Autor de un libro fundamental, El Capital tecnológico, reconocido profesor de la Universidad de Buenos Aires y mentor intelectual de Axel Kiciloff, Pablo Levín murió esta semana en Buenos Aires. Alejandro Horowicz, colega y amigo suyo, escribe sobre su obra y su vida.
Carlos Abalo me presentó a Pablo Levín, a fines de la década del 80, en el Instituto de Investigaciones Económicas (IIE) de la UBA. Precedido por una leyenda urbana, el principal discípulo de Julio H. G. Olivera – histórico profesor de Economía Política, de la UBA y director del IIE– había escrito en Venezuela una tesis doctoral que todos esperábamos leer. Cosa que sucedió, aunque llevó su tiempo.
Levín era mañanero. Se acostaba muy temprano y a las 5 am estaba de pie. Propuso encontrarnos en su despacho del IIE de la calle Córdoba a las 7. Negociamos y aceptó a las 9. Con extrema puntualidad acudí a la cita. Pablo estaba armando un centro de investigación y quería sumarnos. Ni Carlos ni yo éramos de institucionalidad sencilla. Y aunque nos sentíamos halagados por la propuesta, las dificultades burocráticas que suponía terminaron venciendo nuestra endeble capacidad organizativa. El centro existe, como la mayor parte de las instituciones que Pablo apadrinó, aunque nosotros no fuimos de la partida; se llama Centro de Estudios de la Planificación y el Desarrollo.
En el ínterin no dejamos de intercambiar ideas. Pablo se interesó por nuestra sistematización de los ciclos largos del mercado mundial mediante el uso de las curvas de Kondratiev, sin dejar de sonreír frente a las dificultades empíricas que semejante trabajo suponía. Todavía no sabíamos que la tesis doctoral de Pablo jugaría un papel tan importante en nuestra propia elaboración. Pero nos fuimos enterando por aproximaciones sucesivas. Pablo leyó “La democracia de la derrota” (mi prólogo a una edición de Los cuatro peronismos) y me invitó a dar dos conferencias en el marco de su materia, “Historia del pensamiento económico”.
Fue una experiencia fuerte. Los alumnos no solo tenían leído el texto, sino que los ayudantes (Leandro Haberfeld, Axel Kicillof y Eduardo Crespo) preguntaban en serio. Lo que arrancó como una módica exposición se fue transformando en un rico y complejo debate. Las invitaciones se sucedieron y el intercambio continuó. Haberfeld utilizó una parte en sus trabajos posteriores, con Kiciloff iniciamos un cruce amigable. Y cuando Axel defendió su tesis doctoral (con la que Pablo tuvo tanto que ver), pude observar de cerca su rica caja de herramientas.
Cuando leímos con Abalo una versión mimeografiada de la tesis doctoral que Pablo había escrito en el exilio venezolano, se nos partió la cabeza. Postulaba una diferencia respecto de la noción de capital en Marx, una diferencia que era fruto de una inédita situación histórica. Levin establecía una nueva forma: el capital tecnológico. En Marx, la innovación tecnológica resulta accidental: quien descubre un procedimiento nuevo tiene ventaja sobre sus competidores, hasta que la innovación se metaboliza. Los demás la copian y la ventaja del innovador se pierde; la tasa de ganancia, que en el inicio beneficiaba a quien disponía de la novedad técnica, avanza hacia su punto de equilibrio. Como el mercado es finito, la tasa de ganancia tiende a caer cuando este alcanza su límite, cuando ya no es posible ampliarlo. La tendencia hacia la concentración monopólica permite mantenerla relativamente, evitar que caiga, porque elimina a los competidores. Entonces, se produce una reconcentración entre muy pocos monopolios, asociados a estados nacionales a través del sistema financiero internacional. El enfrentamiento entre potencias regidas por el capital monopolista (Lenin dixit) se resuelve mediante la guerra. Hasta acá, Marx y Lenin. ¿Qué descubrió Pablo Levín?
