Pese a que en la política española la equidistancia es una palabra maldita que genera granizadas de insultos de ambos bandos, lo cierto es que no se puede vivir sin ejercerla cada día, cosa que realizan incluso los más fanáticos. El trigo del pan que comes lo habrá sembrado, tal vez, un labrador de extrema derecha, lo habrá segado un jornalero de extrema izquierda, lo habrá molido un molinero socialista, lo habrá amasado un panadero integrista y lo habrá distribuido en su furgoneta un empleado anarquista. El hecho de que a la hora de tomarte la tostada del desayuno nada de esto te importe, demuestra en la práctica tu equidistancia política.
Pedís mesa en un famoso restaurante cuyo dueño además de votar a Vox ofrece un lenguado exquisito, pero entre los pinches de cocina, que lo han elaborado, sin duda, los hay de todos los colores, razas, países y lenguas, cuyas ideologías contrarias van a bajar con el lenguado a tu estómago, que deberá asimilarlas a todas por igual. Las ideas políticas no son comestibles, pero solo si eres un equidistante podrás gozar en este caso de una buena digestión. Hasta el radical más fanático, ante el hecho aciago de tener que pasar por el quirófano para un trasplante, si es de extrema derecha no le importará que el hígado proceda de un comunista o de un inmigrante sin papeles; y si es de extrema izquierda aceptará de buen grado el riñón, aunque el donante sea de un acérrimo franquista. La equidistancia es una ley de geometría que desarrolló Euclides, principio de la armonía que mantiene en pie cualquier construcción.
Sin la equidistancia entre sus distintas fuerzas la cúpula del hemiciclo del Congreso se desplomaría sobre las cabezas de los diputados y aplastaría por igual a los de derechas y de izquierdas. El resultado sería un montón de escombros, no muy diferente de lo que es realmente la actual política española.
Fuente: www.elpais.com