La conquista del yo, Hermann Hesse

Hermann Karl Hesse (CalwReino de WurtembergImperio alemán1877Montagnolacantón del TesinoSuiza1962) fue un escritorpoetanovelista y pintor alemán, naturalizado suizo en 1924. De su obra de cuarenta volúmenes -entre novelas, relatos, poemarios y meditaciones- se han vendido más de 30 millones de ejemplares, de los cuales solo una quinta parte corresponde a ediciones en alemán. Además, publicó títulos de autores, antiguos y modernos, así como monografías, antologías y varias revistas. Editó también casi 3000 recensiones. A esta obra se suma una copiosa correspondencia: al menos 35.000 respuestas a cartas de lectores, y su actividad pictórica: centenares de acuarelas de sesgo expresionista e intenso cromatismo. Según el biógrafo Volker Michels «nos enfrentamos con una obra que, por su copiosidad, su personalidad y su vasta influencia, no tiene paralelo en la historia de la cultura del siglo XX». Hasta el centenario de su nacimiento, se habían escrito más de 200 tesis doctorales, unos 5000 artículos y 50 libros sobre su vida. Para dicha fecha, era también el europeo más leído en Estados Unidos y Japón, y sus libros traducidos a más de 40 idiomas, sin contar dialectos hindúes. Recibió el Premio Nobel de Literatura en 1946, como reconocimiento a su trayectoria literaria.

En 1919 Hermann Hesse redactó su breve y fundamental escrito Obstinación, un ensayo en el que plasmó sus ideas más importantes al respecto de la labor del artista y del imperativo antropológico de seguir la propia vocación, de ser fiel a sí mismo. La obstinación (Eigensinn) es, a su juicio, la virtud central, gracias a la que la energía y el valor de hacer frente a los propios miedos, a las desavenencias a las que nos expone nuestra biografía, nos hace conocer nuestra auténtica fuerza interior, y con ella, el camino a andar. De un modo muy similar al que ya practicara Nietzsche, Hesse asegura que “obediencia” y “virtud” se han convertido, peligrosamente, en términos intercambiables. Sin embargo, el que “es obstinado obedece a otra ley, a una sola, absolutamente sagrada, a la ley que lleva en sí mismo, al ‘propio sentido’”.

El imperativo de seguir las convenciones sociales, lo estipulado, la ley positiva, ha creado un continente paralelo y, sobre todo, condenado, abyecto y maldito, al que suelen arrojarse los comportamientos catalogados como irracionales, desubicados o alocados. Sin embargo, Hesse observaba en esta ambición por clasificar las acciones humanas un ahínco por impedir el desarrollo de un pensamiento crítico, de una reflexión sana y visceral (natural) sobre la realidad. Las mediaciones (el Estado, la religión, la ley, el grupo social, etc.), en definitiva, causan la desorientación del “propio sentido”, y nos invita, a través del personaje Joseph Knecht (El juego de los abalorios), a perseverar: “¡Hay que superarse!”. De ahí la constante necesidad de trascender la realidad, un aguijón que Hesse sintió en lo más íntimo desde muy joven, cuando su carácter y educación le inclinaron hacia la poesía: “A los trece años estaba decidido a ser poeta o nada”. Demian, una de sus obras más emblemáticas, escrita tras vivir los horrores de la Primera Guerra Mundial, comienza de este modo:

La vida de cada hombre es un camino hacia sí mismo, el intento de un camino, el esbozo de un sendero. Ningún hombre ha llegado a ser él mismo por completo; sin embargo, cada cual aspira a llegar, los unos a ciegas, los otros con más luz, cada cual como puede. […] Unos no llegan nunca a ser hombres […]. Pero todos son una proyección de la naturaleza hacia el hombre.

