El bel canto es un término musical italiano, que hace referencia al arte y a la técnica vocal. Se originó hacia finales del siglo XVI y alcanzó su florecimiento en los inicios del siglo XIX durante la era de la ópera. El bel Canto se caracteriza por enfocarse en la perfecta uniformidad de la voz, en un registro superior y en un timbre sonoro dulce y muy particular; enfatizando la técnica y el volumen en perfecta armonía. Este estilo ha sido famosamente relacionado con un ejercicio que demuestra su sinopsis en un cantante sosteniendo una vela encendida cerca de su boca y elevando la voz sin que la llama se agite ni altere.
Con la llegada de María Callas cambió la suerte del bel canto. Callas, con su talento vocal, educada por una virtuosa belcantista le dio nuevos aires a heroínas que para muchos eran poco creíbles o ridículas. Formado en la tradición del bel canto, entre los tenores, Luciano Pavarotti fue indiscutidamente quien dio lugar a un verdadero renacimiento del estilo que se extiende hasta nuestros días. Fue uno de los pocos cantantes de ópera que logro ejecutar esta nota con gran perfección en 1972 en el Metropolitan Opera House de New York con el aria “Ah!, mes a mis” de “La hija del regimiento” de Donizetti, donde ejecutó nueve do de pecho sucesivamente, siendo considerado como un prodigio y mereciendo la tapa del New York Time.
Para Herbert von Karajan, el afamado director de la Filarmónica de Berlín, Luciano Pavarotti fue uno de esos cantantes que aparecen muy cada tanto. No dudó en calificarlo como el “dueño de la voz del siglo, con un don que aparecen sólo cada cien años”, afirmó.
Luciano Pavarotti -junto a Enrico Caruso, Aureliano Pertile, Beniamino Gigli, Tito Schipa y Plácido Domingo, por citar algunos de los más famosos-, fue uno de máximo tenores del siglo XX y el que enalteció y revivió el bel canto. El gran Luciano recorrió buena parte del mundo y tuve la felicidad de escucharlo cantar en distintos escenarios y participar a su lado de una mesa, que se llevó a cabo en el hotel Alvear de Buenos Aires y luego de entrevistarlo en Roma. No sin emoción, lo evoco como un hombre sencillo, amable carismático y de una genuina humildad; más bien tímido, con mucho de niño, siempre predispuesto al diálogo con los que se acercaban para saludarlo. Es más, estar cerca de él nunca dejaba de ser motivo para entablar una animada conversación. Tenía familiares en la provincia de Santa Fe que visitó en su primera visita. “Amo l’Argentina dove ho anche radici da parte di mía mama. La tua gente è meravigliosa”, (Amo a la Argentina donde también tengo raíces por parte de mi madre. Su gente es maravillosa), enfatizó. Al gran Luciano, le interesaba todo y se interesaba por todos. Fue también un humanista y un mecenas.
Mi amigo, el periodista Roland Truffaut, contaba que coincidió con él en un avión donde le tocó en suerte sentarse a su lado, y que la conversación del tenor, que lo aterraban los viajes aéreos, no le permitió cerrar un ojo durante el vuelo de Nueva York a Roma. “Nunca lo imaginé tan conversador y divertido. Ante mi asombro, me tendió la mano y me dijo quién era. Como si yo no lo supiera; a partir de esa presentación no paro de hablar. Era un auténtico “monello”, como le dicen los italianos a las personas que hacen bromas, ríen y critican a más no poder. Esa actitud burlona alcanzó de pronto a una azafata, que le pareció excedida de nariz y luego le hizo una broma al comandante, que lo fue a saludar, porque era de baja estatura. “Menos mal que este piloto no se dedicó a jugar al basketball; para poner la pelota en el aro le hubieran debido facilitarle una silla o una escalera”, sonrió en el oído de Roland.
En 1996, en una memorable visita a la Argentina, la señora Amalia Lacroze de Fortabat realizó en su casa un coctel en su homenaje. Luciano, devoto de las artes plásticas, elogió una obra de Chagall que colgaba de una pared. Y la señora Fortabat, en un gesto de sorprendente y generoso desprendimiento, lo descolgó, lo hizo envolver y se lo obsequió. Fue la frutilla de la noche; el invitado no quería aceptarlo, pero la decisión se cumplió inexorablemente y Luciano se fue de esa reunión con la obra debajo del brazo.
