Tras superar el coronavirus, falleció a los 77 años Horacio González, por una infección intrahospitalaria. Escritor y sociólogo, ex director de la Biblioteca Nacional, columnista de Página/12, González fue un baluarte del pensamiento argentino, lúcido y profundo, nunca apegado a dogmatismos. La enorme conmoción de su muerte da cuenta del afecto que despertó en vida y del gran respeto intelectual del que gozaba.
Escribir en pasado es un dolor mayúsculo. La lengua no quiere conjugar el tiempo pretérito. Se resiste a forcejear con el verbo. Como si pensar en pasado fuera una manera de borrar la potencia de una vida y una obra con las intensas vibraciones que aún genera. El “parlanchín porteño”, así se definía él con esa autoironía empecinada en burlar los lugares comunes, el profesor universitario apasionado por el lenguaje y sus derivas para interrogar e incomodar, respetado y amado por tantos estudiantes y colegas, estaba internado en el sanatorio Güemes desde el 19 de mayo. La muerte de Horacio González, el escritor, sociólogo y exdirector de la Biblioteca Nacional, este martes y a los 77 años, por una infección intrahospitalaria tras superar el coronavirus, conmociona a la cultura argentina. Cuesta imaginar la ausencia de su voz en diálogo con las disidencias y las heterodoxias, nunca apegada a dogmatismos que se vuelven un obstáculo para pensar libremente; una voz proclive a expandir los debates en vez de clausurarlos. Un polemista en estado de inquietud permanente.
Interrumpir a Borges
“Horacio es como un relámpago, en un instante breve ilumina un territorio y cuando desaparece, la imagen queda inscripta adentro tuyo”. Qué imagen más bella y certera que usó Mauricio Kartun para sintetizar el efecto que provocaba con sus charlas, sus ensayos, sus contratapas en Página/12. Él, que nació en Buenos Aires el 1º de febrero de 1944 y parecía que lo leía todo, no fue un niño con una biblioteca voluminosa y con una vida familiar confortable. Su padre había abandonado la casa en Villa Pueyrredón y lo crió un abuelo ferroviario que había nacido en Recanati, la ciudad del poeta Giacomo Leopardi. Como su madre trabajaba en una biblioteca popular, empezó a sacar libros y a leer con voracidad la colección Robin Hood. En el colegio Nacional Sarmiento descubrió todo de repente: las pedradas y los tiroteos de los militantes de Tacuara y las disputas entre liberales y nacionalistas.
Horacio solía recordar que como estudiante de sociología de la Universidad de Buenos Aires en los años sesenta no tuvo una buena relación con Borges, el escritor al que más leería muchos años después. Él estaba entre los jóvenes militantes que interrumpían las clases de Borges para invitar al alumnado a una movilización. No sabía entonces que el tiempo atenuaría esa hostilidad juvenil. Que sería director de la Biblioteca Nacional. Como Borges. Que terminaría escribiendo Borges. Los pueblos bárbaros. El joven Horacio participó del proyecto de las Cátedras Nacionales, que funcionaron entre 1968 y 1972 como un movimiento de resistencia contra las sucesivas dictaduras de Juan Carlos Onganía, Roberto Levingston y Alejandro Agustín Lanusse. Y escribió en las revistas que fueron surgiendo a partir del proceso de politización y radicalización vivido en las universidades, como Antropología 3er. Mundo y Envido, una revista de ciencias sociales vinculada con la izquierda peronista, que conjugaba tres tradiciones político-ideológicas: peronismo, marxismo y cristianismo.
De pronto pequeños detalles adquieren otro relieve vistos en conjunto. Horacio fue ayudante de una pequeña empresa de fotografía popular a cargo del psicólogo Alfredo Moffatt. Los dos tomaban el tren en Puente Alsina, se vestían como vendedores ambulantes y viajaban hasta Villa Fiorito ofreciendo retratos. Varias décadas después ese “como si” de la venta desembocó en su debut como actor en la película El artista, donde interpretó a un viejo senil, junto a Fogwill, León Ferrari y Laiseca. El vértigo de la vida y la militancia se sucedían a fines de los 60; leía a Hernández Arregui, Foucault, Gramsci, Perón, Sartre, Jauretche, Marcuse y Fanon. De la militancia universitaria pasó a la FAP (Fuerzas Armadas Peronistas). En 1970 se recibió de sociólogo y un año después comenzó a relacionarse con el Movimiento Revolucionario Peronista, un grupo que luego se integraría a Montoneros. El asesinato de Rucci partió las aguas y Horacio quedó del lado de la JP Lealtad y cuestionó la militarización y la lucha armada.
