sábado, abril 27, 2024
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Pablo Neruda, Roberto Alifano

Conocí a Pablo Neruda en una visita que hizo a la Argentina hacia mediados de la década del sesenta, oportunidad en la que realizó una lectura de sus poemas en la Sociedad Argentina de Escritores en el barrio de San Telmo. Pablo era un hombre de amigos y aquí abundaba “esa especie maravillosa a la que me enorgullezco de pertenecer”, como gustaba decir con alegría. Uno de ellos, don Gonzalo Losada, era su empeñoso editor en estas latitudes.

En Buenos Aires, representando a su país, había ocupado un cargo diplomático entre 1933 y 1935, después de la experiencia en Rangún, su primer destino. Aquí se relacionó con otros poetas como Oliverio Girondo, Raúl González Tuñón, Ricardo Molinari y León Benarós; aquí conoció a Borges, con el que, por razones de la maldita política no se entendieron (“Borges era una anarquista de derecha y yo un anarquista de izquierda; era obvio que lo nuestro no podía prosperar”, conjeturo ante mí con una irónica pícara y contagiosa). También aquí conoció a Federico García Lorca, que lo deslumbró con su poesía y su histrionismo, y a Margarita Aguirre, hija de un funcionario de la Embajada de Chile, que luego sería su secretaria.

Margarita Aguirre y Arturo Cuadrado me presentaron ante él como un memorioso de su poesía. Yo era un muchacho animoso e intrépido que podía recitar de memoria de la primera a la última composición de los Veinte poemas de amor y una canción desesperada y muchos de sus audaces hallazgos de Residencia en la Tierra, el poemario que causó furor entre los jóvenes. Sin hacerme esperar, apenas estreché su mano, con emoción, empecé a recitar con enjundia la sonata “No hay olvido”, de las Residencias:

Si me preguntáis en dónde he estado

debo decir “Sucede”.

Debo de hablar del suelo que oscurecen las piedras,

del río que durando se destruye:

no sé sino las cosas que los pájaros pierden,

el mar dejado atrás, o mi hermana llorando.

Por qué tantas regiones, por qué un día

se junta con un día? Por qué una negra noche

se acumula en la boca? Por qué muertos?

No son recuerdos los que se han cruzado

ni es la paloma amarillenta que duerme en el olvido,

sino caras con lágrimas,

dedos en la garganta,

y lo que se desploma de las hojas:

la oscuridad de un día transcurrido,

de un día alimentado con nuestra triste sangre…

Ante esa avalancha de mi parte, que complació al gran aedo de la poesía amatoria, con emoción, me estrechó en un abrazo; sobre todo porque su poema, balbució, conmovía a los jóvenes y eso era algo muy especial para él. “Cuando vengas a Chile -me propuso, con esa predisposición hospitalaria que lo caracterizaba- no dejes de visitarme, tienes mi casa, que también es tu casa para alojarte. No imaginaba Pablo que al año siguiente yo me aparecería en la Isla Negra, que como dice mi amigo Alejandro Guillermo Roemmers no es isla ni es negra, sino acaso todo lo contrario, iluminada de poesía.

El momento, quizá no era el más propicio, pues en esa oportunidad, su partido lo proponía para la presidencia de Chile y estaba abrumado de compromisos. El escritor José Miguel Varas, en esos días periodista del diario El Siglo, me llevó a Isla Negra en un destartalado Citroen (que se negaba a subir por los escarpados caminos de montaña, pero llegamos por fin). Pablo, según le había manifestado a mi ocasional acompañante, me recibiría por media hora o por una hora, como mucho, debido a que estaba sumamente ocupado en esa especial campaña política.

Me recibió con cierta distancia, pero cuando recordó que yo era el memorioso de sus versos, diría que me tomó una prueba de mnemotecnia y cuando aprobé, después de haberle recitado los poemas que me pidió, manifestó risueño y generoso, que no me dejaría ir y podía quedarme en su casa el tiempo que quisiera. De tal manera que fui por media hora y me quedé a vivir más de un mes en ese espacio maravilloso de lirismo, habitado por él y Matilde Urrutia, su amable esposa.