Antes, en su primera visita, el tenor ofreció, en diciembre de 1991, un concierto histórico en la Avenida 9 de Julio al que asistí como invitado; otro tanto me sucedió en Roma donde lo pude ver con mis hijas Paula y Patricia en el Teatro dell’Opera, donde hizo un recital acompañado por una orquesta dirigida por otro grande del bel canto, su talentoso colega Plácido Domingo. No fue todo, tres días después, en las termas de Caracala, cantó junto a Plácido y José Carreras. Sobre el escenario los tres tenores rebozaban de gozo mientras obraban prodigios con sus voces, a la vez que se divertían como niños.
Nacido en las afueras de Módena en 1935, Luciano Pavarotti, está considerado uno de los mejores tenores de toda la historia, sino el mejor. Su padre, panadero y tenor aficionado, fue quien le transmitió su amor hacia el canto lírico. Aunque Luciano hablaba con cariño de su infancia, la realidad es que pasó muchas penurias; le tocó vivir los crueles años de la guerra. Pertenecía a una familia con escasos recursos económicos donde sus cuatro miembros se apiñaban en dos limitados cuartos. “Mi padre tenía una exquisita voz de tenor, pero rechazó la posibilidad de dedicarse a la carrera de cantante debido a sus nervios y a la obligación por delante de mantener a los suyos”, recordaba. La Segunda Guerra Mundial forzó a la familia a salir de la ciudad y al año siguiente se trasladaron al campo, donde el joven Luciano desarrolló cierto interés por la agricultura.
No había cumplido los diez años cuando empezó a cantar con su padre en el coro de una pequeña iglesia local. En esa primera juventud también tomó algunas clases de canto. Pero su interés mayor estaba puesto en el fútbol y su sueño era convertirse en un gran guardameta. “Eran los años de la ‘araña negra’, así se lo apodaba a Lev Ivanovich Yashin, que fue el mejor arquero de todos los tiempos -se emocionaba al afirmarlo-. Mi mayor ilusión, era ser como él. Yashin se movía tan rápido que parecía tener ocho brazos para atajar el balón”. Eso no pudo ser y felizmente que no fue. El bel canto se hubiera perdido a uno de sus máximos exponentes.
En el campo lírico su ídolo era el tenor Giuseppe Di Stefano, y también estaba profundamente deslumbrado por Mario Lanza. “Solía ver varias veces las películas de Mario y cuando regresaba a mi casa lo imitaba ante el espejo”. Se graduó en aquellos difíciles años en la Scuola Magistrale y se enfrentó al dilema de la elección de una carrera. Su destino, secretamente, él lo imaginaba en el fútbol, aunque su madre logró convencerlo para que se formara como maestro de primera enseñanza. Ya graduado, impartió clases en una escuelita de la campiña durante dos años; sin embargo, finalmente permitió que su interés en la música ganara. Reconociendo el riesgo de esa decisión, aunque de mala gana, su padre dio su consentimiento. “En el fondo él quería que yo también fuera panadero y me ganara la vida con ese oficio; no me veía como cantante lírico”.
Así, a la edad de 19 años Luciano empezó sus estudios musicales con un respetado maestro y tenor profesional, vecino a la panadería de su padre, que se ofreció para enseñarle sin remuneración. Según el director Richard Bonynge, Pavarotti nunca aprendió a leer música. En cambio, su segunda esposa, Nicoletta Mantovani, afirma que leía partituras con toda facilidad. Una conjetura vana, sin duda.
En 1955 experimentó su primer éxito como cantante cuando era miembro del Corale Rossini, un coro de voces masculinas de Módena que también incluía a su padre. Luciano ganó el primer premio en el Eisteddfod Internacional de Llangollen, en Gales. Más tarde dijo que esta fue la experiencia más importante de su vida y que lo decidió a convertirse en cantante profesional. En esta época, Pavarotti conoció a Adua Veroni, con la que se casó en 1961 y tuvieron cinco hijas.
