viernes, abril 19, 2024
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Quino, el gran dibujante de la realidad 

Quino tuvo su Big Bang. Ese universo en blanco y negro, de humor mudo, filoso, reflexivo, de dibujos con línea clara y capaces de esbozar ternura y sonrisas en todo el planeta Tierra, se originó en Guaymallén, Mendoza, en la tercera década del siglo XX. El epicentro, una familia de inmigrantes andaluces y republicanos en la que prevalecía el arte en todas las formas, incluidas ganarse el pan y la discusión política.

A las cuatro de la tarde del domingo 17 de julio de 1932, nació Joaquín, tercer hijo del matrimonio entre Cesáreo Lavado y Antonia Tejón. Lo apodaron Quino para diferenciarlo de un tío homónimo, pintor, dibujante publicitario y trabajador del diario Los Andes, que una noche que lo cuidaba mientras los padres estaban en el cine le produjo al sobrino el deslumbramiento de mostrar lo que podía irradiar un grafito azul metido en un trozo hexagonal de madera: un caballo de ojos enormes, una locomotora, una montaña, árboles. “¿Viste, mamita, todo lo que cabe adentro de un lápiz”, comentó el niño, entonces de tres años.

Creció en una casa tipo chorizo con un padre atento, parco pero gracioso, encargado de la sección bazar en la tienda A la Ciudad de Buenos Aires, y una madre, ama de casa, “muy simpática” que lo dejaba dibujar la mesa del comedor de álamo muy blanco a condición de que la limpiara al terminar. Hubo muchos ratos de soledad, juegos con hormigas, escucha, observación, curiosidad y una mente que ampliaba el resto. Se moldeaba un carácter.

Las noticias de la Guerra Civil Española y de la Segunda Guerra Mundial generaban discusiones anticlericales e ideológicas. En una autobiografía, Quino lo relató así: “Como papá y mamá son españoles, todos los españoles son personas estupendas. Pero a los cuatro años descubre que andan por ahí unos españoles malísimos, que están matando a los españoles buenos. Alemanes, italianos, curas y monjas son personas malísimas porque están de parte de los españoles malos. En cambio hay catalanes que han dejado de ser malos y ayudan a los españoles buenos. 1939: ¡Sálvese quien pueda! Han ganado los malos. Pero el pequeño Quino ya va a la escuela y allí aprende que los que son buenos de verdad son los argentinos. Para intentar deshacer el embrollo, el pequeño Quino se pone a dibujar, en silencio. Hablando se arriesga uno a decir cosas equivocadas sobre el bien y el mal. Hacia finales de 1939 el panorama se complica: los ingleses, que eran malísimos porque habían robado las Malvinas y Gibraltar, ahora son buenos porque defienden al mundo de la agresión alemana, italiana y nipona (1941). También los norteamericanos son buenos”.

El paisaje diario era cosmopolita, de acentos sirio-libaneses, italianos e ibéricos. “Yo hablaba como mis padres, en andaluz. Así que en el colegio fue terrible porque nadie me entendía. Yo decía este tío, en el sentido que se le da en España a la palabra tío, y me preguntaban si fulano era tío mío. Era timidísimo, y como no me entendían, era peor.”

En ese entorno, más un bagaje de películas de western y mudas –fue al cine solo desde los 8–, la vocación se definió a los 13 años sin que nadie se sorprendiera ni cuestionara. Ese año, en el que la mamá murió enferma de un cáncer luego de una larga agonía, Quino se inscribió en la Escuela de Bellas Artes cuyana. La abandonó a los dos años, aburrido de la teoría y de delinear figuras griegas de yeso y jarrones. Tenía la expectativa de algo más terrenal: crear historietas y chistes. El universo tomaba formas y predominaban los cuadritos con dibujos.

Cuando tenía 14 años falleció su padre y la familia quedó a cargo de los hermanos mayores (César y Roberto, siete y cuatro años de diferencia con Quino) y el tío Joaquín, que recibía LifeEsquireSaturday Evening Post Paris Match, gracias a las cuales el joven Quino conoció a Eldon Dedini, Jean Bosc e Yvan Francis Le Louarn (Chaval).

