Antón Pávlovich Chéjov (Taganrog, 1860 greg.-Badenweiler, Baden (Imperio alemán) 1904 greg.) fue un escritor y médico ruso. Encuadrable en la corriente más psicológica del realismo y el naturalismo, fue un maestro del relato corto, considerado uno de los más importantes autores de este género en la historia de la literatura. Como dramaturgo, se inscribe en el naturalismo, aunque con ciertos toques de simbolismo. Sus piezas teatrales más conocidas son La gaviota (1896), Tío Vania (1897), Las tres hermanas (1901) y El jardín de los cerezos (1904). En ellas idea una nueva técnica dramática que él llamó «de acción indirecta», fundada en la insistencia en los detalles de caracterización e interacción entre los personajes más que el argumento o la acción directa, de forma que en sus obras muchos acontecimientos dramáticos importantes tienen lugar fuera de la escena y lo que se deja sin decir muchas veces es más importante que lo que los personajes dicen y expresan realmente. Chéjov compaginó su carrera literaria con la medicina; en una de sus cartas, escribió al respecto: “La medicina es mi esposa legal; la literatura, solo mi amante”.
¿Por qué hablar de dos aspectos tan humanamente centrales en la vida de cualquier persona como el dolor y la piedad en la obra de Antón Chéjov (1860-1904)? En su literatura podemos encontrar algunas características eminentemente filosóficas que le convierten en un autor del todo interesante. Frente a Dostoievski o Tolstoi, por ejemplo, Chéjov suele ser erróneamente considerado un autor afilosófico, más un narrador que un filósofo, y desde luego esto es así si nos atenemos a la vertiente meramente literaria de sus obras, desarrollada en lo fundamental a través de cuentos y obras de teatro. Sin embargo, el género elegido por nuestro autor no resulta indiferente. Frente a la tradición de la gran novelística en la que se inserta y de la que procede, Chéjov se decanta de forma deliberada por lo breve.
Si por algo se caracteriza el camino artístico de Chéjov es por su decidida voluntad de hacer literatura de una determinada manera, alejada de la tradición de sus predecesores; un camino caracterizado por la brevedad y la simplicidad en el discurso, la acción y las escenas. En Chéjov se produce una maravillosa concentración, relacionada (y aquí damos con el primer atisbo filosófico de su obra) con una remisión a la subjetividad, al yo del autor y del lector, como podemos ver en sus abundantes cartas y escritos autobiográficos. Él mismo dejó escrito que “La subjetividad es algo terrible“, pues “uno no debe ponerse a escribir más que cuando se nota más frío que el hielo”. Aunque… ¿es eso posible?
En la escritura, así como en la lectura, el yo se enfrenta a sí mismo como si de un espejo se tratara. Esta subjetividad remite pues a una fenomenología anímica, a un “encontrarse” (en terminología heideggeriana). El yo siempre se dispone ante las cosas afectivamente, y este estado no es, para quien lo experimenta, irrelevante. En una palabra: la indiferencia resulta del todo imposible. El escritor se convierte, así, en una suerte de escrutador, en un mago fenomenológico que, a base de describir lo externo, acaba por horadar en y hacia lo más íntimo. Lo oculto se hace patente, para Chéjov, en esta concentración que observamos en todas sus obras. Lo que se busca, incluso en las escenas más insultantemente cotidianas, es el núcleo más hondo de lo humano, el Urgrund primigenio que da origen y sentido a todo.
Desoyendo los cánones más arraigados de la Poética aristotélica, Chéjov no sólo anuncia una renovación en las formas y en la extensión de lo literario, sino también y sobre todo en el contenido, en el qué de la acción. Si recordamos las palabras de Aristóteles, “el elemento más importante de todos es la trama de los hechos; pues la tragedia es imitación no de personas, sino de acción y de vida, y la felicidad y la infelicidad están en la acción […]. De ahí que no actúen para imitar los caracteres, sino que revisten los caracteres gracias a las acciones” (Poética, VI). Por su parte, en Chéjov la acción pasa a un segundo plano, interesa más la forma dramática, la disposición literaria y anímica que lo que los personajes llevan a cabo. Más el fondo que la acción, más la hondura de las propias acciones que las acciones en sí mismas. Una acción carece de sentido si no es impulsada por aquel Urgrund primigenio. En definitiva, la obra literaria debe convertirse en un laboratorio experimental de la vida, donde no se busca tanto la narración de lo que se hace como investigar las razones por las que se hace lo que se hace.
