El modelo clásico que ha orientado la misión de las universidades se basa en un trípode que combina objetivos de enseñanza, investigación y extensión. Todos ellos han experimentado cambios notables en las últimas décadas, que serán todavía mayores en las próximas.
Hace apenas 40 años, la educación superior en la Argentina era exclusivamente de grado y constituía el grueso de la actividad universitaria. En 1983 había en nuestro país unas 24 universidades nacionales. Hoy hay 55. Y en las universidades privadas se produjo un crecimiento incluso mayor. En cuatro décadas hemos visto crecer no solo los programas de formación de posgrado, sino también su progresiva especialización. Se han diversificado sus modalidades, a través de diplomaturas, maestrías, doctorados y posdoctorados.
Por su parte, la investigación fue creciendo en importancia dentro de la misión de las universidades, especialmente a medida que iba aumentando el número de investigadores. Según un Censo de Ciencia y Tecnología, en 1971 el Conicet tenía apenas 699 investigadores. Actualmente, cuenta con más de 10.000 investigadores, más de 11.000 becarios de doctorado y posdoctorado, más de 2600 técnicos y miembros de la carrera de personal de apoyo a la investigación. Y el 80% trabaja en universidades nacionales.
La extensión universitaria nació como modo de “extender” la presencia de la universidad en la sociedad, sobre todo a través de actividades de difusión cultural. Sin embargo, su concepción ha cambiado, al orientarse hacia interacciones de naturaleza muy diferente entre universidad, sociedad y Estado
Por su parte, la extensión universitaria nació como modo de “extender” la presencia de la universidad en la sociedad, sobre todo a través de actividades de difusión cultural. Sin embargo, su concepción ha cambiado, al orientarse hacia interacciones de naturaleza muy diferente entre universidad, sociedad y Estado. La tendencia actual pone la extensión en el centro de la tríada, o sea la interacción con la sociedad, como el motor de la vida universitaria. Un modo de relacionamiento contextual que permite descubrir nuevas áreas donde investigar y producir nuevo conocimiento.
Estas tendencias se corresponden con lo que ya se denomina “universidad 4.0”, un nuevo modelo que pasa del ensimismamiento en la “torre de cristal” a asumir un mayor compromiso de servicio a las comunidades y a las empresas e instituciones que se encuentran dentro de su radio de acción. Pero para ser relevantes en el escenario mundial que se avecina deben introducir cambios profundos en su misión, estructura, financiamiento, planes de estudio, perfiles profesionales a formar y acciones sobre su contexto. Es que a medida que la educación superior se vuelve más cara y las tecnologías digitales cada vez más instrumentales para la experiencia educativa, las universidades del mundo adaptan sus modelos comerciales y ofertas de servicios para seguir siendo relevantes para las sociedades, las economías y los estudiantes a los que forman.
La realidad virtual, la robótica, el blockchain y la inteligencia artificial, entre otras tecnologías, se incorporan rápidamente a sus prácticas, junto a las modalidades de enseñanza más tradicionales. También se producen cambios en la gestión universitaria. Ya se ofrecen “suscripciones” en lugar de “inscripciones”: por una tarifa mensual se podrán tomar los cursos que se desee, cuando se desee, con acceso a largo plazo a asesoramiento y ayuda profesional de tutores. Algo así como un pase libre a un gimnasio. Incluiría acceso a una red mundial de mentores y asesores, así como todo lo que pueda necesitarse para mejorar la situación profesional o adquirir una nueva competencia. Las universidades del futuro ofrecerían acceso flexible al aprendizaje en tiempo real, desde cualquier lugar, disponible a pedido las 24 horas del día, los 7 días de la semana, según lo que cada estudiante desee lograr de acuerdo a su estilo de vida o compromisos laborales. Asimismo, se están considerando cambios en la forma de documentar diversos tipos de aprendizaje, a través de un legajo de por vida o “registro de aprendizaje interoperable” que consigne una gama de experiencias educativas, al margen de las acreditadas en un legajo tradicional, para así beneficiar tanto a estudiantes o trabajadores como a potenciales empleadores que buscan ciertos perfiles específicos de personal.
La pandemia del Covid-19 ha acelerado algunas de estas tendencias, dada la crisis que experimentan muchas universidades del mundo que dependen de los aranceles que pagan los estudiantes y de los ingresos en el campus por la provisión de otros servicios. La enseñanza virtual ha resuelto en parte el cierre debido al confinamiento obligatorio, pero no compensa los serios perjuicios en las finanzas de muchas de ellas, que ven comprometido el inicio de cursos presenciales, sobre todo, en aquellas que dependen fuertemente del flujo de estudiantes extranjeros. Si bien las universidades públicas argentinas son gratuitas, no lo son los estudios de posgrado. Y es probable que a raíz de la pandemia, todo el sistema universitario (público y privado) vea reducir fuertemente sus recursos, debido al impacto de la crisis sanitaria y económica.
A todo esto habrá que sumar los impactos tecnológicos de la era exponencial sobre la actividad laboral y, por lo tanto, sobre el papel que tendrá la universidad en la formación de profesionales en un mundo que en el futuro va a experimentar transformaciones inéditas en el empleo y en la vida cotidiana. En muy pocos años, el 50% de las tareas de casi todos los puestos de trabajo sufrirán los impactos del big data, la IA, la robotización, la biología digital y otras tecnologías, como la automatización vehicular, internet de las cosas, las impresiones 3D, las ciudades inteligentes, etc. El rol de la universidad frente a estos cambios disruptivos habrá que buscarlo en una nueva revisión del trípode docencia, investigación y extensión.
En la docencia, prestando atención a la permanente renovación de la currícula y los planes de estudio, según los perfiles que requerirá el mercado de trabajo en los próximos años, al ritmo de desarrollo que se vaya produciendo en las tecnologías y a las ventajas comparativas que tenga cada universidad por su posibilidad de incidir en esos desarrollos e incorporaciones a los procesos productivos. Esto puede suponer no solo actualizar los programas, lanzar nuevas carreras o introducir cursos cortos. También supone disuadir o alentar, según corresponda, la oferta docente. Incentivar, por ejemplo, la creación de carreras en blockchain o inteligencia artificial, en lugar de seguir volcando al mercado contadores y abogados que, a raíz del impacto de las nuevas tecnologías, verán crecientemente reducidas sus perspectivas de empleo.
En la investigación, es importante que la universidad se convierta en atalaya, en torre de vigilancia de los países para observar los avances y las innovaciones que se vayan produciendo en el mundo en las diversas tecnologías de la era exponencial, de modo de aprovechar los recursos científicos y tecnológicos de que dispone el país o la región y, sobre todo, evitar que se ahonde el profundo abismo que puede producirse con relación a los países líderes en estos desarrollos, lo que podría generar nuevas y más perniciosas formas de dependencia.
Y en la extensión, es fundamental que la universidad se coloque a la vanguardia en la difusión de estos conocimientos, a través de la creación de laboratorios de innovación, redes internacionales, publicaciones científicas, presentaciones en medios, extensión hacia los gobiernos u otras formas que permitan generar conciencia sobre las grandes transformaciones en el mundo del trabajo, la salud y la vida cotidiana que producirán las tecnologías de esta era de cambio exponencial que ya llegó.
Fuente: Oscar Oszlak para www.lanacion.com.ar