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Los últimos días de Gabo, Silvina Friera

Un libro refleja los últimos días de Gabriel García Márquez con su compañera de vida: «Gabo y Mercedes: una despedida» es una crónica íntima del cineasta y guionista sobre la última etapa del escritor colombiano más importante del siglo XX y de su esposa, con la que convivió durante más de 50 años. La pérdida de la memoria y la enfermedad atraviesan este libro que exhibe, de todos modos, una apreciable cuota de humor. 

“Su corazón se detuvo”, dice la enfermera en la casa del barrio de San Ángel (México). En esa casa, donde vivía desde 1961, Gabriel García Márquez escribió Cien años de soledad. “Gabo” estaba ahí cuando lo llamaron de Estocolmo para anunciarle que había ganado el Premio Nobel de Literatura en 1982. El hijo primogénito –que se siente su “hijito” y padre de su padre a la vez– entra a la habitación ese 17 de abril de 2014. Es jueves santo. “Se ve destrozado, como si algo lo hubiera fulminado –un tren, un camión, un rayo-, algo que no le causó más heridas que arrebatarle la vida. Rodeo la cama y me acerco a él y maldigo en voz baja”, cuenta Rodrigo García en Gabo y Mercedes: una despedida (Literatura Random House), una crónica íntima sobre los últimos días del escritor colombiano más importante del siglo XX y de Mercedes Barcha, su compañera de vida, que murió en agosto de 2020.

Mercedes –-a quien Gabo llamaba “Meche”, La Madre, La Madre Santa– también entra a esa habitación y él hijo describe cómo reacciona cuando ve muerto al hombre con el que se casó en 1958 en Barranquilla (Colombia). “Mira a mi padre de arriba abajo con desapego, como si fuera su paciente. Le levanta la sábana hasta el pecho, la alisa, pone su mano sobre la de él. Mira su rostro y le acaricia la frente y por un momento es impenetrable. Luego se estremece por un instante y estalla en llanto. ‘Pobrecito, ¿verdad?’. Incluso antes que su propio dolor y tristeza, siente una profunda compasión por él. Solo la he visto llorar tres veces en toda mi vida. Esta última no dura más de unos pocos segundos, pero tiene el poder de una ráfaga de ametralladora”, revela Rodrigo (Bogotá, 1959), director de cine y televisión.

Escribir sobre la muerte del padre y la madre es tan antiguo como la escritura misma. Rodrigo escribió el libro en inglés y fue traducido al español por Marta Mesa. Como si las impresiones y los sentimientos necesitaran pasar por la prueba del tiempo transcurrido y una distancia lingüística también. Como si la muerte lo obligara a utilizar no la lengua natal, sino la lengua adquirida. Como si la muerte, al menos para él, debiera ser narrada en otra lengua. Esta crónica final no está saturada de adjetivaciones fúnebres; el estilo es más bien directo, sin excesos lingüísticos ni desmesuras. Demasiado triste es la muerte, ese duro hueso de roer, como para imprimirle a la escritura un tono dramático. Más bien hay momentos donde lo narrado se vuelve cómico. Rodrigo trabaja la crónica de una manera sutil, en el sentido de que convierte a sus padres en personajes: el escritor de 87 años extraviado en el limbo por la demencia senil. Su madre, en cambio, es una mujer que ha sobrevivido dos veces al cáncer; una heroína doméstica desgarrada por un dolor que nunca termina de explotar.

¿Dónde empieza el final? En marzo de 2014 “Gabo” se resfrió. No comía y no quería levantarse. Estaba apático y ya no era el mismo, desde la mirada de Mercedes. “De esta no salimos”, pronosticó ella. Quizá hubiera querido equivocarse. Pero no. El escritor colombiano fue internado por una neumonía y aunque respondió bien al tratamiento las imágenes de la tomografía presentaban unas zonas sospechosas en el pulmón y el hígado, compatibles con tumores malignos. Las zonas en cuestión eran de difícil acceso. En vez de someterlo a la invasión criminal de una biopsia, optaron por lo que le recomendó un oncólogo amigo de García Márquez: que lo llevaran a casa y lo mantuvieran lo más cómodo posible, en ese modo de vida que transcurría estrictamente en el presente, “sin la carga del pasado, libre de expectativas sobre el futuro”.