En su breve novela Mi vida: relato de un hombre de provincias (1896) asistimos al doble andamiaje literario que practica Chéjov, al que añadiremos un tercero. En primer lugar, la mencionada brevedad frente a la extensión. Se da una concentración que siempre se asocia a los estados anímicos del protagonista. Es la acción la que gira en torno al dáimon o carácter de éste, y no al revés. En segundo lugar, frente a la prolijidad en los detalles y largas descripciones, Chéjov pone su atención, muy a lo Baroja, en el modo en que la realidad se presenta de una u otra forma en función de los pensamientos y convicciones del protagonista. Hay, en este sentido, una llamada a la libertad, que sin embargo se ve eclipsada permanente y violentamente por un duro y palpable determinismo.
Miraos bien y fijaos en la vida inútil y triste que lleváis. Lo más importante es que la gente se dé cuenta de esto. Y cuando lo entiendan seguro que construirán otra vida, una vida mejor […]. Yo no lo veré, pero lo sé, será una vida completamente nueva.
¿Dónde están estos héroes, se pregunta Chéjov, dónde hay alguien capaz de enfrentarse a las circunstancias y salir victorioso de ellas? En el fondo, siempre se da el esquema del eadem, sed aliter (lo mismo, pero de distinta manera): los avatares históricos se repiten sin cesar en una cadena peligrosamente circular y acaso eterna. Lo esférico, como ya dijo Schopenhauer, es la figura en la que se desenvuelve la naturaleza. Así, Chéjov escribe en Las tres hermanas (II):
Después de nosotros se volará en globo, las chaquetas cambiarán de forma, quizá se descubra el sexto sentido y lo desarrollen, pero la vida seguirá siendo la misma, difícil, llena de misterios y feliz. Y dentro de mil años el hombre suspirará, como ahora: “¡Ah, qué penoso es vivir!”, y al mismo tiempo, exactamente como ahora, tendrá miedo a la muerte y no la querrá. […] La vida no cambia, siempre es la misma.
En tercer lugar, tales datos literarios y hermenéuticos van a parar a una determinada concepción antropológica que toma la forma de una revolución en contra de Tolstoi. Si para éste el hombre se redime a través del trabajo (incluso del sufrimiento, de la asunción de las propias penas), y la auténtica moralidad acaba por imponerse en el corazón del hombre, para Chéjov, al contrario, todo esto no es más que pura ilusión. En una de las cartas enviadas a su editor, escribe Chéjov que “la moral de Tolstoi ha dejado de influenciarme”, y más aún, en un texto bellísimo:
Escriba usted un relato de cómo un joven, hijo de un siervo, que ha trabajado en una tienda, que ha cantado en el coro de una iglesia, estudiante en un instituto y en la universidad, educado en el respeto a los grandes títulos, enseñado a besar la mano a los sacerdotes, a someterse a las ideas de los demás, a dar las gracias por cada pedazo de pan, apaleado muchas veces, obligado a ir a la escuela sin chanclos, cómo este joven, después de tantos sufrimientos, elimina gota a gota el esclavo que lleva dentro, y cómo un buen día comprueba que por sus venas ya no corre sangre de esclavo, sino sangre de verdad, sangre humana.
Así, en el hombre, y más concretamente en el trabajador angustiado por sus condiciones de vida, existe una definitiva escisión de base que le impide recomponerse de una sola pieza; su yo se convierte en un auténtico infierno, en un puzle imposible de rehacer o, más incluso, que ya hecho se siente inconcluso, falto de piezas. De ahí la furibunda crítica que Chéjov lleva a cabo sobre la idea de progreso: el capitalismo, más que incipiente en su época, imposibilita que el ser humano sea redimido de su condena social, que se une a la existencial o antropológica.
Yo expuse la siguiente idea: haría falta que los fuertes no esclavizasen a los débiles, que una minoría no fuese un parásito para la mayoría, o una bomba que le succionase crónicamente sus mejores jugos; es decir, haría falta que todos sin excepción -fuertes y débiles, ricos y pobres- participasen en la misma medida y cada cual por sí mismo en la lucha por la existencia.
