive, y de la iniciativa con que se dispone a extraer lo mejor de tal o cual suceso, para revestir su propia existencia a través de las anécdotas que harán parte de su vida y que acabarán constituyendo parte de su memoria, ese otro asidero de nuestra individualidad al que podemos remitirnos para encontrar motivación y sosiego, razones para seguir o lecciones para volver aprender. A pesar del semblante con que son reelaborados estos recuerdos y su influencia en nuestro sentir y proceder, somos nosotros en última instancia quienes decidimos cuáles y cómo emplearlos en nuestra cotidianidad.

Así, tras recomendar a Kappus la lectura de sus libros imprescindibles, las obras de Jacobsen e incluso la Biblia, continúa ofreciéndole una desinteresada y afable cátedra sin ánimos de dárselas de maestro. Rilke resulta tan bello y modesto como para decir que él “nada tiene para decir sobre cómo vivir”, como si las preguntas que le dirigió Kappus en sus cartas se las hiciera al tiempo el mismo Rilke y, sin ánimos de responderle definitivamente, escribiera una respuesta para su propio espíritu, reflejo difuso del joven cadete que aspira  a ser no sólo poeta, sino un hombre tan grande como su destinatario.

En estas cartas Rilke se preocupa eminentemente por el necesario peregrinaje hacia la búsqueda de nuestro centro, espacio casi metafísico que debe aspirar a encontrar todo el que desea convertirse en artista y, al fin, en persona, en humano consciente de sí. Pues es de este terruño interior y personalísimo desde el que la subjetividad otorga la identidad a toda obra de arte y a la vida en general.

Rilke estuvo vinculado con la obra de Nietzsche y Freud, y en su respuesta a Kappus, durante la cuarta de las misivas, se percibe este doble semblante, en lo tocante a la búsqueda de la armonía a través de la propia esencia e idiosincrasia. Sólo transitando más allá de los lugares donde su razón le permite llegar (Nietzsche), le es posible al ser humano captar la magia del cosmos impregnada en todos lados. Por otro lado, asegura: “El goce propio del sexo es una emoción sensual como el simple mirar”, expresión que sin duda recuerda a Freud y sus condiscípulos, cuando se refieren al goce humano como algo trivial, común pero sobre todo muy íntimo, más mediado por la subjetividad que por los mismos sentidos, por lo demás engañosos. Empero, es de resaltar que Rilke llega mucho más lejos que los dos genios mencionados, pues más que filosofía poética o psicología romántica Rilke es poesía pura, la condensación de la palabra misma en un vidente tocado por el rayo de Apolo, cuya única misión no es otra que la de cantar a y transmitir lo inextinguible del universo, la muerte, el amor, Dios, los ángeles, la naturaleza…

Tras su dulce elegía a Roma y rememorar la belleza de las ruinas nostálgicas, en la sexta de las cartas, fechada el 23 de diciembre de 1903, el poeta nos deja ver, una vez más, su más tierna y sincera humildad, y expresa a Kappus la empatía o comprensión que siente no sólo por su condición de joven cadete alejado de sus familiares, sino por su vida, por encontrarse en la plenitud de su existir, tan igual, solo y confundido, pero con tanto por hacer y descubrir, con toda una historia y un universo que han de convertirse en su porvenir.

En esta misma carta aparece uno de los hitos discursivos más sentidos en la correspondencia con el cadete, así como también de la obra de Rilke: la imagen de Dios como un ser más allá de la comprensión pero no del sentimiento, una esencia delegada sólo al terreno de la reflexión, la soledad y el ensimismamiento más desinteresado. El Dios de Rilke tiene rasgos comunes con el Dios de Pascal o el de Spinoza, concebido como una esencia de la que emerge toda dialéctica, azar o causalidad: es la naturaleza detrás de la naturaleza.

¿No ve cómo todo en cuanto acontece es siempre un comienzo?, y ¿no podría ser esto el principio de Él, ya que todo comenzar es en sí tan bello? Si Él es El Más Perfecto, ¿no ha de precederle algo forzosamente menos grande, para que Él pueda elegir su propio ser de entre la plenitud y la abundancia? ¿No debe ser el último para poder abarcarlo todo en sí mismo? ¿Qué sentido tendría nuestra existencia si a quien anhelamos hubiese sido ya?

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La soledad es una auténtica entidad rilkeana que se respira como un vaho sutil, pero de notable importancia en toda la obra del poeta. Estas epístolas le acercan, pues, a un joven de intereses comunes con quien se siente identificado, un hermano necesitado, igual que él en su momento, de ayuda: un ser a merced del universo.

También se muestra Rilke visionario. En la séptima carta, por ejemplo, se refiere a la condición futura del amor y al empoderamiento femenino, al hacer alusión al naciente feminismo que se empezaba a respirar en Europa y de las cuales su confidente y amante Lou Salome o su buena amiga Marie Bonaparte eran algunas de las principales voceras. Rilke asegura que el hombre temerá este reposicionamiento de la mujer, pero que, al final, éste será (es) necesario e inevitable para que precisamente se logre “el amor de humano a humano, y no de varón a hembra”. Este último, para Rilke, no es amor sino una suerte de convencionalismo que muchos repiten a ciegas tratando de encontrar en él un poco de sentido a su vida.  Sin embargo, Rilke deja claro que no hay nada más absurdo que esto por cuanto precisamente el amor es algo supremamente íntimo y que su propósito debe ser principalmente ese, subjetivarse, ser diferente, único. Un vínculo interhumano irrepetible entre dos seres que se han encontrado para compartir sus soledades y revestir lo que hay de divino en el alma del otro. Por ello, Rilke recomienda a los jóvenes no ser tan precoces en el amor y tratar de encontrarse un poco más en su propia interioridad, en su inmanencia, antes de trascender hacia el/la otro/a, precisamente  por medio del amor.

