DÍA 59 DE LA CUARENTENA
Un hombre se tiró desnudo al mar. Ocurrió en las playas desiertas de Mar del Plata, la ciudad donde los humanos retrocedieron y los lobos de mar avanzan por la escollera que mete su largo cuello desolado sobre el oleaje helado de otoño camino hacia el Atlántico Sur. “¡Rompió la cuarentena!”, gritaron en los medios, que difundieron un video de Whatsapp tomado por una vecina que espiaba la escena desde su balcón en la costanera. Maldito transgresor. Sí. ¿Es posible indignarse? Es posible sentir envidia y tristeza. Tal vez, piedad. ¿Acaso hay un placer sensual igual al que se siente cuando el agua del mar golpea sobre el cuerpo? Cuando la espuma, el yodo, el frío sin igual del agua lame la piel. Más que indignarse campea la comprensión: fue una humanada. Un empecinamiento vital, como mirar durante veinte minutos la paciente trayectoria de una hormiga que lleva sobre sí el triple peso de una hoja minúscula en la terraza a la que se visita escapando de los cuartos hacia el sol. Porque las humanadas –no sólo la transgresión individual sino social más profunda, revolucionaria al fin– van del acto individual al colectivo. Una humanada va en busca de cierta pulsión de que todo, todo, está teñido por la amenaza de la parca a la que hay que conjurar como sea. Aun en los momentos más difíciles de un exilio, en los escondites precarios de los revolucionarios de mi generación que intentaban evitar su muerte o prisión a manos de los dictadores latinoamericanos que tenían su hora de chacales… Aun en esos momentos, lo cotidiano, cocinar unos espaguetis lentamente… Mirar la llama azulada de una estufa en ese invierno largo que impusieron. Esconder los libros prohibidos. Esperar. Esperar. El virus es definitivamente un dictador sangriento a eludir: en el cuerpo y en la cabeza. A veces, con el cansancio del bañista que corrió hacia el mar como si fuera el último acto de su humanidad apremiada. Entonces, se comprende, según contó maravillosamente el periodista Eduardo Febbro desde París, otra y otras humanadas. “Lo trascendente debe ser como el amor: si no lo andamos buscando llega solito y se ancla en el puerto de la vida. Así aparecieron ellos; solitarios, masivos, sembrados en los bancos y las veredas de París. Al principio no cabía una explicación racional para entender por qué había decenas y decenas de libros de todos los géneros que brotaban por la ciudad. Nunca estaban verdaderamente tirados sino prolijamente dispuestos sobre los bancos o en la calle, separados en pilas que hacían de improvisada clasificación por género: guías turísticas, novelas de ciencia ficción, ensayos, libros de poemas, obras técnicas, de arquitectura, varios clásicos, novelas, catálogos de exposiciones, piezas de teatro, libros en inglés y mangas”. Los parisinos abandonan sus libros para que otros los recojan. El virus es como el fanático burócrata de Fahrenheit 451. Y tiene razón el sociólogo Claudio Veliz cuando va en defensa de las humanadas. “Los actuales desvaríos del mundo pos-humano y del control psicopolítico vienen a trastocar, de un modo decisivo, ese entramado erótico, complejo y contradictorio que insistimos en designar como ‘humano’. Más allá de las (veladas o explícitas) intenciones de técnicos, programadores y promotores telemáticos, lo que se proponen interrumpir los dispositivos del neoliberalismo –con el auxilio inestimable de las tecnologías digitales y de los trucos de la percepción artificial– es la posibilidad misma del encuentro, del juego, del asombro, de la seducción…, es decir, de todas aquellas pasiones alegres que no renunciamos a traducir como irremediablemente ‘humanas’, como ‘las huellas preciosas que la praxis nacional-popular forjó para prefigurar nuestros mejores sueños de justicia y de igualdad’. ¿Podremos hacer trizas aquel ‘espejo negro’? ¿Seremos capaces de sentir en lo más hondo de nuestra humanidad desgarrada, el grito que brota de las tripas, y hacerle justicia? ¿Estaremos a tiempo de ‘pulsar el freno de emergencia’ de esta locomotora suicida? Si aún somos capaces de oír ese alarido, de percibir el espanto organizado o de experimentar angustia frente a la amputación de nuestra amorosa sensibilidad palpitante, al menos tendremos motivos para ilusionarnos.”