La existencia del hombre está marcada a fuego, por tanto, por la imposibilidad del retroceso (para reconducir el pasado) y de la antelación (lo impreciso del porvenir). Lo fundamental en Chéjov es la conciencia de lo limítrofe: el hombre es el ser del límite, de ahí la necesidad de concentración, de iluminación del yo mediante la brevedad. Chéjov trata de dar con este límite, de exponerlo e incluso asediarlo. Sus personajes no son grandes por lo que son, sino por la conciencia de sí que poseen. “Nada pasa” (es decir, eadem, sed aliter, eterna repetición de lo mismo), pero a la vez, “todo pasa”, como nuestro protagonista asegura: “Todo pasa, y pasará también la vida; por tanto, nada hace falta. O hace falta sólo tener conciencia de la libertad, porque cuando el hombre es libre no necesita nada, nada, nada”.
La libertad queda traducida en un desvelamiento o descubrimiento radical del sí mismo, que choca de manera constante contra una realidad que recuerda mucho al en-sí de Sartre, a la molicie inamovible frente a la que la propia libertad nada puede hacer (pensemos en los cuadros de parajes helados de Caspar-David Friedrich). Ante este hecho, sólo resulta posible huir hacia “lo maravilloso”, hacia el arte. Chéjov se centra en pequeñas miniaturas de la vida donde notamos que ésta “pasa”. Pero a pesar de la nihilidad de tales momentos, de su fugacidad, a la vez cada uno de ellos va dejando un rastro, una huella que se traduce en recuerdo y, a la postre, en emociones que poder evocar. Es por eso que uno de los únicos alivios que le es dado al hombre en su vida es la piedad, la conmiseración con sus semejantes. Chéjov desnuda el alma humana a fuerza de desterrar de sus creaciones a la acción, en pos de una disección del presente, único lugar en el que puede encontrarse la eternidad.
De todo lo dicho se desgaja, además, una descarnada denuncia social. Por mucho que haya sabios e intelectuales que hablen de la miseria humana, mientras sean sólo unos pocos los que detenten el poder, no existirá solución. Como apunta Nabokov, los relatos de Chéjov nunca acaban al finalizar la historia: mientras los personajes sigan vivos, no hay conclusión posible. De alguna manera, muy al hilo de lo sostenido por Philipp Mainländer, la redención sólo es posible con el fin de la vida, con la muerte.
Frente a lo ingrato de la existencia, tanto Chéjov como sus personajes buscan consuelo en la naturaleza, en un guiño intempestivo hacia Rousseau. La naturaleza ofrece todo lo contrario del bullicio de la ciudad, del ruido mundanal. Hemos de encontrar una serenidad o contención ante la perpetua agitación de los asuntos humanos. Aunque, también como sucede en Schopenhauer, Chéjov asegurar que el tedio es el otro polo, igualmente nefasto -junto al dolor y el sufrimiento-, de la vida humana. De nuevo la libertad se da de bruces consigo misma: estar arrojados a la vida implica aceptar la dinámica a la que ésta nos expone, que, paradójicamente, se traduce en la obligación de vivir. No en vano el Chéjov más maduro no dejará de buscar la esperanza (tanto en sus obras como en su propia biografía).
A su juicio, la felicidad del hombre se debate en esta sempiterna lucha entre la aparente libertad y el más férreo determinismo, y por eso se convierte en una constante aspiración que nunca obtiene su objeto de deseo. Incluso en los relatos más claros, menos tenebrosos, señala Chéjov nuestros más hondos temores y asegura que la existencia se desdobla irremediablemente en dos estratos: uno aparente, donde todo pasa y nada permanece, y otro real, donde anida lo oculto, el sentido, lo que se esconde. Sólo resta aquella ansiada serenidad: “En esa constancia, en esa total indiferencia a la vida y la muerte de cada hombre, reside, quizá, la prueba de nuestra salvación eterna, del movimiento ininterrumpido de la vida sobre la tierra, de un perfeccionamiento constante” (“La dama del perrito”).
Chéjov se encuentra muy cerca del poeta Novalis: es en las catacumbas del yo donde se fraguan nuestros deseos y ambiciones, es en la oscura noche donde (si existen) encontramos el bien y el mal. Sin embargo, aunque la existencia se base en el secreto, en lo subterráneo, es necesario actuar en el mundo, salir a la palestra, en un gesto del todo arendtiano. De nuevo la libertad encuentra nuevos cercos a su desenvolvimiento: en esta ocasión, el cerco social, el de los convencionalismos y la pragmática kantiana. Es por eso que Chéjov, aunque reconozca la “maravilla” del arte, le exige en cambio que muestre sin temor la realidad tal como es, escapando de la mentira y el embuste en los que caen numerosos artistas.
