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Así en la tierra como en el cielo, Carlos A. Mutto

PARÍS. Los últimos 50 años, desde que el hombre llegó a la Luna, fueron momentos de silenciosa, pero intensa, exaltación científica. Las próximas cinco décadas, en cambio, serán un período de grandes progresos tecnológicos, inversiones descomunales, audaces expediciones y descubrimientos fascinantes. Pero, las grandes potencias –cegadas por una febril competencia geoestratégica– pueden arrastrar el mundo hasta el borde de una desatinada guerra sin fronteras.

Ahora, medio siglo después de la epopeya del Apolo XI, las rivalidades de los terrestres tienen, por primera vez en la historia, el potencial para extenderse al cosmos con el riesgo de precipitar una confrontación apocalíptica. La conquista del espacio, junto con la competencia tecnológica, serán –de lejos– los componentes geoestratégicos claves de las próximas décadas. El nuevo escenario de rivalidad se desarrollará en planos simultáneos, algunos de ellos simbólicos y otros que no disimulan las intenciones de conquista de nuevos territorios políticos.

Ese fenómeno es posible por la reducción de costos y la irrupción del sector privado. Desde el primer lanzamiento norteamericano, en 1958, la exploración espacial estuvo monopolizada por la agencia gubernamental NASA y el Pentágono. Pero en 2009 se admitió la participación privada, que en la última década alcanzó un ritmo de inversión de 2000 millones de dólares anuales, cifra que representa 15% de la factura espacial total. SpaceX, la empresa de cohetes de Elon Musk –que ahora está valorada en 33.000 millones de dólares–, efectuó 21 lanzamientos de satélites el año pasado. Su principal rival, Jeff Bezos, el fundador de Amazon, busca inversores para financiar el costo operativo de su empresa espacial Blue Origin. A su vez, Virgin Galactic, creada por el millonario británico Richard Branson, debe salir este año a bolsa con una valoración de 1500 millones de dólares.

Además de los capitales y las nuevas ideas que aportó el sector privado, el Estado ahorró unos 4000 millones de dólares. Por un costo 10 veces menor del precio habitual, la NASA confió a SpaceX el reabastecimiento de la Estación Espacial Internacional (ISS).

Con el reciente lanzamiento del 24 de abril, Musk impuso su cohete Falcon 9 y la cápsula Crew Dragon –ambos reutilizables– como el único medio que poseen los humanos de Occidente para acceder a la ISS. En la actualidad, SpaceX es la única empresa que controla el ciclo completo de fabricación de motores, lanzamiento modulable, regreso a la atmósfera, control de las trayectorias, aterrizaje suave y –entre dos misiones– reacondicionamiento en tiempo récord del segmento reutilizable. La última experiencia le permitió demostrar que era posible rentabilizar un programa que estaba seriamente comprometido por sus costos siderales y, en consecuencia, abrió en forma definitiva las puertas del espacio a la industria privada.

Los verdaderos problemas comenzarán con la saturación del espacio con constelaciones de minisatélites de transmisión de internet, que permitirán cubrir todo el planeta con banda ancha sin cortes y con una latencia ínfima. Musk es el más activo en esa órbita baja, una franja ubicada entre 450 y 1300 km de la Tierra. Al ritmo de 120 artefactos por mes, colocó 1300 de los 42.000 satélites previstos para su constelación Starlink, que ya firmó un acuerdo con Microsoft para alimentar su cloud Azur. Su business plan, revelado por el diario The Wall Street Journal, prevé que –gracias a los diversos contratos de defensa que tiene con el Pentágono y la CIA– sus ingresos asciendan a 25.600 millones de dólares en 2025 contra un costo operativo (lanzamientos) de 5000 millones. Por su parte, el consorcio anglo-indio OneWeb ya lanzó los primeros 110 de los 648 satélites de su constelación, y la empresa Kuipper, de Jeff Bezos, obtuvo las autorizaciones necesarias para que sus cohetes Blue Origin coloquen 3326 artefactos en el espacio antes de 2029. China –que logró el acuerdo para lanzar 13.000 satélites–, así como la Agencia Espacial Europea (ESA) y varias empresas privadas como Virgin, Facebook o SoftBank, no quieren quedar fuera de esa carrera que definirá, por un tiempo, el futuro del mercado mundial de comunicaciones.

Sentarse a esa mesa de colosos requiere una inversión inicial de 2000 a 10.000 millones de dólares, pero el negocio ofrece perspectivas inciertas porque las comunicaciones por satélite equivalen, por el momento, a menos del 1% del transporte mundial de data. Esa cifra representa apenas 6000 millones de dólares sobre un volumen total de 800.000 millones anuales. El 99% restante transita por la red de 450 cables submarinos, que tiene una extensión de 1,3 millones de km (32 veces la circunferencia de la Tierra). Ese es el negocio que los nuevos exploradores del espacio esperan trasladar del planeta al cielo. La explosión del tráfico de internet, que se multiplicó por siete en los últimos cinco años, alcanzará volúmenes siderales con la generalización de la nueva tecnología 5G de telefonía móvil. Ese mercado crecerá 7,1% en los próximos seis años hasta llegar a 37.800 millones de dólares en 2027, según una proyección del grupo Grand View Research. El total de la industria de telecomunicaciones totalizará 1,5 billones de dólares en 2029, cuando comiencen a operar las grandes constelaciones de microsatélites, según una estimación de IbisWorld. La saturación de la órbita baja, provocada por los racimos de satélites de comunicaciones, aumentará los riesgos de colisiones e incidentes militares graves (explicados en esta misma columna el 27 de noviembre de 2020).

Para Musk, su actual agitación representa solo el primer peldaño para lanzarse a la colonización de la Luna y convertirla en base de tránsito para preparar las tecnologías que servirán para el desembarco humano en el planeta rojo. Para lograr su ambición debe competir con ocho países que ya lanzaron sondas que orbitan o se posaron en Marte (cuatro de la NASA, dos de Europa y las tres restantes de la India, Emiratos Árabes y China). “Musk quiere quedar en los libros como el Cristóbal Colón de Marte. Su megalomanía lo llevó a pensar que, si no llega primero, habrá fracasado en la vida”, explica Luc Mary, autor de una biografía titulada El hombre que inventa nuestro futuro.

El programa chino, que en los últimos tres años lanzó más cohetes al espacio que cualquier otra potencia, realizó un gesto fuerte al hacer rodar dos robots y plantar una bandera sobre la Luna como primer paso para llevar una tripulación a la Luna en 2035. El 10 de febrero envió otro mensaje geopolítico significativo al posar la sonda Tianwen-1 sobre Marte, que comenzó a enviar fotos y bajó un rover para cartografiar la zona prevista para un posible aterrizaje en 2035. El resultado preliminar confirma su nivel tecnológico en materia espacial: en su primer intento, igualó todos los progresos que Estados Unidos acumuló en sus diferentes misiones desde los años 1960.

Mientras las cancillerías debaten la conveniencia de crear un sistema de leyes que gobierne los cielos, el objetivo de los principales actores estatales de la rivalidad espacial consiste en mostrar su nivel tecnológico e implantar banderas u otros signos de “soberanía” para extender los límites de sus ambiciones terrestres. Esas proyecciones de potencia espacial –según Paul Szymanski, especialista del Strategic Studies Quarterly– son claros mensajes que deben ser interpretados con la gramática de la geopolítica terrestre, pero encierran graves riesgos de conflicto.ß

Fuente: Carlos A. Mutto, especialista en inteligencia económica y periodista, para www.lanacion.com.ar

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