Fernando Pessoa, los heterónimos

Fernando Pessoa (Lisboa1888ibídem1935) fue un escritor portugués, especialmente reconocido por sus heterónimos: Alberto Caeiro, Alexander Search, Álvaro de Campos, Bernardo Soares y Ricardo Reis. Su extensa obra se vio quebrada con su prematura muerte a los 47 años de edad. (Heterónimo es el nombre diferente al suyo con el que un autor firma su obra cuando adopta una personalidad fingida; “Juan de Mairena y Abel Martín son heterónimos que adopta Antonio Machado en su madurez”).

La obra de Fernando Pessoa (1888-1935) representa todo un enigma para lectores, críticos y estudiosos. A lo largo de su corta existencia, que se vio truncada por problemas hepáticos irreversibles, escribió un sinfín de textos de los cuales, aún hoy, muchos permanecen inéditos. Parapetado tras la máscara de numerosos heterónimos (Bernardo Soares, Ricardo Reis o Álvaro de Campos son los más conocidos), llegó a evaluar públicamente sus propias creaciones a través de la identidad de carne y hueso que otorgó a sus diferentes álter egos, retomando con especial maestría el recurso estilístico (y existencial) del Doppelgänger. Pessoa explicaba que, en sus escritos, él subsiste “nulo en el fondo de toda la expresión, como un polvo indisoluble en el fondo del vaso donde se ha bebido agua”, a medio camino entre dos extremos: “ante el vasto cielo estrellado y el enigma de muchas almas, la noche del abismo incógnito y el caos de no comprender nada”.

El Libro del desasosiego, escrito bajo el heterónimo de Bernardo Soares, es sin duda una de las cumbres literario-filosóficas de los últimos cien años. En él se ponen en liza todas las fuerzas presentes en el yo del escritor, que de algún modo representa a cualquier ser humano (“Y pienso si mi voz, aparentemente tan poca cosa, no encarna la sustancia de millares de voces”), encarando abiertamente la tarea de poner orden en su intimidad, a sabiendas de lo improductivo de tal afán, en tanto que imposible. Pero, como leemos en sus primeras páginas, “el espíritu humano tiende naturalmente a criticar porque siente, y no porque piensa”.

Una de las intuiciones que más estragos causa en los lectores de Pessoa es la que, a través de su capacidad para describir la vida humana como “una venta donde tengo que esperar hasta que llegue la diligencia del abismo”, pone de manifiesto la huera banalidad de la existencia. Aunque esta desazón no provocaría mayor reacción si no fuera porque Pessoa admite como necesario compañero de la “decadencia” el ahínco y empuje que sentimos por vivir. En una frase para el recuerdo, grabada a fuego en cualquier lector del autor portugués, aseguraba que “El corazón, si pudiera pensar, se pararía”. Sabemos que “todo es imperfecto”, que “no hay ocaso tan bello que pudiera serlo aún, o brisa tan leve que nos produzca sueño que no pudiera darnos sueño todavía más tranquilo”, y a pesar de todo, de lo inalcanzable de la “experiencia total” y de la vacuidad de nuestros grandilocuentes deseos, perseveramos, consciente y deliberadamente, en la existencia. Sensaciones que crean en el sí mismo sentimientos encontrados: “En mi corazón hay una paz de angustia, y mi sosiego está hecho de resignación”.

Un tedio que incluye la anticipación solo de más tedio todavía; la pena ya de sentir mañana pena por haber sentido pena hoy – grandes marañas sin utilidad ni verdad, grandes marañas…

Sin embargo, lejos de mostrar un pesimismo a ultranza (al modo de Cioran) o un descarnado, violento e inevitable atisbo de hecatombe humana (como asegura Albert Caraco), Pessoa se guarda en el bolsillo el recurso de la esperanza. Un recurso que en absoluto se queda en lo literario, sino que, obligados por el propio devenir vital, hemos de ejercitar: “Ser pesimista es tomar cada cosa como algo trágico, y esa actitud es una exageración y una incomodidad”. Pessoa no es pesimista porque la existencia misma no lo autoriza: no hay duda de que nuestra vida transcurre entre penas y desilusiones (“¿De qué sirve soñar con princesas, más que soñar con la puerta de entrada de la oficina?”), de que por eso mismo debemos pedirle a aquella “poca cosa”, pero a la vez es lo cotidiano, eso que vivimos cada día, lo que nos permite embridar y después controlar una angustia que al principio parecía incontenible.

Seres limítrofes, encerrados para siempre y a solas con la voluntad de querer serlo todo y la convicción de no poder ser nada“Nunca nos realizamos. Somos dos abismos –un pozo mirando fijamente al cielo”, escribía Pessoa en uno de los pensamientos más bellos y profundos escritos sobre nuestra condición en el siglo pasado. Pero no hay que dejarse engañar: en el autor portugués se dejan ver también, con fulgor extremo –pero nunca diletante, erudito, científico–, las maravillas de la vida. Aunque son éstas precisamente las que nos confiesan en susurros que puede que haya algo más allá, algo más perfecto que lo sentido, más perfecto que lo ya experimentado. El pasado de lo bueno nos trae –y nos condena a– la esperanza de lo mejor: “Todo en mí es tendencia para ser a continuación otra cosa; una impaciencia del alma consigo misma, como un niño importuno; un desasosiego siempre creciente y siempre igual. Todo me interesa y nada me cautiva”.

Llevo conmigo la conciencia de la derrota como un pendón de victoria.

El fundamental Libro del desasosiego, luminaria inmersa en los oscuros desastres del siglo XX, nos pone sobre la pista para reencontrar, a través de la literatura filosófica de Fernando Pessoa, el pedazo de eternidad que se esconde tras la perecerá existencia: “La vida, espiral de la Nada, infinitamente ansiosa por lo que no puede existir”. Una oportunidad sin parangón para, mediante nuestro contacto con el mundo y el trato con nuestras sensaciones, desenfocar las desdichas y sacar provecho de una Nada que nos ofrece atisbos de un Todo siempre inconcluso.

Fuente: Carlos Javier González Serrano para https://elvuelodelalechuza.com     

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