Una faceta comprometida que Chéjov se tomó muy en serio: el escritor debe ser un observador tan sincero como incansable de la realidad, y más que examinarla ha de exponerla. Una actitud casi científica que le viene dada a nuestro protagonista por su formación médica. Tanto la medicina como la literatura desnudan al hombre y le arrebatan todas sus caretas, mostrándole tal como es en su más pura indefensión.
En definitiva, Chéjov intenta poner orden allí donde todo parece remitir al caos. En una de sus cartas explica que todo está hecho “de horrores, preocupaciones y mediocridades que cabalgan unos tras otros”. La pregunta de Chéjov a sus lectores es, pues, la de si es posible imprimir cierta racionalidad, cierto orden, a tan pérfido e inerme panorama. En “Terror”, de 1892, observamos tales características en todo su esplendor: la incomprensión sobre cómo funciona el mundo se convierte en la auténtica y verdadera angustia, en el abismo inescrutable:
-Nos parece terrible lo que no comprendemos. -Y ¿acaso nuestra vida es comprensible? Dígame: ¿entiende usted mejor la vida que el mundo del más allá? […] Nuestra vida y el mundo del más allá son igualmente incomprensibles y terribles […]. [L]e aseguro que nada de eso me parecía más terrible que la realidad. Las apariciones son horribles, ni que decir tiene, pero la vida no lo es menos.
También en “Las grosellas”, de 1898, Chéjov conjuga la desigualdad social con una suerte de intrahistoria unamuniana que siempre nos habla de una eterna escisión: los sometidos y quienes someten:
Mis pensamientos sobre la felicidad humana siempre han estado mezclados con elementos de tristeza y ahora, al ver a una persona dichosa, me dominó una sensación penosa, próxima a la desesperación. […] Fïjense ustedes en esta vida: el descaro y la ociosidad de los fuertes, la ignorancia y la bestialidad de los débiles; y por todas partes una pobreza insoportable, apreturas, degeneración, embriaguez, hipocresía, mentiras… Entretanto en todas las casas y calles reinan el silencio y la calma; de los cincuenta mil habitante de una ciudad, no hay uno solo que grite, que se indigne en voz alta. Vemos a los que van al mercado, comen de día, duermen de noche, a los que dicen naderías, se casan, envejecen, llevan tranquilamente a sus muertos al cementerio; pero no vemos ni oímos a los que sufren y lo más terrible de la vida sucede entre bastidores. Todo está en calma y en silencio, sólo protesta la muda estadística: tantos locos, tantos cubos de vodka bebidos, tantos niños muertos de hambre… Probablemente ese orden es necesario; probablemente las personas felices se sienten bien sólo porque los desdichados llevan su carga en silencio; sin ese silencio, la felicidad sería imposible. Es una hipnosis colectiva. Detrás de la puerta de toda persona satisfecha y feliz debería haber alguien con un martillo que le recordara en todo momento con sus golpes que hay personas desdichadas, que, por muy feliz que uno sea, la vida le enseñará sus garras más tarde o más temprano, que le sobrevendrá alguna desgracia –enfermedad, pobreza, pérdida– y que nadie lo verá ni lo irá, de la misma manera que él ahora no ve ni oye a los otros. Pero el hombre del martillo no existe, el individuo feliz vive libre de cuidados, las menudas preocupaciones de la vida le agitan tan poco como el viento los álamos, y toda va a las mil maravillas. […] Apelan ustedes al orden natural de las cosas, a la ley de los acontecimientos, pero ¿existen un orden y una ley que obliguen a un hombre vivo y pensante como yo a quedarse quieto delante de una zanja, esperando a que se cierre por sí misma o se cubra de cieno, cuando tal vez podría saltar por encima o tender un puente?
En una suerte de vuelco rousseauniano, Chéjov piensa que lo maravilloso deja de serlo cuando lo humano se interpone entre el hombre y la naturaleza. La simplicidad de la naturaleza no soporta ni se aviene al mundo artificioso de los hombres, siempre resguardados tras sus máscaras. Por eso, y de ahí, el impulso afilosófico de Chéjov, mal interpretado por los especialistas. El autor ruso asegura que los escritores no son quienes han de ocuparse de resolver las grandes cuestiones metafísicas. El artista no debe ser nunca un juez, sino un testigo imparcial (aunque por eso mismo debe contarlo todo sin tapujos). Además, si el artista cobra consciencia de algo, es de que el mundo, por entero, es incomprensible. Así leemos en una de sus cartas fechada en 1888 que “Sólo los imbéciles y los charlatanes comprenden y lo saben todo”.
