Jean-Paul Charles Aymard Sartre (París, 1905–ibídem, 1980), conocido comúnmente como Jean-Paul Sartre, fue un filósofo, escritor, novelista, dramaturgo, activista político, biógrafo y crítico literariofrancés, exponente del existencialismo y del marxismo humanista. Fue el décimo escritor francés seleccionado como Premio Nobel de Literatura, en 1964, pero lo rechazó explicando en una carta a la Academia Sueca que él tenía por regla rechazar todo reconocimiento o distinción y que los lazos entre el hombre y la cultura debían desarrollarse directamente, sin pasar por las instituciones establecidas del sistema. Fue pareja de la también filósofa Simone de Beauvoir. El corazón de su filosofía era la preciosa noción de libertad y su sentido concomitante de la responsabilidad personal. Insistió, en una entrevista pocos años antes de su muerte, en que nunca había dejado de creer que «El hombre se hace a sí mismo». Los padres de Sartre fueron Jean-Baptiste Sartre, un oficial naval, y Anne-Marie Schweitzer, prima de Albert Schweitzer. Su padre murió de fiebre cuando él tenía apenas quince meses, y Anne-Marie lo crió con ayuda de sus padres, Louise Guillemin y Charles Schweitzer, quien enseñaría matemáticas a Jean-Paul y le introduciría desde muy joven en la literatura clásica. La filosofía le atrajo desde su adolescencia en los años veinte, cuando leyó Essai sur les données immédiates de la conscience (Ensayo sobre los datos inmediatos de la consciencia) de Henri Bergson. Tuvo influencias de Immanuel Kant, Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Søren Kierkegaard, Edmund Husserl, y Martin Heidegger, entre otros. Estudió en París en la “elitista” École Normale Supérieure, donde se graduó en 1929 con un Doctorado en Filosofía. Durante sus estudios conoció a Simone de Beauvoir y a Raymond Aron. Sartre y de Beauvoir se hicieron compañeros inseparables para el resto de sus vidas.Texto de Jean Paul Sartre, publicado en su libro “El ser y la nada” donde reflexiona sobre su propia muerte.
La muerte no es en modo alguno una estructura ontológica de mi ser, por lo menos en tanto que éste es para-sí; sólo el otro es mortal en su ser. No hay ningún lugar para la muerte en el ser-para-sí; no puede ni esperarla, ni realizarla, ni proyectarse hacia ella; la muerte no es en modo alguno el fundamento de su finitud y, de modo general, no puede ni ser fundada desde adentro como proyecto de la libertad original ni ser recibida desde afuera como una cualidad por el para-sí.
Entonces, ¿qué es? Nada más que cierto aspecto de la facticidad y del ser para otro, es decir, nada más que algo dado. Es absurdo que hayamos nacido, es absurdo que muramos; por otra parte, esta absurdidad se presenta como la alienación permanente de mi ser-posibilidad que no es ya mi posibilidad, sino la del otro. Es, pues, un límite externo y de hecho de mi subjetividad….Este límite de hecho que debemos afirmar en cierto sentido, puesto que nada nos penetra desde afuera -y, en cierto sentido, es menester que experimentemos la muerte si hemos de poder siquiera nombrarla-, pero que, por otra parte, jamás es encontrado por el para-sí, puesto que no es nada propio de éste, sino sólo la permanencia indefinida de su ser-para-el-otro, ¿qué es sino, precisamente uno de los irrealizables? ¿Qué es, sino un aspecto sintético de nuestros reversos? Mortal representa el ser presente que soy para-otro; muerto representa el sentido futuro de mi para-sí actual para el otro. Se trata, pues, de un límite permanente de mis proyectos, y como tal, es un límite que hay que asumir. Es, pues, una exterioridad que sigue siendo exterioridad hasta en y por la tentativa del para-sí de realizarla: es lo que hemos definido como el irrealizable que debe ser realizado.
No hay diferencia de fondo entre la elección por la cual la libertad asume su muerte como límite imposible de captar e inconcebible de su subjetividad, y la elección por la cual elige ser libertad limitada por el hecho de la libertad del otro. Así, la muerte no es mi posibilidad, en el sentido antes definido; es situación-límite, como reverso elegido y huidizo de mi elección. Tampoco es mi posible, en el sentido de que sería mi fin propio, el cual me anunciaría mi ser, sino que, por el hecho de ser ineluctable necesidad de existir en otra parte como un afuera y un en-sí, es interiorizada como “última”, es decir, como sentido temático y fuerza de alcance de los posibles jerarquizados.
Así, ella me infesta en el meollo mismo de cada uno de mis proyectos, como el reverso ineluctable de éstos. Pero, precisamente como ese “reverso” no es algo que haya de asumir como mi posibilidad, sino como la posibilidad de que no haya para mí más posibilidades, la muerte no me merma.
La libertad que es mi libertad sigue siendo total e infinita; no es que la muerte no la limite, sino que, como la libertad no encuentra jamás ese límite, la muerte no es en modo alguno obstáculo para mis proyectos: es sólo un destino de estos proyectos en otra parte. No soy “libre para la muerte”, sino que soy un mortal libre. Al escapar la muerte a mis proyectos por ser irrealizable, escapo yo mismo de la muerte en mi propio proyecto. Como es lo que está siempre más allá de mi subjetividad, en mi subjetividad no hay lugar alguno para ella. Y esta subjetividad no se afirma contra la muerte, sino independientemente de ella, aunque esta afirmación sea inmediatamente alienada.
No podríamos, pues, ni pensar la muerte, ni esperarla, ni armarnos contra ella; pero por eso nuestros proyectos son, en tanto que proyectos -no a causa de nuestra ceguera, como dice el cristiano, sino por principio-, independientes de ella.
Y, aunque haya innumerables actitudes posibles frente a ese irrealizable “que hay que realizar por añadidura”, no cabe clasificarlas en auténticas e inauténticas, puesto que, justamente, siempre morimos por añadidura.
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