César Tomás Aira González (Coronel Pringles, Buenos Aires, 1949) es un escritor y traductor argentino, autor de novelas cortas, obras de teatro y ensayos. Ha publicado más de cien obras, sobre todo novelas cortas a las que define como «cuentos de hadas dadaístas» o «juguetes literarios para adultos». En Pringles, formó una amistad con el poeta Arturo Carrera, un año mayor que él. En 1967 Aira se instaló en el barrio porteño de Flores, espacio muy presente en su escritura. En 1968, con Carrera, fundó la revista literaria El cielo, que duró apenas 3 números. Dió cursos sobre Copi y Rimbaud en la Universidad de Buenos Aires y sobre el constructivismo y Stéphane Mallarmé en la Universidad de Rosario. También, es un especialista en Alejandra Pizarnik y del escritor, dramaturgo y dibujante Copi. Era amigo íntimo del fallecido escritor Osvaldo Lamborghini, siendo uno de los principales reivindicadores de la obra de este último, editó las novelas y cuentos de Lamborghini en dos tomos con prólogo suyo. Desde 1992, publica anualmente de dos a cuatro libros de unas cien páginas de extensión. Su novel corta Cómo me hice monja fue elegida por el diario español El País como uno de los diez libros de ficción del año 1993, lo que le dio su reconocimiento y le proyectó en medios literarios más amplios. Es traductor de varias lenguas, entre ellas el francés -ha traducido a Antoine de Saint Exupéry y a Jan Potocki– y el inglés: tradujo a Stephen King y a Donna W. Cross. Sus obras fueron traducidas a diversos idiomas. Recibió dos Diplomas al Mérito de los Premios Konex a las Letras, en 1994 por Traducción y en 2004 por Novela. Recibió una Beca Guggenheim en 1996. Ganó el premio a la Trayectoria Artística del Fondo Nacional de las Artes en la categoría Letras del año 2013. Fue nombrado por el gobierno francés Chevalier dans l’Ordre des Arts et Lettres. Ganó el Premio Roger Caillois para autores latinoamericanos en su edición 2014. El Consejo Nacional de la Cultura y las Artes del Gobierno de Chile, con el patrocinio de la Fundación Manuel Rojas, le otorgó el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas 2016.
Lo inesperado puede estar lleno de promesas o de acechanzas, sobre todo cuando hay oro y cuchillos en juego. Dos mendigos en una calle oscura y un milagro secreto.
Las circunstancias me habían reducido a la mendicidad callejera. Como el pedido directo y sincero no rendía, tuve que recurrir a la estafa, el engaño, siempre en pequeña escala, por ejemplo, hacerme pasar por paralítico, ciego, enfermo de alguna terrible enfermedad. No era nada agradable hacerlo. Una vez se me ocurrió que podía hacer algo más ingenioso, más fino, que, aunque sirviera para una sola vez y no me diera gran cosa, al menos me dejaría la satisfacción de haber hecho algo pensado, casi artístico según lo veía yo.
Necesitaba que un incauto cayera, y preferiblemente que cayera en un sitio donde no hubiera testigos. Caminé un poco, sobre mis pies doloridos (de verdad) por las callejuelas que tan familiares me eran, ya que vivía y dormía en ellas, hasta encontrar un rincón por el que estaba seguro de que no pasaría nadie. Ahí me tiré, al lado de un gran cubo de basura, a esperar mi presa. Quedé recostado en la pared, a medias oculto por el cubo, en las manos la caja chata que había encontrado tirada y había recogido: era la que me había dado la idea de hacer el truco que me reportaría algún dinero.
Debo aclarar que todavía no sabía qué truco sería ése. Lo improvisaría a último momento. De pronto se hizo de noche. Ese rincón estaba muy oscuro, pero acostumbrado como estaba yo a lugares tenebrosos, veía bastante bien. Y tal como lo había previsto, por ahí no pasaba nadie. Era lo que yo necesitaba: un sitio solitario y sin testigos. Pero también necesitaba una víctima, y con el paso de las horas empecé a convencerme de que no caería nadie. Debo haberme dormido y vuelto a despertar varias veces. Se había hecho un gran silencio. Sería la media noche, calculo, cuando oí que venía alguien.
No me moví. Era un hombre, fue todo lo que pude decir; no había iluminación suficiente para los detalles. Y antes de que yo pudiera ponerme en movimiento, o llamarlo, o chistarlo, vi que se dirigía al cubo y se ponía a hurgar. Era un mendigo, un buscavidas como yo. mal podía hacerlo víctima de un truco ingenioso para sacarle dinero. Aun así, lo habría intentado, aunque más no sea para extraerle una moneda y no ser que había perdido la noche. Pero antes de que yo hiciera el menor movimiento, el desconocido alzaba algo pesado de adentro del cubo y soltaba una exclamación ahogada.
Miré, con mi penetrante vista nocturna: era una bolsa de monedas de oro. Pasó por mi mente como un relámpago la sensación más amarga de mi vida: era una fortuna que había estado al alcance de mi mano durante horas, horas perdidas en espera de un inocente al que sacarme mediante engaños una cantidad ínfima de dinero. Y ahora ese inocente aparecía y se alzaba con mi tesoro delante de mis narices. Miró para ambos lados para asegurarse de que nadie lo había visto y echó a correr. No había advertido mi presencia ahí abajo. Yo no soy de reacciones rápidas, nunca lo fui, pero en esta ocasión, que se me antojó suprema e irrepetible, actué movido por algo parecido a la desesperación.
Simplemente estiré una pierna y lo hice tropezar. Él estaba tomando velocidad, su pie se enganchó en mi pierna y cayó cuan largo era; tal como yo había previsto, la bolsa de monedas cayó con él y las monedas se desparramaron por el piso, por el empedrado desparejo de ese callejón, con gran ruido metálico y brillos prometedores. Yo contaba con que el apuro a él lo llevara a recoger cuantas monedas pudiera salir corriendo, mientras yo por mi parte también juntaba monedas, que él no me negaría; su caída, el desparramo de las monedas, nos ponía a los dos en la misma situación de apropiadores clandestinos.
Pero, para mi sorpresa y horror, no fue así. El hombre se levantó, ágil como un gato, y sin terminar de ponerse de pie, a medio levantar, se arrojó sobre mí al mismo tiempo que sacaba un cuchillo enorme del bolsillo. A pesar de mi vida precaria en la calle, yo no me había endurecido. Seguía siendo un tímido, que escapaba a toda clase de violencia. En esta ocasión no pude soñar siquiera con escapar. Él ya estaba sobre mí y levantó el cuchillo y lo descargó con tremenda fuerza sobre mi pecho. Me penetró hasta salir por el otro lado y debía ser muy cerca, muy cerca del corazón.
Sentí la muerte, con una absoluta convicción. Pero cuál no sería mi sorpresa al mismo tiempo que me hería, le aparecía a él en el pecho una herida igual en el mismo lugar y empezaba a manar sangre. Su corazón también había sido herido. Él se miró el pecho perplejo. No entendía, y no entendía y no era para menos. Me había apuñalado a mí, y la herida aparecía también en él. Extrajo el cuchillo de mi pecho, y, ya con la mirada turbia por la muerte, como la mía, volvió a clavar al lado, como si quisiera comprobar fehacientemente el hecho extraño. Y, en efecto, en su pecho apareció la segunda herida. Empezó a manar sangre, fue lo último que ví (o vió).
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