Borges, Saramago y el juego de las coincidencias

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Los ancestros paternos de Borges, producto de una típica mezcla argentina criollo-europea, eran ciertamente portugueses. Podría decirse entonces, que la coincidencia con José Saramago, empezaron y terminaron en esta unidad de sangre. Ideológica y socialmente los separaba un mar profundo de diferencias. Sin embargo, Saramago llamó a Borges “el último de los gigantes literarios” y lo incluyó en su “familia del espíritu”, a la par de Camões, Cervantes, Kafka y Gogol.

Buscar definiciones generales sobre figuras universales como Jorge Luis Borges (1899-1986) o José Saramago (1922-2010) conllevan a menudo el riesgo de incurrir en estereotipos rápidos, una audacia que se vuelve temeraria si el abordaje se hace con el limitado prisma de la política. Si fuera por eso, si fuera por tomar en cuenta cómo estos dos genios literarios veían la realidad política, de modo tan antagónico; si fuera por evaluar cómo interpretaba ideológicamente cada uno el compromiso social y su relación con el poder, entonces podría decirse que las coincidencias entre Saramago y Borges empezaron y terminaron, casi, en la poca o mucha sangre portuguesa que corría por sus venas.

Los ancestros paternos de Borges, producto de una típica mezcla argentina criollo-europea, eran ciertamente portugueses. Su bisabuelo había partido hacia el Río de la Plata desde Moncorvo, en Tras Os Montes, Alto Duero. En los años 20, el joven escritor vivió unos años en España y cruzó a Portugal en busca de su familia, pero en la guía telefónica “había tantos Borges que era como si no existiese ninguno. Tenía cinco páginas de parientes. El infinito y el cero se asemejan. No podía telefonear a cinco páginas de personas y preguntar: ‘Dígame una cosa: ¿en su familia hubo un capitán llamado Borges, que embarcó para Brasil a fines del siglo XVIII o principios del siglo XIX?”.

En 1984, dos años antes de morir, el autor de Ficciones visitó Lisboa pero su fatiga de anciano le impidió llegar hasta aquél pueblo para cerrar el círculo que había abierto su bisabuelo Francisco Borges. Entonces, se declaró conmovido de pisar tierra portuguesa, aunque sobre el asunto ya lo había dicho casi todo en un poema que había escrito mucho antes, Los Borges (1960): “Nada o muy poco sé de mis mayores / portugueses, los Borges: vaga gente / que prosigue en mi carne, oscuramente, / sus hábitos, rigores y temores. / Tenues como si nunca hubieran sido / y ajenos a los trámites del arte, / indescifrablemente forman parte / del tiempo, de la tierra y del olvido / Mejor así, cumplida la faena / son Portugal, son la famosa gente / que forzó las murallas del Oriente / y se dio al mar y al otro mar de arena”. Así las cosas, que Borges (eterno candidato al Nobel de Literatura) y Saramago (el sí, Nobel en 1998) hayan vivido y escrito a lo largo del mismo siglo, que se hayan leído, influido y hasta comentado mutuamente, bien pudo haber sido fruto de un azar temporal, el mismo que cruzó a tantos intelectuales de la época. ¿Entonces?

En un texto borgiano (La muerte y la brújula, 1944), un empecinado investigador responde a la reconstrucción del policía sobre lo que ha sucedido: “Posible, pero no interesante. Usted replicará que la realidad no tiene la menor obligación de ser interesante. Yo le replicaré que la realidad puede prescindir de esa obligación, pero no las hipótesis”. Pues bien. Habilitados por el propio autor a buscar otras hipótesis y más interesantes, propongamos una: Borges y Saramago tuvieron en común más de lo que puede creer un lector desprevenido de noticias generales.

Como lectores aficionados y agradecidos, sabemos del aprecio de Borges y de Saramago por los “heterónimos”, esos autores de fantasía detrás de los cuales algunos escritores gustan jugar con textos apócrifos. El argentino lo había hecho ya en 1936 atribuyendo a un abogado indio de éxito en Gran Bretaña, Mir Bahadur Alí, la novela policial El acercamiento a Amotasim. Muchos entusiastas hurgaron en librerías de Londres pero todo era una invención borgiana.

