miércoles, mayo 1, 2024
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El tiempo en el arte, Roberto Alifano

“¿Qué es el tiempo?”, se pregunta en sus Confesiones Agustín, el Santo de Hipona. “Si nadie me pide que lo revele, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé. Lo que sí digo sin vacilación es que sé que si nada pasase no habría tiempo pasado; y si nada sucediese, no habría tiempo futuro; y si nada existiese, no habría tiempo presente”. Bajo el mismo concepto, pero más contundente, Plotino, el autor de las Enéadas y fundador del neoplatonismo, consideraba el tiempo como “el ahora” que nos abarca, el aei on, (lo que no fue ni será, sino que sólo es). Para el severo don Francisco de Quevedo, era “el enemigo que mata huyendo”; en tanto que para el romántico Boileau, el tiempo representa un flujo de sucesos, una sucesión inaprensible: Le moment où je parle est déjà loin de moi (el momento que hablo ya está lejos de mí).

La sola mención de la palabra tiempo en un sentido existencial nos sigue inquietando y hasta preocupando. El tiempo también somos nosotros y dentro de ese devenir nos transformamos y somos arrasados. Sabemos que la expresión proviene del latín tempus, y se define “como la duración de las cosas que se encuentran sujetas al cambio”. Para Hegel y otros pensadores no sólo es el gran misterio, sino el problema esencial de la filosofía. Sin embargo, su significado varía según la disciplina que lo aborda. Desde la Física es posible definir el tiempo como la separación de los acontecimientos que son sometidos al cambio. De esta manera los acontecimientos son organizados en secuencias, permitiendo determinar el futuro, el presente y el pasado.

Lo cierto es que desde los antiguos griegos, atravesando por pensadores de todas las épocas y bajo una concepción aristotélica, esta noción se encuentra relacionada con el movimiento, con el continuum spatium temporis. Es por ello que se lo define, además, como la medida del movimiento con relación a lo precedido y lo sucedido. En la teoría de Kant se entiende el tiempo como una forma de intuir lo acontecido; virtud que le pertenece exclusivamente al hombre. Dentro de esta concepción, el tiempo no se relaciona con el movimiento ni con lo externo de la persona, sino como algo interior o íntimo, que permite organizar las experiencias individuales.

Agreguemos que desde el primer hombre, pasando por todos los grandes metafísicos, nadie ha permanecido indiferente al tiempo. Actualmente existen otras posturas que a la hora de definirlo utilizan diversas corrientes, como el existencialismo o el historicismo, que lo toman como una conformación de dos temporalidades, una externa y otra interna. Algunos estudiosos, desde un punto de vista puramente ético y religioso, definen al tiempo como la esencia humana.

En fin, la discusión sigue en pie y es tan vieja como apasionante, y acaso nunca concluya, como la propia historia del hombre, que aún no tiene respuesta. No obstante, más de un crítico y los buenos reflexivos se siguen preguntando si debe corresponderse el tiempo del arte con el tiempo de nuestra realidad; las contestaciones, por supuesto, son múltiples y variadas. Pero el interés que nos ocupa se da bajo otros puntos de vista. Empecemos por la literatura. Uno de sus más notables artífices, el glorioso William Shakespeare, según su propia metáfora, confió en un reloj de arena las obras desarrolladas durante siglos, que avanzan desde Homero hasta Christopher Marlowe y Ben Jonson, sus contemporáneos.

Al hablar del tiempo en la literatura, invariablemente debemos mencionar al Ulysses de Joyce; aunque en otra dirección, no se puede soslayar la gran novela de Marcel Proust, A la recherche du temps perdu (En busca del tiempo perdido), escrita en siete partes entre 1908 y 1922. El iconoclasta Proust fue uno de los últimos en manejar el tiempo lineal, analizando y describiendo con su luminosa memoria el devenir de las cosas, los recuerdos más remotos, las primeras sensaciones, los olores y sabores de la infancia. En esas exquisitas evocaciones todo tiene un renacer casi permanente.