Desde Suecia escribe Rilke la carta fechada el 12 de agosto de 1904. Esta misiva es una de las más profundas de las diez que comprenden el libro, y en ella el poeta, tal y como deja claro a su interlocutor, no busca consolarle “de sus múltiples y de seguro intensas tristezas y angustias”, sino, por el contrario, explicarle lo importante que son para crecer y conocernos y lo benéfico que resulta abrigarnos con total silencio en ella para trocar en algo sublime aquello que en su comienzo parece ominoso. Después de todo, si lo bello es el comienzo de lo terrible, ¿no resultará lo siniestro sólo un paso hacia lo sublime? Lo sublime que hay en nosotros y que sólo puede ser purificado a través de la superación de nuestros miedos, culpas y resentimientos ha de ser alcanzado a través de la aceptación de lo nefasto y de lo abyecto como elementos inherentes a la existencia y, por consiguiente, como elementos necesarios para el devenir de cada ser humano.

El poeta juzga como un mal proceder, como hace la sociedad, condenar la tristeza, la soledad, la pobreza o la angustia y lanzarlas al cofre de lo aciago y lo innoble. Al contrario, Rilke las considera sagradas, dignas de cierto culto personal, por cuanto en ellas precisamente también se oculta algún misterio que sólo se puede descubrir en un momento determinado, tal y como el protagonista de “El pozo y el péndulo”, cuento de Poe al que hace alusión Rilke.

Cuanto más callados, cuanto más pacientes y sinceros sepamos ser en nuestra tristeza, tanto más profunda y resueltamente se adentra lo nuevo en nosotros. Tanto mejor lo hacemos nuestro y con tanto mayor intensidad se convierte en nuestro propio destino.

Es 4 de noviembre de 1904. Rilke aún se encuentra en Suecia, donde escribe la novena carta al cadete Kappus. Ésta, aunque corta, repasa algunas consideraciones que “el maestro” ha legado al “discípulo” en los dos años de su correspondencia. Una de ellas es la certeza de que sólo lo arduo y lo difícil merece la pena ser vivido, sólo lo que hacemos con esfuerzo y pasión deja en nosotros huellas perennes que forjan nuestro carácter y le dan contenido a nuestro existir. Vale la pena vivir, sentir y contemplar cualquier experiencia, siempre que el ser humano esté dispuesto a esforzarse por aproximarse al misterio que esconden, interiorizarlo y, de esa forma, ir aproximándose a una paz interior que no teme la muerte y en armonía con el universo. Para ello, Rilke le recomienda dudar y hacerlo con amor, para educarse y edificar su ser. Al final de la carta, Rilke confiesa a su amigo que él mismo aún se encuentra transitando ese camino, buscando alcanzar ese fin, dudando para crecer.

De nuevo en París, Rilke escribe su última misiva. Es un día después de Navidad. Sin quizás saber que será la última carta que escriba al joven cadete, aprovecha para informarle de lo feliz que se encuentra por haberle sido útil para la elección de su futuro y para orientarse en el mundo, sobre cómo sobrellevar la vida. Rilke concluye sugiriendo que el arte es un modo de vivir, y que no necesariamente significa hacerlo parte de una profesión o vocación que aspire a adscribirlo a una técnica o escuela. El arte es un oficio que puede habitar cualquier otro oficio, y Rilke se siente dichoso de que su amigo, el joven poeta Kappus, lograra comprenderlo.

En pocas palabras: me alegro, me alegro de que usted se haya salvado del peligro que representa el caer en todo ello y ahora viva en un lugar cualquiera, solitario y valiente en medio de una ruda realidad ¡Ojalá el año que está por llegar pueda mantenerlo y afirmarlo en ella!

Y así se despide Rilke, con el amor más trasparente y fraternal que puede sentir un mortal por otro, como un Virgilio que suelta las manos de Dante sintiéndolo a salvo y en el buen camino.

Este preciado documento epistolar, Cartas a un joven poeta, es sin lugar a dudas un manual para vivir, en especial en nuestros días. El amor, las relaciones humanas, la reflexión o la contemplación estética se han convertido en algo baladí, aparentemente importante pero por lo general insustancial, banal, carente de significado sólido, tal como señala el sociólogo Zygmunt Bauman en varios de sus textos. En una época en la que contamos con todo tipo de artefactos y sustancias al alcance de nuestras manos para aplacar por momentos la angustia, la ansiedad, el dolor o la tristeza, Rilke nos dice con voz mesiánica que no debemos temer esos sentimientos infaustos y sombríos, sino todo lo contrario, abrazarlos y hacerlos nuestros, con la misma entrega con que alzamos aquellos que nos llenan de júbilo, puesto que lo funesto también esconde algo valioso, resguardado cada uno en su hora más silenciosa o su noche más oscura. Rilke ofrece con sus palabras a Kappus una suerte de estrategias y principios aptos para sobrellevar el malestar cultural de cualquier época, toda una guía fidedigna para hallarnos con nosotros mismos. Estas cartas no son para poetas, para artistas, para Kappus… son mensajes eternizados legados a toda la humanidad, propicios para cualquier humano “demasiado humano”.

Y es que, como dice el poeta:

Deje que la vida obre a su antojo. Créame: tiene razón la vida. Siempre y en cualquier caso.

Fuente: https://elvuelodelalechuza.com/

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