jueves, mayo 2, 2024
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Queremos tanto a Julio, Felipe Pigna

¿Por qué queremos tanto a Julio Cortázar? ¿Será por su permanente coherencia y su compromiso con las buenas causas, por su excelente y vibrante literatura que nos incluía, que nos hacía sentir cómplices de sus pensamientos, de su surrealismo, de sus miradas del amor, de la política, del cine, del jazz, de París y Buenos Aires? ¿Porque nos llevó de la Galería Güemes de la calle Florida directo y sin escalas a la Galerie Vivienne en el 4 de la Rue des Petits-Champs de París? ¿Porque nos guio a encontrar a la escurridiza Maga en el Pont des Arts?

Julio había llegado a aquella ciudad maravillosa, refugio de tantas mujeres y tantos hombres talentosos del mundo, en 1951, enojado con aquellas torpezas graves del peronismo, como la que había convertido a Borges en inspector de aves de corral. Aquel muchacho que había estudiado en el Mariano Acosta y había sido profesor en Chivilcoy y Mendoza tenía 37 años y la vida por delante. Se alojó en la Maison de l’Argentine de la Cité, en la habitación 40 de aquella residencia universitaria. Luego deambularía por diversos departamentos junto a su compañera, Aurora Bernárdez. Allí, pero sobre todo en el Café Old Navy, ubicado aún hoy en el 150 del histórico Boulevard Saint-Germain, y en algún rincón de la Biblioteca del Arsenal de la Rue de Sully, nació desde su Olivetti nada menos que Rayuela, el 28 de junio de 1963, un libro destinado a revolucionar la literatura universal, un hermoso puente entre París y Buenos Aires, entre el amor y el desamor. Se ganaba la vida como traductor de la Unesco, y compartía veladas y sueños con amigos latinoamericanos, recorriendo los bares de jazz y las noches mágicas del Olympia, donde escuchó a su querido Charlie Parker y a Miles Davis, entre otros tantos. Un año antes, había publicado su maravilloso Historias de cronopios y de famas, un homenaje al surrealismo, con un toque muy argento, tremendamente nuestro, que se aprecia y se agradece en “Conducta en los velorios” o “Correos y telecomunicaciones”. Nunca dejó de hablar de nosotros e invitarnos a encontrarnos o a encontrar a alguien que anda por ahí, en sus relatos. Allí están los viajes en colectivo, la infancia, los hospitales, los cementerios, los parentescos, las casas familiares, las oficinas, los rings de box, los amores imposibles y los otros, la Facultad de Filosofía y Letras, los profesores, los alumnos, las tías, los bares, las utopías y las realidades cotidianas.

¿Encontraríamos a Julio? ¿Dónde? ¿En el aquel viaje hacia la nada que comienza en la confitería London, de Avenida de Mayo y Florida? ¿En aquellas colecciones de cosas insólitas y de denuncias de la infamia universal que recopiló en Último round y La vuelta al día en ochenta mundos? ¿En aquellos maravillosos cuentos de Bestiario, Final del juego, Las armas secretas, Todos los fuegos el fuego, Octaedro, Alguien que anda por ahí, Queremos tanto a Glenda y Deshoras? ¿O en el viajero feliz y curioso junto a su amada Carol de Los autonautas de la cosmopista?

Pudo volver a su país en 1973. Venía de Chile, de visitar a sus amigos Pablo Neruda, Víctor Jara y Salvador Allende. Llegó preocupado, palpitando el golpe que ya estaba en marcha. Se confesó en un largo y bello reportaje con Paco Urondo. Allí dejó otra mirada sobre el peronismo. Mostró su entusiasmo con la renovación que le imprimían al movimiento los artistas, los cineastas, los escritores y los sectores juveniles, sin dejar de advertir sobre los sectores reaccionarios del justicialismo.

Durante la dictadura fue una de las voces más activas de a resistencia desde el exilio, escribió textos inolvidables que serían reunidos en el libro Argentina: años de alambradas culturales. Su tarea fue clave para dar a conocer y conseguir fondos y apoyos a las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo.

Su último viaje fue a su querida Argentina, poco antes de la asunción de Raúl Alfonsín. Dio varias entrevistas e intentó entrevistarse con el flamante presidente democrático. La burocracia, o vaya a saber quién, se lo impidió. Regresó a Francia a morir en su querida París el 12 de febrero de 1984. Su tumba en el cementerio de Montparnasse es una de las más visitadas. Su lápida, siempre con flores rojas y libros, nos tranquiliza: no está solo, lo acompañan dos de sus amores, su última pareja, Carol Dunlop, y la primera, Aurora Bernárdez. No figura en el mármol, pero seguro, no hay duda, la Maga, cada tanto, se da una vuelta por ahí.

Fuente: https://carasycaretas.org.ar/

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