La transgresión del bañista solitario en Mar del Plata fue una humanada, un grito desesperado de libertad. La manera de apagar el incendio de la casa interior. El reto arriesgado y definitivo a la autoridad pero también la confesión de que el otro es ajeno. Que estamos juntos pero esencialmente solos. Y que ni todos obedecerán las reglas. Ni todos arriesgarán todo. Los porteños de Buenos Aires no se pueden tirar al río, contaminado desde hace décadas, ni pueden evitar morir en los asentamientos de la ciudad más rica de la Argentina, desde donde trepa la educada curva de contagios, tan tenida a raya por la sabia decisión del gobierno nacional de cuarentenear a rajatabla. Raya sobrepasada por la presión de los grandes burgueses, y de burgueses pequeños, que querían la apertura porque la economía lo demandaba y coso. Pero esta peste, como siempre ocurrió, lacera y discrimina por clases. No somos todos iguales. El “bichito” tiene atrincheradas, dice el joven biólogo Lucas Altman Levín, a siete mil millones de almas. Escribió, con el talante maldito de Arthur Rimbaud de su Temporada en el infierno (convengamos que el coronavirus es nuestro infierno): “Welcome to the real word: Se acabó la primavera. Se terminó el ‘estamos ganando’. Los métodos medievales para frenar la peste no logran su éxito. El virus es 10 millones de veces más chico que el poro más pequeño de sus tapabocas… Como siempre, se olvidaron del mayor grupo de riesgo, los pobres. Ahora los llaman ‘vulnerables’. Los entregaron. Como siempre el hilo se corta por lo más delgado. Si hubiese una explosión nuclear, también los más perjudicados serían los pobres, los viejos y los enfermos, no es una particularidad de COVI. Siempre imaginamos el apocalipsis como algo rápido y ruidoso. Como siempre, nos equivocamos… Parece que el fin del mundo es lento y silencioso. Nunca pensamos que la hecatombe nos iba a dar tiempo para pensar en ‘la economía’. No hay barbijo ni distanciamiento que pueda frenar a un agente infeccioso genómico, perfecto para contagiarse. Un virus respiratorio, el gran miedo de la humanidad. Los humanos necesitamos respirar y tarde o temprano respiraremos COVI. Finalmente, hagamos lo que hagamos, más tarde o más temprano, 7 de cada 10 personas nos pegaremos la peste. La nueva peste pero a la que combatimos con métodos de hace mil años. Metete en tu cueva, tratá de no pegártelo. Pero ahora está ahí, en todos lados. Mostrando su verdadera cara. Mostrándoles a los que ‘no creían’, qué clase de ‘bicho’ confina en sus cuevitas a 7 mil millones de monos. Una ‘gripe’, como si fuese algo leve, la gripe después de la viruela es el virus más mortal de este mundo. Para los que se ‘aburren’ o ‘no saben qué hacer’ hay una excelente opción, salir a mirar la cara a Godzilla, también pueden bailarle y reírsele, pero finalmente saciará su apetito insaciable de vidas humanas. Esperaban que fuese gigante, rápido y ruidoso, pero resultó que el monstruo es diminuto, paciente y silencioso ¿Qué esperaban? ¿Ganarle 10 a 0? Compañeros, agradezcan si ganamos 1 a 0, en el último minuto, con un gol con la mano. Pensamos que el mundo era nuestro. Hoy el mundo es de COVI. Nosotros volvimos a ser monitos temerosos escondidos en nuestras cuevitas. El panorama es oscuro. El futuro es incierto. Ya estamos en el baile… ¡Let’s go dancing!”.