A los 18, lo ayudaron a viajar a Buenos Aires por primera vez. El tío aportó contactos. A los seis meses lo vieron volver al terruño para cumplir con el servicio militar en un grupo de artillería de montaña. Allí supo del manejo de armas y que tenía problemas en la vista que lo acompañarían y se agravarían con los años, al igual que su timidez.

Rico Tipo, una de las revistas de historietas porteñas más populares de mediados de los 50, recibió correo de Quino en 1953. La devolución la hizo el propio editor de la publicación, el ya célebre José Antonio Guillermo Divito: “Respondiéndole con la sinceridad y la falta de reparos que deseo, le diré que las ideas de sus dibujos son buenas pero, a ese pero, los dibujos posiblemente por no tener quién lo oriente debidamente carecen de base, por lo que se hacen un tanto fríos. Mi opinión en lo que se refiere a posibilidad es que con sus conocimientos actuales podría ser ayudante de dibujante”.

La idea de ser colaborador de Divito lo entusiasmó y, lejos de amilanarse, regresó a la gran ciudad, donde todos los contrastes con la provincia lo fascinaban hasta en lo más mínimo. Un día lo sorprendió una huelga de vendedores de tabaco que generaba filas larguísimas en los kioscos. Así decidió empezar a fumar.

En noviembre de 1954, logró publicar por primera vez en Esto Es, un magazine con un año en los kioscos fundado por Tulio Jacovella, financiado por Jorge Antonio y en el que colaboraban, entre otros, Dardo Cúneo, Rogelio García Lupo, Bernardo Verbitsky (padre de Horacio) y Carlos Garaycochea. Reemplazó al renunciante Juan Carlos Colombres, aka Landrú, y cobró 30 pesos por “el momento más feliz” de su vida. Quedó como colaborador semanal (con chistes mudos) mientras también incursionaba en la publicidad con una campaña para la filial argentina de la inglesa Savora. Ya había debutado en ese rubro a los 17 con una figura femenina que se incluyó en un aviso de la sedería mendocina Sedalina.

“En todos lados me decían: ‘Sexo no, religión no’. Se hacían chistes de suegras, de la oficina, de fútbol. Y yo era muy bruto para dibujar.” Aprendió rápido. Publicó en Popurrí, un semanario humorístico creado por Alfredo y Luis Medrano, donde conoció a Carlos Garaycochea y Osvaldo Laino. Uno de los Medrano lo recomendó en la Revista Nacional de Aeronáutica, donde también ilustraban Lino Palacio y Landrú. Luego vino Avivato, lanzada por Jorge Palacio (Faruk, hijo de Lino) y Luis Alberto Reilly, a donde Quino llegó por indicación de Felipe Miguel Ángel Dobal, entonces ayudante del creador de Don Fulgencio.

Ya en agosto del 55 llamó la atención de la revista Dibujantes, donde el año anterior le habían publicado un chiste en la Galería de Futuros Profesionales. En el número 15 protagonizó la sección La figura que surge, donde aseguraba no tener ningún plan, revelaba deseos premonitorios –“me gusta mucho dibujar temas para niños a color”– y reconocía dificultades para hacer mujeres y niños y “definir bien el carácter de los tipos”.

En enero de 1956, la misma Dibujantes lo incluyó en un artículo dedicado a siete estrellas del dibujo que durante 1955 se habían convertido en “los favoritos del público argentino y se han consagrado en forma definitiva”. El resto de esa galaxia eran Garaycochea, Roberto Battaglia, Alberto Breccia, Hernán García, Francho (Arnoldo Franchioni) y Hugo Pratt.

En los meses siguientes, sin otro afán que “ganarse el mango” y consolidarse, llegarían colaboraciones en Rico Tipo –donde le sugirieron agregar texto porque la gente compra para también leer–, Tía Vicenta, el diario DemocraciaCuatro PatasVea y LeaDamas y Damitas Leoplán. Luego vendrían PatoruzúLa HipotenusaTV GuíaUstedChePanoramaAtlántida Adán; publicaciones periódicas que salían y se discontinuaban conforme a vaivenes comerciales y políticos.