En 1976 se exilió en San Pablo (Brasil), donde dio clases, cursó el doctorado en Sociología y escribió en portugués Evita. La militante en el camarín, que sería traducido y publicado por la Universidad Nacional de Córdoba en 2019. Volvió al país en 1983, conoció a la cantante Liliana Herrero, su compañera desde entonces, y pronto reanudó su conexión con la vida universitaria en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, en la Universidad Nacional de Rosario y en la Facultad Libre de Rosario, donde fue profesor de Teoría Estética, de Pensamiento Social Latinoamericano y Pensamiento Político Argentino.
Era el profesor diferente que daba clases en los colectivos y tomaba examen arriba de los trenes. Escribió en la revista Unidos, que dirigió Carlos “Chacho” Álvarez entre 1983 y 1991, y Cuadernos de la Comuna, hasta que en el verano de 1991 impulsó junto a Eduardo Rinesi (luego se sumarían María Pía López y Christian Ferrer), la revista El ojo mocho, un proyecto intelectual que pretendió revitalizar el papel de la crítica cultural y política en las ciencias sociales. La generación de la revista Contorno tendría un lugar clave, especialmente las figuras de David Viñas y León Rozitchner. Esta revista antimenemista, antialfonista y antiprogresista, se proponía “repotilizar el mundo de la cultura” y “reculturalizar el mundo de la política”. Horacio polemizó en las páginas de El ojo mocho sobre el gran malentendido de las juventudes de los años 60 y 70 respecto al discurso de Perón; un discurso de derecha que había sido interpretado de izquierda.
Lengua barroca
El polemista Horacio, desde la trinchera del ensayo, se mide en la escritura con una metodología impulsada por las preguntas aparentemente más sencillas, donde reposan capas de sentidos para explorar los límites y las posibilidades de la lengua barroca. En los años 90 se anudan las publicaciones, una serie de libros que van desde La ética picaresca (1992), pasando por El filósofo cesante (1995) -luminoso ensayo sobre la filosofía de Macedonio Fernández-, Arlt: política y locura (1996) hasta cerrar esa década con un libro crucial: Restos pampeanos. Ciencia, ensayo y política en la cultura argentina del siglo XX (1999), donde entre los muchos textos y autores que rescata del olvido para hacerlos “hablar de nuevo” están Juan José Hernández Arregui, José Ingenieros, Carlos Astrada, Leopoldo Lugones, Juan Perón, Ezequiel Martínez Estrada y Raúl Scalabrini Ortiz.
“Los textos de Horacio son paradójicos: el estímulo al pensamiento es extremo, y a la vez hacen sentir que todo lo que se diga sobre ellos corre el riesgo de un desacierto, que se incurre de manera precipitada y tosca en lo que la reflexión ha omitido con cuidado; que seremos capturados por la palabra que se trataba, precisamente, de no decir”, escribió Diego Tatián. “Zahorí de altísima sensibilidad cultural, la escritura gonzaliana detecta en el barullo vocinglero de la discusión política argentina los precipitados inadvertidos de discusiones más antiguas, o nombres olvidados que entran, de la manera más natural, en la conversación de los vivos y los muertos cuyo objeto de disputa es la Argentina”.
El presidente Néstor Kirchner lo llamó al bar Británico para ofrecerle la subdirección de la Biblioteca Nacional, que dirigió en una primera instancia Elvio Vitali entre 2004 y 2005. Después el director fue Horacio, que defendía un pensamiento libertario con fuerte herencia en la cultura nacional, entendida en sus manifestaciones más densas. Conversador persistente que negociaba hasta el cansancio, se apropió de todas las tradiciones y esquivó maniqueísmos. Sólo Horacio pudo ser un funcionario libertario que logró transformar la Biblioteca innovando en los legados. Volvió a editar la revista La Biblioteca, fundada por Paul Groussac; rescató de “la lenta omisión que traen el tiempo y el olvido de los hombres” títulos como Vidas de muertos, de Ignacio Braulio Anzoátegui; Vivos, tilingos y locos lindos, de Francisco Grandmontagne, y El idioma nacional, de Lucien Abeille; publicó ediciones facsimilares de revistas de diversas corrientes ideológicas y políticas como Contorno, La Rosa Blindada, Pasado y Presente, Arturo, Poesía Buenos Aires, Fichas, Letra y Línea y Literal, entre otras. Durante su gestión se inauguró el Museo del Libro y de la Lengua (2011), que estuvo a cargo de María Pía López primero y que ahora dirige María Moreno.