James Joyce, en cambio, deja a veces la memoria por el camino y se interna en cada átomo de su caótica psiquis describiendo un mundo simultáneo, menos lógico que conformista. Alguna vez definió su postulación en la citada frase de Plotino, el aei on (lo que no fue ni será, sino que sólo es); vale decir, “no hay pasado ni futuro, todo es un eterno presente”. Concepto esencial para Joyce, que transforma el tiempo en el otro protagonista de sus arrolladoras y a veces intrincadas páginas.

Con su A la recherche du temps perdu, como han observado los críticos, Proust brindó un testimonio opuesto al utilizado por el irlandés para consumar su célebre Ulysses, considerado como uno de los libros más revolucionario del siglo XX. En ese volumen se registró un cambio fundamental en el arte de la literatura, derivado de un distinto manejo del tiempo, que en su devenir es el otro protagonista. Allí, en más de quinientas páginas que se suceden en la novela, todo ocurre en solamente veinticuatro horas de la vida de los personajes centrales, los complejos Stephen Dedalus, Leopold Bloom y Molly.

También contemporáneas del Ulysses, son otras dos grandes novelas: Azar, de Joseph Conrad, que inaugura otro método de narrar, acaso con una intensidad más atrapante que la Joyce, y The sound and the fury (El sonido y la furia), de William Faulkner, cuyo primer capítulo corresponde al mes de abril de 1928, el segundo a junio de 1910 y el penúltimo a la víspera del primero. Dos puntos de vista distantes aunque cercanos al primero, cuyo tema es el tiempo.

Desde entonces, los escritores de todas las nacionalidades usan el tiempo de un modo casi equiparable al que hacen los niños en las escuelas con la versátil plastilina; es decir, que lo amasan, lo estiran y les dan diversas formas; digamos, ya en el campo de las pretendidas cosas concretas, que a partir del Ulysses de Joyce y de las dos novelas citadas, los escritores casi se imponen jugar con el tiempo. Ese tiempo es ahora manejable desde la escritura como algo que pertenece a los narradores o, incluso, como hubiera conjeturado Gracián, “aquel que no lo tiene, también tiene derecho a tenerlo”.

Pero volvamos a William Faulkner, que sin elaborar una teoría, con un estilo deslumbrante, abre un camino por el que transitarán luego en nuestro idioma, grandes narradores como Juan Rulfo, Gabriel García Márquez, Alejo Carpentier, Juan Carlos Onetti y Mario Vargas Llosa, entre tantos otros, que acaso no son menos paradigmáticos.

Ahora bien, pasando a otra forma del arte como la pintura, se pueden representar los efectos permanentes de un tiempo detenido en trazos y colores; pero la obra no cambia a lo largo de su concepción inicial. Lo que fue concebido por el artista permanece inmutable; un cuadro ni siquiera tiene un comienzo ni un final, es concebido y este principio podría ser el momento en el que comienza su exposición y el momento en el que termina; en tanto que en el medio, la obra se ha mantenido siempre igual. Más allá de algunas sutilezas, en dibujo, pintura y escultura, no hay un transcurrir, hay una suspensión voluntaria de las formas y los paisajes concebidos por el artista. Aunque claro, hay también formas geométricas y abstractas, que tampoco se pueden desconocer y se perpetúan por diversas razones.

En la música tenemos otro tiempo, un tiempo intrínseco que es esencial, y hace que después venga lo demás. Todos los elementos deben ser ubicados en ese espacio y una vez allí, suceden las armonías. A partir de esta situación, se van a desarrollar muchísimas posibilidades, pero el tiempo siempre va a estar en cada melodía, en cada ritmo y es probable que en cada sonido.