A causa de esta incomprensión, Chéjov siempre permaneció independiente en términos políticos. El deber del escritor no es el de acusar ni mucho menos el de perseguir, sino el de exponer la realidad tal y como se presenta. Una tarea que, a su vez, encierra una tenebrosa faceta, como explica en el Acto II de La gaviota: el escritor emplea su vida en esa mostración, en la manifestación de la vida, mas en tal mostración se da, a la vez, el absurdo de la vida. Y es que, al igual que explica Virginia Woolf en su relato “La velada”, el lenguaje se convierte a menudo en una red por la que escapan los más importantes detalles. Además, como apuntaría Unamuno, el lenguaje puede traicionarnos. Así, escribe Chéjov en “Enemigos”:
Una frase, por muy hermosa y profunda que sea, sólo surte efecto en personas indiferentes, pero no siempre puede satisfacer al hombre feliz o desdichado; por esa razón, la mayoría de las veces la expresión más sublime de felicidad o desdicha consiste en el silencio; los enamorados se comprenden mejor cuando callan y un discurso arrebatado y apasionado, pronunciado al pie de una tumba, sólo conmueve a los extraños, mientras a la viuda y a los hijos del difunto se les antoja frío e intrascendente.
Por eso, recordamos, la importancia de la concentración, de la condensación y de la escasa prolijidad de datos que Chéjov pone sobre la mesa en sus creaciones. La vida transcurre por sí misma y no es necesario adulterarla ni aderezarla. La impronta filosófica de los relatos de Chéjov no está, pues, en la acción, sino en lo que ésta connota. El tiempo se nos escapa, como arena entre las manos, y la vida consiste en ese mismo transcurrir, tan etéreo pero tan real. Chéjov captura ese tránsito existencial en momentos puntuales, como si la densidad y la hondura de la vida que se nos arrebata se esculpiera en puntos determinados del tiempo, de la vida, perfectamente delimitables. Mas este “punto” puede ser cualquiera, pues lo fundamental en Chéjov es la ausencia de toda salida a la fuerza de la vida: nos vemos obligados a vivir. En nuestra existencia, así como en los cuentos de Chéjov, no hay desenlaces posibles. Él es, como ningún otro, el retratista de lo trágico en las pequeñas cosas.
La felicidad en Chéjov siempre se encuentra bien en el paso del tiempo -cuando éste marcha indolente-, en el pasado idealizado o en un mundo trascendente. No existe posible redención, o al menos no existe redención definitiva, pues la existencia misma carece de lógica (sólo la que, con el fin de subsistir, erigimos nosotros mismos). En conclusión: en Chéjov la vida nos vive, somos vividos, y en ella el dolor y el hastío parecen los motores que constituyen su movimiento. Sólo cabe una posible vía: la esperanza en el descanso. Como leemos en El tío Vania, IV:
¿Qué hacer? ¡Hay que vivir! Nosotros, tío Vania, seguiremos viviendo. Viviremos una larga serie de días, veladas interminables; soportaremos pacientemente las pruebas que nos envíe el destino; continuaremos trabajando para los otros, hoy y cuando seamos viejos, sin descanso; cuando nos llegue la hora, moriremos resignados y más allá de la tumba diremos que hemos sufrido, que hemos llorado, que la vida nos ha sido muy amarga. Dios se compadecerá de nosotros y entonces, tío, mi querido tío, veremos una vida luminosa, bella, encantadora; entonces nos sentiremos contentos, miraremos nuestras desdichas de hoy con una sonrisa emocionada y descansaremos. Yo creo, tío, yo creo ardiente, apasionadamente… […] ¡Descansaremos! Oiremos a los ángeles, veremos el cielo cubierto de diamantes, veremos cómo todo el mal de la tierra, todos nuestros sufrimientos, quedan ahogados en la misericordia que llenará el universo, y nuestra vida será tranquila, tierna, dulce como una caricia.
Fuente: Carlos Javier González Serrano para https://elvuelodelalechuza.com