Alianza Demian

Somos mucho más que individuos aislados: no podemos, asegura Hesse, ser borrados del mapa por una bala de fusil. Si así fuera, no tendría sentido contar historias, nuestras historias, las de personas particulares y singulares que luchan por llegar a ser quienes son. Un aspecto que hermana al autor alemán con Miguel de Unamuno: la importancia otorgada a la eternidad del individuo. Así, leemos en las primeras páginas de Demian (existe una bellísima edición ilustrada en Alianza Editorial), que cada ser humano es “el punto único y especial, en todo caso importante y curioso, donde, una vez y nunca más, se cruzan los fenómenos del mundo de una manera singular. Por eso la historia de cada hombre, mientras viva y cumpla la voluntad de la naturaleza, es admirable y digna de atención”.

Poco después de exponer su “doctrina moral” en Obstinación y de redactar Demian, Hesse publica en 1920 El último verano de Klingsor, novela corta de marcado tinte autobiográfico, en la que un pintor hace frente a los últimos momentos de su existencia. Es conocida la afición de Hesse por la pintura, disciplina que cultivó durante toda su vida (fue un apasionado de la acuarela), lo que hace de la historia de Klingsor un trasunto de su propia experiencia frente al lienzo. El personaje recuerda y sintetiza a otros de Hesse: la dulzura de Knulp (vagabundo poeta y soñador), Peter Camenzind (amante de la naturaleza), pero también Harry Haller (en la dureza de los juicios y el cuestionamiento continuo de la realidad circundante).

Klingsor es un artista mujeriego y aficionado a la bebida que no quiere dar un no por respuesta a sus tendencias naturales. Recordemos el lema que encabeza Demian: “Quería tan sólo intentar vivir lo que tendía a brotar espontáneamente de mí. ¿Por qué había de ser tan difícil?”. Como el lector podrá comprobar, Hesse no sólo describe, sino que se nutre de perennes y abismales contradicciones que dan alimento a sus historias: esa naturaleza, ese impulso primigenio (vocación, obstinación), es siempre refrenada por costumbres, usos y maneras que coartan la propia libertad. En este sentido, toda la obra de Hesse, y particularmente El último verano de Klingsor, no es más que una continua lucha por la obtención de esa tan deseada como esquiva y doliente libertad. Tanto Hesse como su personaje anhelan englobar y celebrar la realidad en su pluriforme presencia y manifiestación. Como apunta Hesse por boca de Klingsor:

Cuando vemos lo espiritual como sucedáneo ocasional de la sensualidad que nos falta, estamos sobrevalorando la sensualidad. Pero la sensualidad no vale un pelo más que el espíritu, ni lo contrario. Es lo mismo, todo es igual de bueno. Es lo mismo si abrazas a una mujer que si escribes un poema. Si lo principal es el amor, el ardor y el conmoverse, entonces da igual si eres monje en el monte Athos o un golfo en París.

El último verano de Klingsor

Klingsor representa la lucha personal de Hesse a lo largo de toda su carrera por obtener un reconocimiento no ya como escritor, sino como alguien que pone por delante de todo la adquisición y desarrollo de su vocación. El pintor de esta íntima nouvelle vive acechado por continuos interrogantes que llenan su corazón de ansiedad y le hacen pensar que no existe –ni jamás existirá– un punto culminante en su biografía. Sin embargo, Klingsor no duda en entregarse fervientemente a su pasión, la pintura, mientras la compagina con el amor que profesa a diversas mujeres y sumerge sus penas en vino.

En este relato damos con los puntos centrales del pensamiento artístico y vital de Hesse, aunque uno de ellos sobresale: hay que celebrar la vida a sabiendas de que somos seres finitos, de que el el ocaso llegará. Como apunta Klingsor poéticamente: “El mundo era una pompa de jabón, era una ópera, era un absurdo gozoso”. Tanto Hesse como su personaje quieren aceptar la vida tal y como es, con su luz y su oscuridad, con su placer y su dolor. Sólo así surgirá el encuentro con el Todo, con la Realidad: sólo así seremos libres.

¡No llames a ningún sentimiento indigno ni pequeño! Todos son muy buenos, incluso el odio, también la envidia, y también los celos, así como la crueldad. No vivimos más que de nuestros pobres sentimientos, bellos y maravillosos. Y todo aquel sentimiento con el que somos injustos es una estrella que apagamos.

Fuente: Carlos Javier González Serrano para https://elvuelodelalechuza.com

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