El desacuerdo entre el perfil y la misión de la Biblioteca Nacional resultó irreconciliable. El historiador Horacio Tarcus renunció como subdirector a fines de diciembre de 2006 porque entendió que Horacio defendía un modelo de Biblioteca centrado en sus actividades culturales, mientras que Tarcus ponía el eje en la modernización de la gestión bibliotecológica. El funcionario libertario, en el filo de la disidencia, nunca dejó de escribir. ¿Cómo hacía para gestionar una institución tan compleja y a la vez encauzar el torrente ensayístico? Durante la primera década del siglo XXI publicó La crisálida. Metamorfosis y dialéctica (2001), Filosofía de la conspiración. Marxistas, peronistas y carbonarios (2004), Los asaltantes del cielo. Política y emancipación (2006), Escritos en carbonilla. Figuraciones, destinos, relatos (2006), Perón: reflejos de una vida (2008) y El arte de viajar en taxi (2009), entre otros libros.
Como si no fuera suficiente, en 2008 estuvo entre los intelectuales que crearon Carta Abierta. Horacio tensó hasta lo indecible los nudos de la trama oficialista entre el apoyo al kirchnerismo y un fuerte cuestionamiento, como cuando asumió César Milani como jefe del Ejército o cuando Jorge Bergoglio devino el Papa Francisco. La relación entre literatura y política fue, es y será conflictiva. Horacio criticó que Mario Vargas Llosa, Premio Nobel de Literatura 2010, haya sido elegido en 2011 para inaugurar la Feria del Libro, en una carta dirigida al presidente de la Cámara Argentina del Libro (CAL). La entonces presidenta de la Nación, Cristina Fernández, le pidió al director de la Biblioteca Nacional que retirara esa carta y le planteó que esa discusión “no puede dejar la más mínima duda de la vocación de libre expresión de ideas políticas en la Feria del Libro, en las circunstancias que sean y tal como sus autoridades lo hayan definido”.
Se lo acusó de “autoritario”, de querer censurar la palabra de un escritor que piensa distinto, justo la práctica intelectual y política contraria de Horacio, que siempre consideró los argumentos del Otro. Vargas Llosa aprovechó la equivocación. “Los intelectuales kirchneristas comparten con aquel general (por Albano Harguindeguy, que censuró sus libros La tía Julia y el escribidor y Pantaleón y las visitadoras) cierta noción política de la cultura y del debate de ideas que se sustentan en un nacionalismo un tanto primitivo y de vuelo rasero”, escribió el Premio Nobel de Literatura en el diario El País de España. “Donde usted, Vargas, ve barbarie, hay civilización”, le contestó Horacio en un extenso artículo publicado en Página/12. Había un entusiasmo sostenido en las intervenciones públicas de Horacio, una responsabilidad y un compromiso que lo desvelaba. Polemizaba, escribía ensayos y novelas; participaba en congresos, charlas, encuentros. El mismo año de la disputa con Vargas Llosa, en la misma Feria del Libro, presentó Kirchnerismo. Una controversia cultural.
Rumiar ideas
El peronismo y sus liturgias lo empujó también a escribir su primera novela, Besar a la muerta (2014). La chispa del asado convoca a una comunidad conversante de roedores. El anfitrión es el padre Poggi, un sacerdote nihilista que atiza el fuego de la lengua al tiempo que lucha por desentrañar algunas de las frases señeras del sacerdote Hernán Benítez, el confesor personal de Evita, en una carta que le escribió a Blanca Duarte. Si lo más densamente humano es coincidir alrededor de un lecho en el momento de la muerte, la deriva de las conversaciones, con toques diestros y calculados de un humor sarcástico, incluirá otras dos cartas –de Juan Domingo Perón a John William Cooke y de Salvadora Medina Onrubia a Evita– como puntadas del bordado textual de la tragedia nacional y sus posibles interpretaciones. Completa el elenco de conversadores el ex fraile Santiesteban y el escéptico profesor universitario Juan Carlos Rupestre, especialista en Max Weber. Larga será la noche, en la parroquia de Floresta, para estos tres personajes. “Espectros”, se los llamará en una instancia del escrito, manuscrito o “noveleta conversacional”.