Ver cómo alguien pierde la memoria es asistir a la desintegración progresiva de una identidad; un terremoto donde no quedan ni las ruinas de los recuerdos. Rodrigo repasa los meses difíciles en que su padre recordaba a su esposa de toda la vida, pero cuando la tenía a Mercedes enfrente decía que ella era una impostora: “¿Por qué está aquí esta mujer dando órdenes y manejando la casa si no es nada mía?”. Con sus dos hijos –Rodrigo y su hermano menor, Gonzalo– sucedía algo similar; los miraba larga y detenidamente, con una desinhibida curiosidad. “¿Quiénes son esas personas en la habitación de al lado?”, le preguntaba a la empleada de servicio. Cuando ella respondía “sus hijos”, Gabo le retrucaba: “¿De verdad? ¿Esos hombres? Carajo. Es increíble”. La risa amortigua la devastación. El autor de Crónica de una muerte anunciada supo que la memoria se le esfumaba. Al principio se quejaba: “Trabajo con mi memoria. La memoria es mi herramienta y mi materia prima. No puedo trabajar sin ella, ayúdenme”. Esa angustia inicial fue cediendo por la ironía misma de una evidencia que el propio escritor sintetizó: “Estoy perdiendo la memoria, pero por suerte se me olvida que la estoy perdiendo”.
Rodrigo traza un pequeño inventario de la pérdida de la memoria de “el hijo del telegrafista de Aracataca” en uno de los capítulos del libro. “Esta no es mi casa. Me quiero ir a la casa. A la de mi papá. Tengo una cama junto a la de él”, dijo el escritor colombiano en una ocasión. El hijo explica que su padre no se refería a su padre sino a su abuelo, el coronel que inspiró al coronel Aureliano Buendía, con quien vivió hasta que tuvo ocho años y quien fuera el hombre más influyente en su vida. “Gabo” dormía en un colchoncito en el piso junto a su cama. Nunca volvieron a verse después de 1935. “Una tarde, un médico joven –jefe de internos del hospital, hijo de padre colombiano- pasa a saludarlo. Le pregunta a mi padre cómo se siente y la repuesta es ‘jodido’. La enfermera informa en su largo resumen que mi padre tiene la piel irritada y que ‘le han estado cuidando sus genitales’ aplicando crema en la zona. Mi padre escucha y pone cara de terror. Pero sonríe y su expresión no miente; está bromeando. Luego, para ser claro, agrega: ‘quiere decir mis huevos’. Todos se mueren de risa. Tal parece que su sentido del humor ha sobrevivido a la demencia”, plantea el hijo.

A pesar de su naturaleza sociable, Rodrigo advierte que su padre era una persona “bastante discreta, incluso introvertida”, que siempre sospechó de la fama y el éxito literario. A García Márquez le gustaba repetir que Tolstói, Proust y Borges nunca ganaron el premio Nobel de Literatura, ni tampoco tres de sus escritores favoritos: Virginia Woolf, Juan Rulfo y Graham Greene. Entre sus amores literarios menos conocidos estaba Thornton Wilder. Los idus de marzo estuvo en su mesa de noche por algo así como la mitad de su vida, según confirma su hijo. El éxito no era algo que hubiera conseguido sino algo que le había sucedido. Aunque no releía sus libros por temor a encontrarlos “deficientes”, decidió releerlos cuando su memoria se estaba desvaneciendo. Lo que avergüenza de los padres emerge en el libro cuando Rodrigo bucea en el anecdotario de momentos compartidos. “Durante su estancia en París, una tarde visitó a una mujer y trató de alargar la visita hasta que lo invitaran a comer, porque estaba sin un peso y no había comido en días. Luego de que eso fallara, hurgó en su basura al salir y comió de lo que encontró. (A mis quince años, les contó esto a otros frente a mí y me sentí tan avergonzado como se puede sentir un adolescente de su padre)”.

Rodrigo es “hijito” de su padre y también es padre de su padre ante esta crónica de una muerte anunciada. Ese hijitopadre observa los cambios que suceden en ese cuerpo que se consume y apaga. “A la luz de la mañana, parece otra persona, un austero hermano gemelo de rasgos demacrados y piel traslúcida al que no conozco tan bien. Me siento diferente en relación con ese sujeto. Distante. Tal vez ese sea el propósito de la transformación, facilitar la separación, tal como una simple mirada a un recién nacido activa instantáneamente los sentimientos de apego”. Su secretaría solía poner largas compilaciones de vallenato –su género musical preferido- y “Gabo” se sentaba en su estudio “felizmente atrapado en un túnel del tiempo”. Los últimos días las enfermeras ponían vallenatos a todo volumen. “Inundan la casa. Algunos los compuso su compadre Rafael Escalona. En ese contexto me parecen evocadores. Me devuelven al pasado de su vida como nada más podría hacerlo, y viajo a través de ella y regreso al presente, donde suenan como una postrera canción de cuna”, subraya el director de las películas Cosas que diría con solo mirarla, Nueve vidas y Madres e hijas.

Del vallenato a Elton John, la música consigue unir aquellas partes que se presumen como opuestas. Rodrigo estaba viendo un concierto de Elton John en el que interpretaba sus mejores canciones solo al piano. “Gabo”, que tenía una vaga idea de él, se sentó junto a su hijo y lo vio fascinado. “Carajo, este tipo es un bolerista increíble”, ponderó el escritor colombiano. “Era típico de él referirse a algo en relación a su propia cultura. Nunca lo intimidaron las referencias eurocéntricas que eran tan comunes en todas partes –aclara Rodrigo-. Sabía que el arte verdadero podía florecer en un edificio de apartamentos en Kioto o en un condado rural de Mississippi, y tenía la firme convicción de que cualquier rincón remoto y desvencijado de Latinoamérica o del Caribe podía representar la experiencia humana de manera poderosa”.