La ira melancólica de Lucas, como sólo pueden serlo las distopías, coincide con la voz veterana del filósofo: José Pablo Feinmann acierta cuando reafirma que el mal y el bien están en constante lucha, y el campo de batalla es el corazón del hombre, dijo, citando a otro maldito: Dostoievski. ¿Tanto como Lucas descree de la condición humana? No. Sólo de la estirpe de los carroñeros del capitalismo. Después de todo, el virus viajó en primera clase desde los aviones a los aeropuertos, y hacia los barrios populares, por ejemplo. En la villa de emergencia 31 de Buenos Aires –o miseria, como le llamó Bernardo Verbitsky, o “de población vulnerable”, como le gusta decir con elegancia obscena a la derecha que gobierna–, la paciente cero fue una empleada doméstica de una mujer que llegó de Alemania, se asegura en la crónica de los contagios que se dispararon allí. Y entonces, de repente, otra vez, los números que inundan las crónicas periodísticas –obsesivamente, casi morbosamente– ya no importan sino cuánto tardará la vacuna, y más específicamente interesa pensar (y pelear) qué mundo nos dejará la ola arrasadora de la pandemia. Porque los buitres del mundo planean sobre nuestros cadáveres, diría Rimbaud, y sobre nuestros destinos. Se trata del capitalismo financiero. Siempre se trata de ellos. El consultor Alfredo Mansilla, director de Celag, tuiteó: “No todos pierden en tiempos de pandemia. Los llamados milmillonarios de Estados Unidos aumentaron su riqueza en 282.000 millones de dólares en sólo 23 días (18/03 hasta 10/04)”. Ni que hablar de los gauchos de la Hiloux en esta patria: se fugaron, durante los poquísimos cuatro años que duró la presidencia de la increíble testa bruta Macri, la friolera de 86 mil millones de dólares, aseguró el Banco Central de la atribulada y acosada por los fondos buitre Argentina. Y algo más, los informes indican que junto con sus amigos del alma y funcionarios ad hoc se repartieron por millones de dólares las mejores tierras de la ciudad que gobiernan todavía y que asola la peste en sus barriadas populares a las que durante trece años fueron incapaces de dotar de infraestructura para que tuvieran, en estos días fatales, agua corriente. Porque, como dijo el periodista argentino Sergio Kiernan, para analizar la catástrofe del prócer macrista, mister Donald Trump en los Estados Unidos que lleva casi 90 mil muertes y un millón de infestados, “las vidas son negras, el dinero es blanco”. Y en la Argentina –con menos muertos (328) e infectados (7.190) al promediar mayo 2020– sigue el debate sobre qué hacer con el saqueo macrista, no sólo por la impunidad de sus jugadores, sino por la pesada herencia de una deuda externa impagable y la resistencia expresada por sus testaferros mediáticos y fondos de inversión buitre y el coro de idiotas cacerolos. Tal vez (otra vez) el filósofo Feinmann tiene razón cuando asegura que rumbo al Match Point del capitalismo no es la pandemia la que viene para crear un nuevo mundo, sino a destruir este que es injusto y se destruirá a sí mismo con pestes o una guerra nuclear en su empecinada carrera hacia la liquidación de lo humano. Y que en nuestro caso depende de la negociación sobre el pago de la deuda externa pero, sobre todo, de la potencia de la política para cambiar el curso del capitalismo argentino.