Un poeta no solo es un artífice de las palabras, un hacedor de versos, sino esencialmente un artista que vive y siente con intensidad; por supuesto, de manera distinta a la de sus congéneres. Varas se atrevió a decir lo que no me hubiera atrevido a decir yo. Dijo que también era poeta, un joven y prometedor poeta. Entonces Pablo me propuso que le dijera algún verso de mi modesta cosecha. Abrumado, aunque con decisión infantil lo hice y él aprobó con una inclinación de cabeza y una tierna palmada en el hombro. “Oye Matilde, nos visita un joven poeta, amigo de mis amigos, con una carta de presentación nada menos que de Raúl González Tuñón, y esto no se da con frecuencia. Aquí te quedas, muchacho, así tendremos tiempo para leernos poemas y conversar largamente”, concluyó.

Voy ahora a hechos históricos menos agradables que dramáticos. Desde 1970 hasta 1973, durante el Gobierno de la Unidad Popular, yo fui corresponsal de un diario argentino; de manera que puedo afirmar que manejaba buena información. Sin embargo, a pesar de que era voz populi, el golpe militar del 11 de septiembre de 1973, me tomó por sorpresa. Había cenado esa noche en la Sociedad Chilena de escritores y nadie imaginaba lo que sucedió al día siguiente. Ya en esas jornadas se vivían realidades nuevas, acaso tan asombrosas como desconcertantes, y la información se manipula en ocasiones sibilinamente.

Yo vivía a escasas cinco cuadras de La Moneda, el palacio de Gobierno de Chile y fui despertado por el vuelo rasante de aviones de guerra y el retumbar de las bombas que lanzaban. Se concretaba así, otra ruptura del sistema democrático para dejar paso a una de las dictaduras más espantosas que soportó nuestra América, un golpe de estado que destituyó y asesinó al presidente Salvador Allende. No se respetaba nada y por dos veces yo fui encarcelado por el solo hecho de haber violado por escasos minutos el toque de queda. En esas oportunidades mis fueros periodísticos fueron impunemente violados.

En tales momentos inciertos, pensé mucho en mis amigos comprometidos con el Gobierno de la Unidad Popular. Y, sobre todo, en el poeta Pablo Neruda, a quien por esos tiempos yo visitaba regularmente. A mi llamado, en la casa de Isla Negra, el teléfono sonaba sin que nadie atendiera, hasta que decidí, finalmente, a pesar de los impedimentos que suponía salir a los caminos, ir en persona hasta la costa del Pacífico. Le propuse al escritor Guillermo Trejo, periodista del diario El Mercurio que me acompañara. Un diplomático de negocios de la Embajada Argentina, el recordado y siempre bien predispuesto Félix Córdova Moyano, nos ofreció llevarnos en su automóvil y ese día, por la mañana, partimos desde la ciudad de Santiago. Sin inconvenientes en poco más de dos horas estuvimos allí, pero nos encontramos con la casa deshabitada. Una vecina, a quien yo conocía, nos informó que el día anterior el poeta había sufrido una descompensación y necesitó asistencia médica de urgencia, para ser trasladado luego en ambulancia a una clínica de Santiago.

Por la tarde de ese mismo día, ya de regreso, supe que Pablo estaba internado en la clínica Santa María, ubicada en el barrio de Providencia a orillas del Río Mapocho y al atardecer, en medio de un operativo militar, llegué allí. Pude hablar con su hermana Laura, que me informó que Matilde estaba al lado de Pablo y que la descompensación no era nada serio. El poeta había reaccionado bien al tratamiento que se le impuso. Me fui tranquilo de la clínica donde afirmaron que al días siguiente sería dado de alta. Le pedí a Laura que, si necesitaban algo, no dudaran en llamarme.

Hablé desde mi casa con otros amigos que se tranquilizaron por la información que les di. Pero, a primera hora de la mañana del día siguiente, a través un informativo radial, escuché la terrible noticia de la muerte de Pablo Neruda. Un inesperado paro cardíaco, debido a su estado, era la causa. No demoré mucho en llegar a la clínica para ponerme a disposición de Matilde y otros familiares que la acompañaban, pero no me permitieron ingresar. Llegó mucha gente conocida y el periodismo internacional, ya difundida la noticia, ocupó buena parte del lugar.

Supe luego, por otros familiares, que el poeta sería velado en “La Chascona”, la casa ubicada en la ladera del cerro San Cristóbal, cercana al centro de Santiago. Apenas llegado, colaboré para adecuar ese sitio que la noche anterior había sido allanado y se encontraba parcialmente destruido por un principio de incendio generado al prender fuego a los libros y objetos personales del matrimonio Neruda.