Levin demuestra que la invención tecnológica accidental se ha transformado –tercera revolución tecnológica mediante- en invención permanente. Pablo establece una nueva diferenciación cualitativa en los capitales: por un lado, el capital indiferenciado que, como siempre, se reproduce fabricando series de objetos de consumo; por el otro, nace un capital diferenciado, que ya no sólo se reproduce, sino que incorpora la innovación permanente como condición operativa. Lo que antes era un hecho accidental que contribuía a ventajas temporales de las empresas se autonomiza como un capital en sí, capaz de subsumir a todos los demás, porque toda la producción tiene que depender de él para funcionar. Así, cuando el mercado llega a su límite, la tasa de ganancia no tiene por qué reducirse porque gracias al capital tecnológico, el tiempo socialmente necesario para producir riqueza en general tiende a disminuir perpetuamente. Cada vez menos trabajadores y trabajadoras del capital tecnológico, en menos tiempo, producen más.
Dos caminos se abren paso para la economía global: 1) Aumentar de continuo el número de desocupados y mal ocupados pésimamente retribuidos, solución tradicional del capitalismo en curso, concentrando la riqueza en un polo hiper rico (el 1% de la población global usufructúa más del 50% de la renta). 2) Una drástica reducción de la jornada laboral de todes. Es decir, las condiciones materiales soñadas para una sociedad justa, no capitalista, ya están dadas. Que el mundo no se dé por enterado, que las luchas no logren imponerlo, no supone que la teoría no esté acá, al alcance de todos: Pablo Levín escribió la teoría económica del siglo XXI, aunque con un estilo literario próximo al XIX y un vitriólico humor del siglo XX.
Cuando caí en la cuenta de la importancia decisiva de su trabajo, propuse que esa versión reproducida como apunte, en el viejo mimeógrafo con esténcil, se transformara en libro. Y, finalmente, tras una larga peripecia, la editorial Catálogos, en acuerdo con la UBA, en abril de 1997 dio a la luz El capital tecnológico; la aparición de ese libro me transformó en editor de Levín. Pocas veces me sentí tan honrado. Siete años después, el 23 de noviembre del 2004, el trabajo recibió el Premio Nacional de Economía 1996/1999. Es el reconocimiento académico más relevante para un economista argentino. Reconocimiento que pone en foco el oscuro destino sudamericano de Levín, ya que apenas logró atravesar los límites de la lengua castellana.
Antes, a fines de los 90, presentamos el libro en la Facultad de Ciencias Económicas, con León Rozitchner. Arracimados, alumnos y alumnas de Levín y un puñado de colegas festejamos el acontecimiento. A nadie se le escapaba que nos estábamos incorporando a una leyenda. Si en lugar de nacer en Buenos Aires, el azar migratorio lo hubiera premiado con Canadá, si en lugar de publicar en castellano lo hubiera hecho en inglés, sería hoy considerado en el mundo entero. En tal caso la divulgación de su punto de vista tendría otro rango, pero yo me hubiera privado de repasar en su compañía –mientras caminábamos por la Reserva Ecológica- los argumentos de mi ensayo, El huracán rojo. La aptitud de Pablo para una escucha atenta, la generosidad de reconocer una buena idea ajena y ponerse a su servicio, de señalar un problema y aportar un camino de resolución o una bibliografía, es conocida por quienes lo han tratado.
Además de ser el economista de producción marxista más relevante en lengua castellana, era un docente excepcional. Basta recorrer las redes sociales para ver los innumerables testimonios de ex estudiantes, tesistas, colegas. Hemos aprendido del sardónico humor de Pablo, de su pudorosa aptitud para el afecto, y los que tuvimos la excepcional fortuna de tratarlo de cerca estamos acá, intentando convivir con la triste novedad de su ausencia.
Fuente: Alejandro Horowicz para https://www.eldiarioar.com