Siempre prefirió las revistas de actualidad que las específicas de humor. Por eso nunca colaboraría en las de la factoría de Ediciones de la Urraca, de Andrés Cascioli.

De las influencias reconocería años más tarde a Palacio, porque le gustaba “la pulcritud de su línea, la elegancia para plantar la figura y la armonía en la proporción de sus personajes”. “Lo que más me influyó fueron sus historias sin texto y el manejo del tiempo entre un cuadro y otro. También una temática más amplia y universal que el resto de los humoristas argentinos.”

De Divito decía no solo haber recibido “la influencia a distancia, o sea ver los dibujos en las revistas que llegaban a casa”. “Sino también, una vez que lo conocí, verdaderas lecciones personales. Yo le llevaba mis dibujos en lápiz, él me los corregía, me decía ‘esto estaría mejor de tal manera’. Luego yo los pasaba a tinta y recién entonces si le parecían bien me los publicaba. Aprendí de él una conducta profesional (jamás copiar ideas o descaradamente la línea de otros dibujantes), además de un respeto por lo que le debía dar al lector.”

A Oski lo consideraba su gran maestro, “no solo del dibujo sino de la vida. Esto es curioso porque quien mire dibujos de él y míos tal vez no note influencia directa alguna. Y sin embargo la hay, y muchísima, solo que está en lo importante, que es justamente en lo que no se ve. Oski me enseñó, ante todo, a mirar y extraer algo de lo que uno mira, ya se trate de un cuadro, una catedral, una mujer, un gato o una zanahoria. Además, que esto va acompañado de una disciplina, de documentarse seriamente antes de dibujar”.

En 1954 un lector le reprochó por carta que había dibujado un peinado del siglo XV con un vestido del siglo XVII. “Eso tuvo en mí un impacto muy fuerte. ¡Es como hacer a Mozart hablando por teléfono!”, se lamentó. Otro lo trató de bruto por dibujar un torero que había matado a un toro, pero todavía llevaba puesta la montera (el tradicional sombrero). Eso lo convertiría en un obsesivo de la documentación.

Oski también le enseñó la moral del trabajo –“un dibujito para la revista más humilde requiere romperse el alma como si fuera el New Yorker”– y que cuando el remate resultara previsible debía evitarlo.

La inspiración siempre la buscó en diarios, programas de radio y TV, la observación callejera y hasta en la Biblia; como también la constante de ser universal, hacerse entender en todas partes. También fue recurrente que las ideas llegaran cerca del cierre y que fueran sobre la injusticia, desigualdad social, vejez y políticos no coyunturales, como la corrupción o el ansia de poder, “cosas eternas que ya estaban en la Biblia”.

Aquellos primeros años en Buenos Aires compartió pensión (una casa de familia en Forest al 1600) con Julián Delgado, a veces con Rodolfo Walsh, y redacciones y tertulias pos cierre con ellos, Francisco Urondo, Marcelo Pichón Rivière, David Viñas, Pirí Lugones, Miguel Brascó, Juan Fresán y Jorge Timossi, entre muchos otros.

El amor también llegó, y en 1960 se casó con Alicia Colombo, una doctora en Química que había conocido recién llegado a Buenos Aires gracias a sus primos, empleada en la Comisión Nacional de Energía Atómica, cargo al que renunciaría antes de que terminara la década para ocuparse desde entonces y por los siguientes treinta años a representar a Quino en el más amplio sentido posible del verbo. “No hay Quino sin Alicia”, dice siempre Rep.

Menos de una década después de la segunda llegada a Buenos Aires, en 1963, Quino tenía material suficiente para compilar en un libro, el primero de decenas, que publicó Ediciones del Tiempo, con prólogo de Brascó, responsable del siguiente gran hito en la vida del mendocino: Mafalda.

La tira fue una bisagra. Frustrada la idea inicial de una publicidad, rechazada en Clarín y algunas apariciones en el suplemento de Leoplán que dirigía Brascó, en septiembre de 1964, Quino recibió el llamado de Delgado para llevarla a Primera Plana. Menos de seis meses después hubo un cortocircuito. El autor quería publicarla en simultáneo en un diario de Bahía Blanca, pero el semanario de Jacobo Timerman reclamó exclusividad. La pulseada se saldó a favor del mendocino, que se fue con los originales y una amistad que nunca se recompuso porque Delgado fue desaparecido por la dictadura en 1978.