Pero es en el cine donde mejor se pueda jugar libremente con ese sueño de Cronos y Kairós y desplegarlo hasta la perfección. Ya en ese terreno, empecemos por mencionar The Power and the Glory (El poder y la gloria), el film de William K. Howard, basado en el ya mencionado Faulkner, con los célebres protagonistas Spencer Tracy y Colleen Moore, que en su momento deslumbraron a un Borges, empecinado espectador de cine; sobre todo por la manera de barajar el tiempo concreto que nos incluye, pues el argumento habla de un hombre poderoso, con omisión deliberada (y conmovedora) del orden cronológico. El primer cuadro es el de un entierro en 1919. El segundo presenta las mismas personas, en un lugar idéntico, pero se desarrolla en 1937. El tercero nos hace regresar al cumpleaños de su protagonista y ya en este caso los diálogos pueden ser dulces o terribles, como son las palabras; sobre todo cuando las recordamos.
A partir de ese filme, llamémosle fundacional, el cine se encargará de consumar, de abreviar o extender el pasado y el futuro con elementos afines a este arte de la fotografía en movimiento. Son innumerables, por supuesto, los argumentos que se instalan sobre la pantalla. Con mayor o menor intensidad, ya casi se han naturalizado dichos recursos, que otorga posibilidades ilimitadas al llamado séptimo arte. La mayoría de los directores se basan en estos recursos que les brindan libertad y una infinita posibilidad de desarrollar sus historias. En esta línea no podemos dejar de mencionar, también como emblema, la conmovedora y espléndida película Cinema Paradiso, de Giuseppe Tornatore, con Jacques Perrin y Philippe Noiret.

¿Quién no registra en su memoria, además, las risitas cómplices y pícaras de Charles Chaplin o de Buster Keaton, siempre con un dejo de nostálgica evocación que nos sensibiliza al entremezclar el ayer con un presente, y donde los sueños intervienen con subyugante libertad? Pero más cercanos a nuestra contemporaneidad, Carlo Saura y Woody Allen, dos grandes del cine de todas las épocas, dinamizan el tiempo en películas que ya pertenecen a la posteridad.

La prima Angélica de Saura hace que pasado y presente se fundan en la aparente confusión de un tiempo histórico que se produce en los diversos planos del filme; incluso dentro de una misma secuencia, en la que se delata la presencia de heridas de ayer en un ahora estremecedor. Dicha fusión del tiempo tiene también otras consecuencias frustrantes, como ocurre con el contrastado amor infantil de Luis y Angélica, y la relación adulta de esta prima ya casada, con una situación que hace imposible recuperar los antiguos afectos. La prima Angélica, ya una mujer madura, se brinda de un modo único, ante el doble papel de niño y adulto, logrado por el mismo actor, un hecho único, por demás original, llevado a cabo por el siempre recordado y querido José Luis López Vázquez, que ya crecido sigue representando a un niño, otorgando al filme una pureza conmovedora.

Por su parte, Woody Allen, en Medianoche en París, otro filme memorable, posterior al de Carlos Saura, imagina un viaje en el tiempo durante las próximas dos noches de sus famosos personajes traídos a la contemporaneidad. La enamorada Inés, una muchacha casi insensible al mundo del arte, no se impresiona con los bulevares y bistrós, tampoco con los célebres personajes que los frecuentan. La enigmática desaparición de Gil, su novio, hace que su padre sospeche una infidelidad y contrate a un detective privado para que lo siga, otorgando un sorpresivo dramatismo a la historia. Adriana, la otra protagonista, que aparece como recuperada de un sueño, tiene una íntima relación con Picasso y Hemingway, y eventualmente con Gil; aunque él está en conflicto con su atracción por ella, lo que hace que se expliquen los posteriores vínculos de la muchacha con Salvador Dalí, Man Ray y Luis Buñuel; pero bueno, todo se resuelve porque al ser surrealistas los nombrados no ven nada extraña esta manera de proyectarse hacia el futuro; hasta lo encuentran perfectamente normal. Si bien el pasado nos limita, el futuro puede atemorizarnos. El único lugar seguro es el presente; aunque es inasible y está en fuga permanente. ¡Ah, cosas del tiempo!

Decía Robert Louis Stevenson que el arte es un juego que debemos jugar con la seriedad con que juegan los niños. Carlos Saura y Woody Allen, niños geniales, verdaderos maestros y artífices del séptimo arte, agregan desde ópticas distintas, asombrosos y encantadores recursos a sus fabulosas historias. Ambos nos enseñan que nada se debe perder de nuestro tiempo; quizá los hubo más bellos, pero este es el nuestro y cada época tiene sus luces y sus sombras. La prima Angélica y Medianoche en París, son dos obras maestras que sacan el debido provecho de este ecuménico tiempo, que aferrado a nosotros se transfigura y proyecta en una maravillosa posibilidad estética.

Fuente: https://www.elimparcial.es

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