El hijo no le teme a una extraña coincidencia que se teje entre literatura y vida. Úrsula Iguarán, uno de los personajes más famosos de Cien años de soledad, también murió un jueves santo: “Amaneció muerta el jueves santo (…) La enterraron en una cajita que era apenas más grande que la canastilla en que fue llevado Aureliano, y muy poca gente asistió al entierro, en parte porque no eran muchos quienes se acordaban de ella, y en parte porque ese mediodía hubo tanto calor que los pájaros desorientados se estrellaban como perdigones contra las paredes y rompían las mallas metálicas de las ventanas para morirse en los dormitorios”. La misma mañana en que murió “Gabo” apareció un pájaro muerto dentro de la casa. El ave entró volando al comedor sala, que antes había sido una terraza, se desorientó, se estrelló contra el vidrio y cayó muerta en el sofá, en el mismo sitio donde el escritor colombiano solía sentarse.

A “Gabo” lo maquillaron sutilmente, lo peinaron, le recortaron el bigote y las cejas indomables. La costumbre de preparar a los muertos perturbaba al escritor colombiano, como todo lo que tenía que ver con las prácticas fúnebres. Nunca asistió a un funeral y lo fundamentaba: “No me gusta enterrar a mis amigos”. Los empleados de la funeraria aplaudieron para despedirlo. “El cuerpo viaja hasta que solo se alcanzan a ver la cabeza y los hombros, y luego algo sale mal y se atasca. Uno de los empleados de la funeraria se acerca, rápida y eficientemente, como si fuera algo frecuente, lo empuja de los hombros con firmeza hasta que el cuerpo se vuelve a mover y finalmente es devorado. Las puertas cierran tras él. La imagen del cuerpo de mi padre entrando al horno crematorio es alucinante y anestésica. Es a la vez grávida y sin sentido. Lo único que puedo sentir con algo de certeza en ese momento es que él no está allí en absoluto. Sigue siendo la imagen más indescifrable de mi vida”, confiesa Rodrigo.

El humor se hereda también. Cuando su hermano llevó a la casa la urna con las cenizas de Gabo, a Rodrigo se le ocurrió una idea: que sus hijas y sobrinos posaran para una foto con la urna. Accedieron con algo de vergüenza y esforzándose por no reírse. “¿Qué más se puede hacer sino reírse ante la idea del abuelo reducido a kilo y medio de ceniza?”, reconoce el hijo mayor en Gabo y Mercedes: una despedida. El 21 de abril de 2014, el día en que homenajearon al autor de El otoño del patriarca en el Palacio de Bellas Artes, Rodrigo descubrió un arcoíris pequeño y perfecto que se formó sobre el respaldo de la silla de su padre. No lo menciona, pero el presidente mexicano que habló en el Palacio de Bellas Artes fue Enrique Peña Nieto, que se refirió a Mercedes como “la viuda”. A ella no le gustó nada ese término y hasta amenazó con decirle al primer periodista que se le cruzara por el camino que planeaba casarse tan pronto como fuera posible: “Yo no soy la viuda. Yo soy yo”, precisó Mercedes.

La pandemia no le permitió a Rodrigo viajar para acompañar a su madre, cuando murió en agosto de 2020. La vio por última vez con vida en la pantalla resquebrajada de su celular y después, cinco minutos más tarde, cuando ya había muerto. Como sugiere Rodrigo la muerte de los padres “es como mirar a través de un telescopio una noche y ya no encontrar un planeta que siempre estuvo allí”. Con ellos se desvanece una serie de costumbres, hábitos y rituales. Pero los ecos de “Gabo” y Mercedes perdura

Rodrigo García, director de cine y guionista, fue responsable de capítulos de algunas series como Los sopranoSix Feet Under y la primera temporada de la versión estadounidense de En terapia. Aunque vive en Santa Mónica (California, Estados Unidos), en estos días está filmando en Argentina la serie Santa Evita, que dirige junto a Alejandro Maci, protagonizada por Natalia Oreiro, Darío Grandinetti, Diego Velázquez y Francesc Orella (Merlí), que interpreta al doctor Pedro Ara, quien embalsamó el cuerpo de Evita. La serie será emitida por la plataforma Disney +. García también está trabajando en dos proyectos audiovisuales basados en libros de su padre: Cien años de soledad Noticia de un secuestro. La célebre novela de Gabriel García Márquez será una película, realizada por Netflix en español, que está siendo adaptada por el portorriqueño José Rivera. Noticia de un secuestro tiene el formato de una miniserie de siete capítulos y se está filmando en Colombia para Amazon Prime.

Fuente: www.pagina12.com.ar

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