Mafalda reapareció el 9 de marzo de 1965 en las páginas del diario El Mundo, en El Litoral (de Santa Fe), el vespertino CórdobaEl Intransigente (La Rioja) y Noticias de Tucumán, entre otros. Cuando la Editorial Haynes cerró el matutino en diciembre del 67 y luego de casi novecientas tiras, la familia dibujada se mudó a la revista Siete Días, que el número del debut (2 de junio de 1968) le dedicó la tapa. Allí se quedaría hasta el 25 de junio de 1973,cuando se publicó por última vez. La historieta ya era furor en la Argentina, América latina y Europa, donde aterrizó con el padrinazgo de Umberto Eco.

En 1965, luego de asistir a los talleres de Juan Batlle Planas y Demetrio Urruchúa, Quino supo que había encontrado un estilo. Hasta entonces sufría porque, por ejemplo, tenía que calcar los personajes de Mafalda porque no le salían siempre iguales.

La llegada de la dictadura militar lo llevó a radicarse con Alicia en Milán, donde establecerían por años una residencia que alternaron con Madrid y Buenos Aires.

La colaboración en medios de todo el mundo continuó con chistes que luego se compilaban con inéditos en libros que, junto con reediciones de Mafalda, engrosaron la bibliografía. También siguió el dibujo publicitario con avisos para ginebra Bols, Gillette, Sylvapen, camisas Manhattan, Alfombras Atlántida y hasta en Clarín, donde en 1980 ingresó para ilustrar de manera permanente en la revista dominical. En ese mismo espacio, en abril de 2009, anunciaría que colgaba el lápiz: “Queridos lectoras y lectores –decía–: como ya saben, desde hace un par de años mis historietas son republicadas en distintos medios, algunas dibujadas hace mucho tiempo, otras no tanto. Resultó interesante volver a verlas por la asombrosa actualidad que presentaban muchas de ellas, lo que prueba que tantos problemas que hoy nos agobian vienen repitiéndose gracias al talento que pone la sociedad en reciclar sus errores. La idea de republicar aquellos trabajos surgió cuando me di cuenta de que también yo sufro de ese mismo mal de repetirme en mis temas y estilo de dibujo. Me pareció acertado, luego de más de 50 años de publicar ininterrumpidamente mi obra en diarios, revistas y libros, tomarme un tiempo hasta encontrar algún modo de renovar el enfoque de mis ideas o al menos nuevas formas en mi línea gráfica. Lamentablemente, al día de hoy no he sabido encontrar la fórmula de tales cambios. La seguiré buscando, por supuesto, pero no puedo continuar repitiendo páginas ya republicadas. Lo considero una falta de respeto no solo a los lectores de Viva sino también a la larga carrera durante la cual siempre me he empeñado a dar lo mejor de mí. Considero esta actitud como la más honesta que puedo asumir en este momento. No se tomen estas líneas, que tanto me cuesta escribir, como una despedida sino como una ausencia temporal que espero que sea breve porque no me gusta nada la idea de que mis dibujos no sigan apareciendo en estas páginas. Siempre, claro está, que ellas y el público estén dispuestos a seguir recibiéndome. Gracias, queridos lectores, con mucho afecto, QUINO”.

Aquella previsibilidad sobre la que le había advertido Oski sumaba el agravamiento de los problemas de la vista. Llegaron entonces los años de la reafirmación del afecto y el reconocimiento que siempre lo abrazó por oleadas.

En 2013, lo designaron padrino de Comicópolis –en Tecnópolis– y allí se entregó a los honores de ser una leyenda. Aunque ya se movía en silla de ruedas volvió al año siguiente donde compartió algunos minutos con Horacio Altuna (1941), radicado en Cataluña desde los 70.