Porque las cartas están sobre la mesa del tablero de la timba mundial y de la vida de los argentinos aplastados por la deuda externa. La caída del PBI de la Argentina para 2020, antes de la irrupción del coronavirus, estaba estimada en un 1 por ciento. Hay proyecciones que indican que la caída podría llegar al 7 por ciento. El ministro de Economía, Martín Guzmán, prevé un 3,1 por ciento de déficit fiscal primario para este año. La Argentina ofrece pagar el 2,33 por ciento, mientras que en los países centrales hablan de tasas del cero por ciento o incluso negativas. La Argentina no está proponiendo sólo correr los plazos sino crear las condiciones para crecer y generar los recursos para poder afrontar la deuda. Como contó Magdalena Rúa, entre lo fondos de inversión que dominan el mundo está BlackRock, “constituido como el actor más influyente en la integración de las redes globales de capital. Considerando las 205 empresas más grandes del mundo, BlackRock posee una participación significativa directa en casi un tercio de las empresas de la muestra y una participación significativa de forma indirecta en el 45 por ciento de estas. A junio de 2019, los activos bajo administración de BlackRock arrojaban 6,84 billones de dólares lo que duplica el PBI de Alemania de 2019 y equivale a alrededor de 19 veces el PBI argentino de ese mismo año (…) Como es sabido, los grandes fondos de inversión financiera (como BlackRock, Vanguard, Fidelity, Franklin Templeton, PIMCO, entre otros) poseen una proporción relevante de los títulos de deuda argentina con jurisdicción extranjera que están incluidos en la oferta de canje que realizó el gobierno argentino. De esa manera, conjuntamente, poseen el poder para evitar el cumplimiento de la cláusula de acción colectiva (CAC) que establece que si el 75 o el 66 por ciento de los acreedores, dependiendo del bono, aceptasen la propuesta argentina, el resto de los acreedores quedarían sujetos a ese mismo acuerdo”. La propuesta de Asociación Empresaria Argentina (AEA) es que hay que evitar el default como el objetivo principal de la negociación. ¿Qué es AEA? Es una de las asociaciones que reúne a las grandes corporaciones empresariales de la Argentina. Es claro: en lugar de apoyar la propuesta sostenible de reestructuración de la deuda, lo que proponen como prioridad es evitar el default poniendo en un lugar secundario el costo de esa decisión. Dos enfoques de la misma cuestión. Dos puntos de vista enfrentados. Y, por supuesto, como dijo el periodista Horacio Verbitsky: “Sin la menor inquietud por la congruencia lógica, AEA, IDEA, las cámaras menores que danzan a su alrededor como la UIA y los guacamayos mediáticos que les hacen eco, quieren al mismo tiempo que el gobierno mejore la oferta a los acreedores externos (muchos son ellos mismos, disfrazados con barbijo y farfullando en inglés), reduzca retenciones, pague los sueldos de sus trabajadores y detenga la emisión monetaria. Tal como ocurrió con la crisis de 2008, el capitalismo que suceda a esta terrible coyuntura tenga mayores niveles de concentración y sea aún más despiadado. Las grandes empresas argentinas han conseguido que el Estado se haga cargo de la mitad de su plantilla de trabajadores formales, un auxilio que al principio estaba reservado sólo a las pymes”. ¿Qué hacer, entonces para que la pandemia sea una oportunidad de fundar otro mundo, contrariando el pesimismo de la inteligencia, tan gramsciano del filósofo? Desde América latina, el Grupo Puebla definió, a través de Aloizio Mercadante y Marco Enríquez-Ominami que “tan antiguo como contraer deudas es perdonarlas. Nuestros países latinoamericanos y del Caribe han sido modernizados, en cambio, a través de una historia continua de deudas, que nunca encuentran un momento de redención, y, por tanto, de libertad. Nuestra historia ha sido una de esclavitud por deuda. Hasta hoy. Porque ahora es urgente que nuestros países logren moverse libres de lastres, por la fangosa recesión que nos dejará la pandemia. Por eso proponemos, las y los miembros del Grupo de Puebla, se condonen las deudas de los países latinoamericanos, no sólo porque son deudas materialmente impagables, sino porque son también, en su mayoría, deudas contraídas de manera ilegítima. La deuda externa bruta de América latina al año 2019 es, según Cepal, de 2.071.274 millones de dólares, y el pago de intereses para esta deuda es en promedio el 2,6 por ciento del PBI, lo que equivale a que América latina adeuda el 43,2 por ciento de su PBI. Frente a esta deuda usurera, hacemos un llamado a priorizar moralmente otra deuda, aquella que mantienen nuestros Estados latinoamericanos con sus pueblos, que en su dimensión más