El antecedente vale porque Borges lo repitió en Examen de la obra de Herbert Quain (1941), a quien le atribuye, entre otras novelas, The God of the Labyrinth. Y vale todavía más porque cuatro décadas después es Saramago quien publica El año de la muerte de Ricardo Reis (1984), en honor a otro heterónimo, el de un grande de la literatura portuguesa y mundial: Fernando Pessoa. En esa obra, el médico portugués Ricardo Reis, residente en Brasil, se embarca en 1936 hacia Lisboa convocado por telegrama por Alvaro de Campos (también heterónimo) con motivo de la muerte de Pessoa. En el camarote del buque, halla un libro abierto. ¿Cuál? ¡“The God of the Labyrinth”, de Herbert Quain! Saramago llegaría a preguntarse poco antes de su muerte por qué no había sido Borges el autor de las andadas de Ricardo Reis, con lo natural que le hubiera sido. Iremos más allá.

En tren de mantener el ánimo tan literario como profundo, digamos también que la mirada que ambos tenían sobre la muerte los acercaba con una fuerza inusitada. Decía el Borges anciano y ciego: “Más allá de algunos temores de índole religiosa, tengo la certidumbre de que voy a morir enteramente. Es un gran consuelo, que da mucha fuerza a un hombre. El saber que es efímero. La idea de ser duradero es horrible, realmente. La inmortalidad sería un castigo. El Cielo, si durara mucho, sería el Infierno. El sufrimiento es efímero, el placer también. Está bien que sea así, si no sería muy tedioso todo”.

Saramago, en Las Intermitencias de la muerte (2005), uno de sus últimos escritos, se dedicó exactamente al mismo asunto, y con similares conclusiones. ¿Cómo sería un país donde la gente deja de morirse de un día para otro? Allí también plantea los terribles dilemas de una vejez eterna y las contradicciones de las religiones incapaces de concebir semejante alternativa. Flor de coincidencia, dirían en Buenos Aires.

En favor de nuestra hipótesis, en 2008, en Arco do Cego (la referencia a la ceguera tampoco debería ser casualidad), Saramago asistió a la inauguración de una escultura dedicada a Borges. El monumento “es sencillo, evocativo, mucho mejor que un busto o una estatua ante la que nos cansaríamos buscándole semejanzas”, escribió luego en sus cuadernos. Allí, Saramago llamó a Borges “el último de los gigantes literarios” y, días después, lo incluyó en su “familia del espíritu”, a la par de Camões, Cervantes, Kafka y Gogol, entre otros pocos. Al argentino, el autor portugués le atribuyó el descubrimiento de la literatura virtual, “esa literatura suya que parece haberse desprendido de la realidad para revelar mejor sus invisibles misterios. Hay mundos que existen a partir del momento en el que él los creó”. Ese mismo año, en Lanzarote, Saramago había aludido al “castigo de las máscaras” que padecen los grandes escritores, que tienen que soportar la imagen que el resto se fabrica sobre ellos y con la que tienen que convivir, aunque no sea auténtica. “Llevan esa cruz como una máscara que no pueden arrancarse”. Máscaras que muestran diferente lo que, probablemente, no es tal.

Saramago tenía también su propia hipótesis respecto de Borges y coincide bastante con la nuestra respecto de ambos: “Es un autor difícil de leer… En la segunda, la tercera o la cuarta lectura, uno se da cuenta de que lo que podía parecer una historia relativamente plana, tiene diferentes lecturas y aunque sea entre líneas hay algo para leer y es algo que no se encuentra fácilmente”. Visto que ambos coincidieron en afiliarse a coincidentes ideas de la muerte, ahora que ya no están, todo parece haber quedado como debía. “Yo, que me imaginaba el paraíso bajo la especie de una biblioteca”, escribió Borges.
Entonces, ahí se estarán viendo, porque si es más lo que los une que lo que los puede separar, esa coincidencia pasa por los libros, y por cómo hacerlos únicos y geniales creando nuevos mundos que nos invitan a visitar para salvar el propio. Al menos, esa es nuestra modesta hipótesis.

Fuente: Jorge Arguello (embajador argentino en Portugal) para elarcadigital.com.ar

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