En el recuerdo de Altuna de caminar con el colega prevalece la devoción de la gente. “Se acercaban como si fuera una figura, un santo. Me impresionó mucho. Siempre digo que Quino era universal, y el Negro (Roberto) Fontanarrosa, nacional y popular. El homenaje que le hacía la gente a Quino era más reverencial; en cambio con el Negro era el del amigo, la palmada en la espalda, la risa y la complicidad de fútbol.”

El autor de El Loco Chávez observa dos Quino: “El de Mafalda y uno mucho más reflexivo, duro incluso, que es el de sus viñetas de una página”. Para Altuna, “Quino debe ser el tipo más universal que ha dado el humor y el cómic en la Argentina. Ahora va camino de serlo Liniers, pero por otro andarivel y tipo de mensaje”.

Esa universalidad, Altuna la adjudica a la cultura y una sensibilidad especial que tenía Quino, de quien admiraba el peso de lo gestual en todo lo que dibujaba.

En España también reside Dario Adanti (1971), otro argentino, historietista y dibujante, director y fundador de la revista Mongolia, a quien de chico le fascinaba de Quino “esa capacidad de sentir empatía por personajes que si bien eran estereotipos, resultaban creíbles y cercanos. Incluso aquellos que podían ser más reprobables eran entrañables. Quino lograba desde un vocabulario aparentemente sencillo colar crítica social y conceptos éticos en una estructura mínima con forma de chiste. Habría que considerar a Quino como el filósofo que nos ha inculcado ética desde niños, cuando aún ni siquiera sabes lo que significa ni filosofía ni ética”.

“Cuando era adolescente –sigue Adanti– y quería ser humorista gráfico, el prestigio de Quino como intelectual popular logró que decir que te querías dedicar al humorismo no sonora a delirio adolescente, porque había un referente respetado y considerado genio universal que todos querían y apreciaban. Y ya como profesional que vive del humor, el referente de Quino es el mejor que uno puede tener a la hora de pensar chistes desde la inteligencia sin que por eso dejen de apuntar a lo popular.”

Para Adanti, la obra de Quino resultó universal “porque contando estereotipos de la Argentina de mediados y finales del siglo pasado, logró ilustrar, también, actitudes y estereotipos globales, antes de que esta palabra estuviera de moda. Y esto demuestra que la condición humana es universal, para lo bueno y para lo malo, y que más allá del color local de sus chistes y personajes, la obra de Quino muestra la condición humana, lo bueno y lo malo, más allá de banderas y fronteras. En España es todo un referente. Pasa como con Les Luthiers, te sientes en casa cuando, siendo extranjero, ves que compartes con varias generaciones de españoles referentes del humor que son de tu propia cultura pero que también son de la cultura española”.

Aquel 2014 de Comicópolis, Quino celebró además sesenta años de carrera y cincuenta de Mafalda, inauguró la 40ª Feria Internacional del Libro de Buenos Aires (donde siempre fue un clásico su presencia para dedicar largas horas a firmar ejemplares y charlar con fans), recibió la Orden Oficial de la Legión de Honor, la honra más importante que el gobierno francés le concede a un extranjero, y el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades, que por primera vez se le otorgó a un dibujante. No serían las últimas condecoraciones.

No se sentía un prócer pero le parecía “una cosa muy rara” como se enriquecía el ego con premios que, encima, le llegaban cuando estaba “cansado”.

Con la muerte de la esposa, en 2017, se trasladó a Mendoza, donde falleció el 30 de septiembre de 2020, a los 88 años. Los reconocimientos siguen post mortem.

En 2016, un periodista le había propuesto escribir un libro que reflejara su vida y parte de la de quienes lo habían disfrutado y transmitían por genética esa adoración que alimenta la vigencia de su obra. La respuesta la recibí a través de Julieta Colombo, sobrina de Alicia y sucesora en la representación desde 2003: “Sinceramente a él nunca le entusiasmó la idea de que escriban una biografía suya, por eso hasta hoy no la hay y continúa con la misma opinión al respecto”, me escribió.

Claro, qué más se puede agregar a lo que salió de ese lápiz que empuñó Quino siendo niño para delinear desde entonces un universo en el que siempre lo reencontraremos.

Fuente: Diego Igal para https://carasycaretas.org.ar

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