urgente es esta: mientras el gasto público en salud recomendado por la OMS es del 6 por ciento, el de América latina es sólo del 2,2. Debemos invertir el orden de las prioridades, y colocar la deuda con la salud de nuestra gente, antes que cualquier otra”. Y para eso, entonces, están los impuestos a las grandes fortunas que el gobierno de Alberto Fernández y CFK planteó, lanzó al aire, como una carta central, entre todas las medidas encaradas para mitigar la pobreza. Pero hay que “mitigar la riqueza” que reconcentró las fortunas de los tíos patilludos argentinos a niveles desconocidos. Otra vez Feinmann se asoma, con vox populi, a los dilemas del capitalismo en estas tierras. “Se reforzará la idea del Estado interventor y los fanáticos del mercado retrocederán. Pero, ¿alguien cree que la pandemia cambiará a los empresarios que (apoyados por los políticos del PRO y por los radicales) se oponen al necesario y justo impuesto a las grandes fortunas? ¿Que los caceroleros dejarán de ver en esa medida el “regreso del comunismo”? ¿Que los medios de comunicación no seguirán dueños del mercado y mintiendo o inventando la realidad?” No. Tal vez por eso, por esta certeza, los impulsores de la Internacional Progresista (IP), recientemente creada –una organización avalada por más de 40 intelectuales de todo el mundo, entre los que destacan Noam Chomsky, Berni Sanders, Naomi Klein, Yanis Varoufakis, Alicia Castro y Fernando Haddad–, afirman que la crisis sanitaria provocada por el coronavirus y la subsiguiente crisis económica “hacen obligatorio que las fuerzas progresistas del mundo se unan para defender y sostener un Estado de bienestar, los derechos laborales y la cooperación entre países, además de consolidar un mundo más democrático, igualitario, ecologista, pacífico y en el que prime la economía colaborativa”. Y el economista estadounidense Thomas Piketty los acompaña: “La pandemia actual podría acelerar la transición hacia otro modelo económico, hacia una organización más equitativa, más sustentable, de nuestro sistema económico internacional. Esta crisis económica global que tenemos ahora torna aún más relevante un plan de alivio de la deuda. A lo largo de la historia sabemos que cuando la deuda excede un cierto nivel no puedes construir un futuro sustentable”. En síntesis, o se marcha a un nuevo New Deal o se empecina el mundo en la ciénaga de su autodestrucción. Es curioso cómo vuelve a hablarse de los Estados de Bienestar que sostuvieron el desarrollo del capitalismo más pujante durante el siglo XX, luego de la gran crisis de 1929 y que se extendió como receta de reconstrucción de los países devastados por la Segunda Guerra Mundial. Tal como señaló el ex miembro de la Corte Suprema de Justicia argentina, el gran jurista Raúl Zaffaroni, “ante la evidencia de que los Estados –como repúblicas y democracias debilitadas– no podrán superar sanamente la conflictividad inevitable de la post pandemia, nos urge pensar en un nuevo modelo de Estado que tarde o temprano surgirá, así como lo hizo el New Deal de Roosevelt, o sea, en un modelo neoprovidente, con mínima equidad desconcentradora de riqueza, capaz de reconstrui r las democracias y las repúblicas, asimilando las experiencias de nuestras accidentadas historias. Debemos pensar con urgencia qué Estado queremos, qué institucionalización es necesaria para reconstruir la democracia y la república, cómo recuperar el Estado para la política, cómo volver a una democracia plural con partidos políticos no mediáticos ni por acciones, cómo establecer cierto orden institucional que impida que cualquier virrey circunstancial ejerza la suma del poder público y, sobre todo, cómo revertir el modelo de sociedad con 30 por ciento de incluidos y el resto excluido, que nos intentó imponer el colonialismo del totalitarismo financiero. Frente a las respuestas demasiado pesimistas, nuestras historias nos enseñan que, con marchas y contramarchas, nuestros pueblos siempre toman conciencia y triunfan. Prueba de esto es que, de no ser por nuestros movimientos populares, quizá no hubiésemos podido escribir estas líneas ni el lector leerlas, porque es muy probable que hubiésemos sido analfabetos, que hubiésemos muerto en la infancia, que tuviésemos menos neuronas por carencia de proteínas en los primeros años o fuésemos desaparecidos por alguna dictadura genocida”. La batalla por un Nuevo Gran Pacto en el mundo y en la Argentina está en marcha, al parecer, y tapizada de resistencias y violencias. Pero vale la pena: es la convocatoria a una gran gesta. A una humanada a gran escala que alivie, como en el caso del bañista en Mar del Plata, el ardor del cuerpo y el destino apocalíptico de su mundo.