Para disponer la capilla ardiente elegimos un comedor circular donde Pablo se reunía con sus amigos a quienes agasajaba con su “paila marina”. En medio de esa casa semi destruida se colocó el ataúd. Las pocas personas que pudieron llegar se marcharon antes de las siete de la tarde, horario en el que daba comienzo el toque de queda. Yo me quedé para acompañar a la Matilde y al resto de la familia, que no pasaban de más de diez personas. Hay que recordar que en esa oportunidad después de ese horario estaba terminantemente prohibido salir a la calle. En medio de esa desolación velamos al más grande poeta de Chile y uno de los primeros de la lengua española.

Me asombró la entereza de Matilde Urrutia, que debió soportar las duras agresiones de esos individuos, que menos que seres humanos parecían bestias y nos rodearon amenazantes durante toda la noche. Al otro día, hacia la media mañana los restos del poeta fueron traslados al Cementerio General de Chile y yo fui testigo de la manifestación popular más conmovedora de la historia. Cuando el cortejo partió de “La Chascona”, no éramos más de treinta personas las que acompañábamos el cortejo; pero, en las pocas cuadras que separan a la casa del cementerio, se fue sumando gente del pueblo, humildes trabajadores que enfrentando a las fuerzas armadas, se hicieron presentes para despedir a su poeta. Al final de recorrido había más de mil valientes en esa procesión.

Ya en el lugar, desde las bóvedas vecinas los uniformados intimidaban apuntándonos con sus armas mortíferas, pero nadie sintió miedo y el cadáver de Pablo fue despedido por un pueblo que lo amaba y admiraba. A pedido de Matilde, con breves palabras, otros amigos y yo despedimos los restos del querido Poeta. Esto hizo que las fuerzas militares me detuvieran al día siguiente para tenerme como prisionero en el Regimiento de Tácna, uno de los sitios más crueles de los utilizados por la represión; el otro, se sabe, fue el Estadio Nacional. Pero mi detención y los espantosos momentos que soporté, son harina de otro costal. Después de veinte días fui deportado y puesto con mi familia en un avión argentino que venía de Perú y aterrizó en Ezeiza.

Han pasado los años y, finalmente, nos enteramos que se ha cerrado la causa criminal sostenida por la persistente voluntad de su sobrino Rodolfo Reyes, que imputa a la dictadura pinochetista del asesinato de Neruda. Se ha hecho justicia y las futuras generaciones sabrán que, como García Lorca, su amigo, Pablo, el autor de Cien Sonetos de Amor, los más tiernos poemas amatorios de la literatura de lengua española, fue impunemente asesinado.

Así ha salido a la luz esta noticia donde Reyes anunció que un panel internacional de expertos ha confirmado que su tío fue envenenado por la dictadura de Pinochet. No entraremos en detalles, pero podemos afirmar que esta verdad hace aún más clara la enormidad de los crímenes y violaciones de derechos humanos cometidos por la dictadura militar que sometió a Chile durante dramáticos años. Ahora la palabra pasa a la magistratura para la sentencia sobre la muerte.

Según el entrañable maestro Volodia Teitelbaum, y haciendo otro poco de historia, Pablo había dispuesto después del golpe asilarse en México. Se sabe, además, que el día de su muerte el Gobierno de ese país dispuso un avión privado para trasladarlo. Muy simple la conclusión, Neruda vivo y exiliado no le convenía para nada a la dictadura; era un testigo demasiado incómodo y ahí lo tenían a disposición al principal acusador de ese feroz régimen. De manera que este es un justiciero momento para la memoria del Poeta. La verdad era una deuda colectiva que todos los que amamos la literatura teníamos con él, un deber ineludible.

Pero no se trata solo del horror cometido con Pablo Neruda. Esta verdad pone al descubierto la cantidad de los crímenes y violaciones de derechos humanos cometidos por la dictadura en Chile y que, por extensión, también soportamos nosotros, los argentinos y otros países de nuestro Continente. Ahora la palabra pasa a la magistratura para la sentencia sobre la muerte, ocurrida doce días después del golpe. La tenacidad y busca de la verdad por parte de Rodolfo Reyes se ha cumplido, y el delito Neruda ha sido aclarado. En buena hora.

Para que tú me oigas
mis palabras
se adelgazan a veces
como las huellas de las gaviotas en las playas.

Antes que tú poblaras la soledad que ocupas,
y están acostumbradas más que tú a mi tristeza.

Ahora quiero que digan lo que quiero decirte
para que tú las oigas como quiero que me oigas…

Fuente: https://www.elimparcial.es/noticia/250537/opinion/pablo-neruda-cronica-terrible-de-una-muerte-anunciada.html

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