Walter Bendix Schönflies Benjamin (Berlín, Imperio alemán, 1892–Portbou, España, 1940) fue un filósofo, crítico literario, traductor y ensayista alemán de origen judío. Su pensamiento recoge elementos del Idealismo alemán o el Romanticismo, del materialismo histórico y del misticismo judío (cábala) que le permiten hacer contribuciones perdurables e influyentes en la teoría estética y el Marxismo occidental. Su pensamiento se asocia con la Escuela de Fráncfort, el grupo de investigadores que adherían a las teorías de Hegel, Marx y Freud y cuyo centro estaba constituido en el Instituto de Investigación Social, en Fráncfort del Meno (Alemania), representantes de la teoría crítica que ahí se fundó.
Para una época como la nuestra, marcada profundamente por una progresiva cuantificación de todo lo existente, se ha vuelto totalmente habitual y natural que incluso la idea del tiempo, y su experiencia, haya sido asumido también como un recurso a aprovechar, que no debe ser malgastado ni despilfarrado, sino invertido en proyectos y empresas útiles. No obstante, esta comprensión del presente a partir del cálculo no se habría impuesto con tanta eficacia si no fuese por su estrecha e íntima solidaridad con la concepción lineal de la historia como un curso progresivo hacia una sociedad futura, la cual se imagina como un estadio superior de nuestra etapa actual.
Si bien hay quien ha sostenido un cierto predominio y expansión del nihilismo en los imaginarios colectivos actuales, cuyas consecuencias visibles irían desde una pérdida de sentido en los individuos hasta la relativización de lo que antaño fueron valores absolutos, ello no ha impedido (y hasta cierto punto ha resultado benefactor) que el modo neoliberal de socialización se haya afianzado fuertemente en los distintos grupos sociales, consolidando así la victoria del capitalismo. Una de las justificaciones que los defensores de tal ideología suelen presentar –y que resulta motivada por esta fe en el progreso que sólo el actual modo de vida puede otorgarnos– es el cada vez más alto grado de desarrollo de la técnica, sobre todo en aquel que opera a nivel de la vida cotidiana. En esa línea, que las operaciones domésticas estén cada vez más facilitadas no son indicio sino de que el camino asumido es el correcto.
Frente a tal mistificación de la dinámica social, Walter Benjamin, filósofo alemán de la primera mitad del siglo XX, perfila su crítica no a partir de una puesta en duda del conocimiento científico y su influencia en el avance de la tecnología, sino en la relación que existe entre tal avance tecnológico y el espacio social, principalmente, con las relaciones de producción. En un texto de 1937 titulado Historia y coleccionismo: Eduard Fuchs (en lengua castellana lo podemos encontrar en la compilación Discursos interrumpidos I, publicado por Taurus y traducido por Jesús Aguirre), podemos entrever ya los aspectos críticos más resaltantes respecto a la idealidad de la historia a partir de su linealidad y que más tarde serán tratados directamente en las Tesis de filosofía de la historia.
Un cuestionamiento básico a la tesis del progreso social viene dado desde la pregunta sobre quiénes son los que pueden acceder a tales beneficios y quiénes no. Con esta cuestión no se trata tanto de pretender establecer como solución la inclusión de los excluidos, sino de desenterrar los presupuestos que legitiman el hecho de que el progreso sólo sea privilegio de unos pocos, condenando al anonimato y silencio a los muchos. En este sentido, la historia no puede ser considerada simplemente a partir de la acumulación de riquezas o el logro de libertades desde la perspectiva de una minoría social, sino todo lo contrario: Benjamin señala que si “la tradición de los oprimidos” nos revela que la excepcionalidad constante y permanente es la regla oculta de los regímenes, no hay nada más ajeno a la realidad algo así como un “progreso” ascendente. Antes bien, la idea de “progreso” ha servido y sirve como discurso ideológico que usualmente se usa para justificar y legitimar los destrozos que ocasiona.
Por lo tanto, la historia no puede ser juzgada desde una linealidad progresiva, que suponga que el presente aventaja al pasado y que los sacrificios de hoy serán agradecidos por las generaciones futuras: si Benjamin conjuga en una sola expresión “tradición” con “oprimidos”, lo hace para revelar que la desigualdad estructural ha sido la misma tanto en siglos anteriores como en la actualidad y, tal como indica el curso de los acontecimientos, lamentablemente también mañana. Desde los anónimos de la historia, por tanto, hay un pasado irrevocable que se perpetúa y que reclama por la redención. Es en atención a ese pasado y desde aquel por lo que la lucha en el presente invocantes de un mejor futuro adquiere sentido. La deuda reemplaza, así, a la esperanza.
En este punto, es necesario añadir que Benjamin expande su crítica de la concepción lineal de la historia a cierta apropiación de este ideal por parte de un sector de la izquierda (en su época denominada como socialdemocracia y que hoy en día tendría un equivalente en las izquierdas liberales). Al convertir la revolución y la sociedad comunista en un ideal, en el sentido kantiano del término, es decir, en una idea imposible de alcanzar o conocer pero que hace las veces de una idea regulativa del presente (algo de lo cual el propio Marx estaba ya en contra, a juzgar por La ideología alemana), cualquier concesión realizada por los poderes existentes se interpreta como un avance hacia tal ideal cuando, en realidad, como es ya sabido en los juegos de poder, la incorporación de las críticas vuelven a estas inofensivas.
No obstante, aquel pasado para el que Benjamin reclama justicia no consiste en la “imagen eterna” que se construye desde el historicismo: las narrativas sobre los procesos que han constituido nuestro presente son también testigos de luchas y batallas espirituales que otorgan a la clase dominante la seguridad y el valor para ejercer su poder sobre la clase oprimida –agregando a ello que muchas veces es la misma historia construida y naturalizada la que es recordada dentro de la clase oprimida para justificar su exclusión–.
En este sentido, la propuesta de Benjamin sobre la tarea de la revolución es la de pensarla como una interrupción o detención del continuum de la historia: una que evoque en imágenes melancólicas (en el sentido que usaron los medievales para tal término) aquel pasado inasible que permanece excluido de las historias oficiales de la clase dominante, para revertir la situación presente. De esta forma, la oportunidad para la revolución puede acontecer en cualquier momento y contexto: la injusticia existente en el mundo es motivo suficiente para la subversión del orden de las cosas.
Jugando con la figura mesiánica presente en la cultura judía (objeto de sumo interés para el filósofo alemán), Benjamin elabora una analogía entre aquél y la revolución, como puede leerse hacia el final de sus Tesis de filosofía de la historia (traducción de José Sánchez):
Como es sabido, a los judíos les estaba prohibido escrutar el futuro. La Torá y la plegaria, por el contrario, les instruyen en la rememoración. Ésta les libra del hechizo del futuro, a cuya merced quedaban quienes consultaban a los adivinos. Pero no por ello el futuro se convirtió para los judíos en un tiempo homogéneo y vacío. En efecto, cada segundo de éste era el pequeño portillo por el que podría entrar el mesías.
Fuente: Martín Córdova para https://elvuelodelalechuza.com