Durante esos años de formación musical, Pavarotti tuvo trabajos de medio tiempo para mantenerse, primero como maestro de escuela primaria y luego como vendedor de seguros; eso sí, sin olvidarse del fútbol. “Aunque mi ilusión de ser guardameta se había evaporado, siempre fui un fanático del Modena Football Club y, cuando podía iba al estadio a hacer fuerza por mi equipo”. Los primeros seis años de estudio dieron como resultado solo algunos recitales, todos en ciudades pequeñas y, por supuesto, sin remuneración. “Pero de pronto, como una maldición, un nódulo se desarrolló en mis cuerdas vocales, causándole un concierto”, recordaba abriendo grande los ojos. Fue tan así que decidió dejar de cantar y volver a la panadería familiar y a su honrosa profesión de maestro. Por fortuna mejoró pronto. El nódulo no sólo desapareció sino que para suerte de todos le permitió seguir cantando.
Sin embargo, su carrera como tenor no fue fácil. Después de cantar en los teatros de ópera regionales más pequeños de Italia, donde la competencia era mucha, en abril de 1961, hizo su debut como Rodolfo en La bohème en el Romolo Valli Municipa Theatre, de Reggio Emilia, en el norte de Italia. Fue un verdadero e inesperado triunfo. Eso lo llevó a su primera aparición internacional, donde cantó en Belgrado La traviata. Un año después debutó en la Ópera Estatal de Viena en el mismo papel. En marzo y abril de 1963, la ciudad de Viena pudo escuchar a Pavarotti de nuevo como Rodolfo y como duque de Mantua en Rigoletto. El mismo año dio su primer concierto fuera de Italia cantando en Dundalk, Irlanda, para la Sociedad de Gramófonos de Santa Cecilia, y se sumó el debut en la Royal Opera House, donde reemplazó a su admirado Giuseppe Di Stefano como Rodolfo.
Esos primeros papeles no lo impulsaron inmediatamente al estrellato que más tarde disfrutaría. “Un golpe de suerte o la mano de Dios -diría él-. Me llevaron sorpresivamente ante la sublime Joan Sutherland y su esposo, Richard Bonynge, que era su productor. Ellos habían estado buscando a un joven tenor más alto que ella para que la acompañara en su viaje a Australia y mi altura, y creo que mi voz también, eran ideales”. Ambos hicieron unas cuarenta actuaciones en dos meses, y Pavarotti más tarde le reconoció el mérito a Sutherland por la técnica de respiración que lo sostendría durante su carrera. “Joan fue una autentica maestra para mí”, reconocería.
Fue contratado entonces para presentarse en los Estados Unidos donde la Gran Ópera de Florida, hacia febrero de 1965, lo disfrutó en Lucia di Lammermoor, de Donizetti, El tenor programado para actuar esa noche enfermó sin un suplente. Cuando Sutherland viajaba con él de gira, ella recomendó al joven Pavarotti, ya que él conocía bien el papel. “Fue mi primer gran éxito total; de la mañana a la noche empecé a ser famoso”, exclamaba.
Esto hizo que el 28 de abril de 1965, Pavarotti hiciera su debut en La Scala de Milán en el renacimiento de la famosa producción de Franco Zeffirelli La bohème, con su amiga de la infancia Mirella Freni como Mimi y Herbert von Karajan dirigiendo la orquesta. Después de una extensa gira por Australia, regresó a La Scala, donde interpretó a Tebaldo en I Capuleti e i Montecchi el 26 de marzo de 1966, con Giacomo Aragall como Romeo.
Obtuvo otro gran triunfo en Roma el 20 de noviembre de 1969 cuando cantó I Lombardi junto a Renata Scotto. Esto se grabó en un sello privado y se distribuyó ampliamente, al igual que varias grabaciones de I Capuleti e i Montecchi, generalmente con Aragall. Las primeras grabaciones comerciales incluyeron un recital de Donizetti (el aria de Don Sebastián, rey de Portugal, fue particularmente destacada) junto las arias de Verdi, así como L’elisir d’amore en compañía de Joan Sutherland.