Horacio explicaba lo de “noveleta” como una necesidad de anticiparse con una denigración previa. “A lo largo de todo lo que escribí buscaba confundir respecto de quién estaba hablando y quién era el poseedor de la palabra -decía el escritor y ensayista-. O sea que utilicé técnicas denigratorias. Cuando las escribe uno mismo sobre lo que hace, invita a un dilema porque nadie puede creer que una persona se denigre en relación con lo que hace de una manera tan tajante. Se me ocurrió que una forma de proteger lo que uno escribe es considerarlo un arte menor. La novela conversacional es parienta del bildungsroman, pero el bildungsroman es prestigioso y la novela conversacional no”.
¿Qué se puede escribir en cautiverio? ¿Qué queda del hombre cuando es sometido a las formas más extremas del terror? Estas son algunas de las preguntas que surcan las páginas de Redacciones cautivas (2015), su segunda novela en la que explora un tema complejo: la colaboración de las víctimas con sus captores en los campos de concentración. “Informaré reservadamente de mi nombre. Joseph Albergare. Enfermo, enclaustrado, viejo. Mi profesión fue el periodismo. Dirigí dos diarios. El mío y el de los otros (…) No sé si era libre cuando fui obligado o si era cautivo cuando creí estar libre. Fui torturado, y eso no me excusa”.
En Tomar las armas (2016), su tercera novela, el narrador, un profesor de historia apodado Echeverría, reflexiona sobre la lucha armada en los 70: “Algo que se hacía ‘sin querer hacerlo’, que se hacía al margen de la voluntad pública, esa que nada sabe de los inesperados desgarramientos internos. Se hacía solo si se estaba obligado por una situación en que el abandono de las profesiones reales (abogados, novelistas, poetas, ingenieros, médicos) era sentido como una penosa expropiación. Algo a lo que nos llamaba un deber superior, una excepción dolorosa. El emplazamiento a abandonar lo que se era, en nombre de algo más sublime que ya será, y que se presentaba como un reclamo inesperado, mutilado por su propia desesperación”.
Después de diez años intensos como director de la Biblioteca Nacional, de diciembre de 2005 hasta diciembre de 2015, Horacio regresó, invitado por el actual director, Juan Sasturain, para reactivar el Departamento de Publicaciones y retomar la edición de libros en papel. De marzo de 2019 a noviembre del mismo año fue director de la filial argentina de la editorial Fondo de Cultura Económica (FCE). Y siguió escribiendo y publicando por Colihue, la editorial en la que están la mayoría de sus libros, Traducciones malditas (2017) y La Argentina manuscrita. Cautivas, malones e intelectuales (2018). Entre los reconocimientos y distinciones que recibió se destacan el Doctor Honoris Causa otorgado por la Universidad Nacional de La Plata, el Doctor Honoris Causa de la Universidad Autónoma de Entre Ríos, el Premio José María Aricó de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba, y fue declarado Ciudadano Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires.
Una frase de Lacan podría condensar también la intención de Horacio: “No escribí mis Escritos para que se los comprenda, los escribí para que se los lea”. Cuando se lo leía, muchas veces se le demandaba “claridad” a través de un interrogante indulgente: “¿qué quisiste decir?”. Lengua díscola, la de Horacio, porque no se domesticaba ni se sometía a los designios de una legibilidad regida por la ilusión de la transparencia. La escritura de sus ensayos y novelas se emancipaba de la comprensión inmediata. Las palabras, las tramas textuales, dicen mucho más de lo que dicen. En el movimiento de su escritura producía desvíos y abría caminos. Nadie como él supo estar “dentro” y “contra”, una suerte de dialéctica que nunca alcanzaba una síntesis. Desplazó la disidencia de los márgenes hacia el centro, un corrimiento sutil, que en vez de impugnar propiciaba los pliegues, la lectura entrelíneas. La muerte del intelectual que generaba intensas comunidades duele en el alma.
Fuente: Silvina Friera para www.pagina12.com.ar