Su mayor éxito en los Estados Unidos se produjo el 17 de febrero de 1972, en una producción de La fille du régiment en la Ópera Metropolitana de Nueva York, en la que llevó a la multitud a un frenesí con sus “nueve do agudo sin esfuerzo en el aria”. Logrado tan impecablemente que batió un récord de diecisiete subidas de telón. Casó único en la historia del canto lírico.
Un año después, Pavarotti ejecutó su debut internacional en el William Jewell College en Liberty, Misuri, como parte del programa de Bellas Artes de la universidad, ahora conocido como Harriman-Jewell Series. Transpirando debido a los nervios y el frío persistente, el tenor apretó un pañuelo durante todo el debut. Eso se convirtió en algo habitual en las interpretaciones posteriores en solitario de Luciano.
Tampoco demoró en ofrecer presentaciones televisivas con frecuencia, empezando con sus actuaciones como Rodolfo en La bohème. La primera transmisión en vivo desde el Met en marzo de 1977, que atrajo a una de las audiencias más grandes de una ópera televisada. Su éxito fue constante y ganó muchos premios Grammy y discos de platino y oro por sus actuaciones. Además de los títulos mencionados anteriormente, hay que destacar La favorite con Fiorenza Cossotto e I puritani con la Sutherland.
En 1976, Pavarotti debutó en el Festival de Salzburgo, apareciendo en un recital como solista el 31 de julio, acompañado por el pianista Leone Magiera. Pavarotti regresó al festival en 1978 con otro histórico recital y como el Cantante Italiano de Der Rosenkavalier hacia 1983 con Idomeneo, y tanto en 1985 como en 1988 con recitales en múltiples escenarios; en estos casos siempre como solista.
En 1979 apareció en un artículo de portada en la revista semanal Time. Ese mismo año, Pavarotti regresó a la Ópera Estatal de Viena después de una ausencia de catorce años y bajo la dirección de Herbert von Karajan, Pavarotti cantó como Manrico en Il trovatore. En 1980 reapareció en otro recital en el Live from Lincoln Center. Justicieramente, los éxitos se sumaban.
No se puede pasar por alto su acercamiento a la música popular. Pavarotti grabó duetos con Eros Ramazzotti, Sting, Andrea Bocelli, Celine Dion, Liza Minnelli, Elton John, Tracy Chapman, Frank Sinatra, Michael Jackson, Barry White, e inéditamente con el brasileño Caetano Veloso, la argentina Mercedes Sosa y el grupo de rock irlandés U2. Lamentablemente nunca se concretó un dueto con Sarah Brightman, aunque siempre fue deseado por los ambos.
“Tras conocerle puedo decir que me enamoré de Luciano -en el más bello de los sentidos- de su alma grande, del corazón tan generoso que tenía. Los enfermos de SIDA en África, los niños de Bosnia, las personas mayores sin medios, él trató de ayudarlos a todos”, dijo Monserrat Caballé tras la muerte del tenor.
En febrero de 2006, Pavarotti cantó Nessun dorma en la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de Invierno de 2006 en Turín. Fue su actuación final. En el último acto de la ceremonia de apertura, su actuación recibió la ovación más larga y ruidosa de la noche por toda una multitud internacional.
Luciano Pavarotti, enorme lumbrera del bel canto, hombre bueno y noble, se unió a los más el 6 de septiembre de 2007 a los 71 años de edad a causa de un cáncer de páncreas. Su desaparición física dejó al mundo de la lírica sin el más importante de sus intérpretes y a Italia huérfana de uno de sus más reconocidos embajadores de la cultura. Para nuestra dicha, en sus registros fílmicos, a través de varios documentales, lo seguimos teniendo cerca y nos sigue deslumbrando con su voz incomparable y su grandiosa humanidad. Yo lo evoco sonriente como un genial y gigantesco muchacho, siempre asombrado, devoto y agradecido de la vida que le tocó vivir en este misterioso Universo.
Fuente: Roberto Alifano para https://www.elimparcial.es/noticia/237267/opinion/el-genial-y-amable-luciano-pavarotti-lumbrera-del-bel-canto.html