viernes, marzo 29, 2024
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Milan Kundera, el arte de la novela

Milan Kundera (1929) es un novelista, escritor de cuentos cortos, dramaturgo, ensayista y poeta checo. Desde 1975 reside con su esposa en Francia, cuya ciudadanía adquirió en 1987

Admirado por sus novelas, el escritor checo Milan Kundera es considerado un maestro de la metanarración, de allí que nos parece valioso compartir con ustedes, amigos que leen por gusto, un capítulo de su libro El arte de la novela. Allí el autor de La insoportable levedad del ser nos explica su visión sobre este género, sus desafíos para el novelista, a quien define como “un explorador de la existencia”

 En el capítulo 2 titulado precisamente El arte de la novela se incluye el diálogo que compartimos a continuación.

Quiero dedicar esta conversación a la estética de sus novelas. Pero ¿por dónde empezar?

Por la afirmación: mis novelas no son psicológicas. Más exactamente: van más allá de la estética de la novela que suele llamarse psicológica.

¿Pero no son todas las novelas necesariamente psicológicas, es decir, orientadas hacia el enigma de la psiquis?
Seamos más precisos. Todas las novelas de todos los tiempos se orientan hacia el enigma del yo. En cuanto se crea un ser imaginario, un personaje, se enfrenta uno automáticamente a la pregunta siguiente: ¿qué es el yo? ¿Mediante qué puede aprehenderse el yo? Esta es una de las cuestiones fundamentales en las que se basa la novela en sí. Según las diferentes respuestas a esta pregunta, si usted quisiera, podría distinguir las diferentes tendencias y, probablemente, los diferentes períodos en la historia de la novela. Los primeros narradores europeos no conocen el enfoque psicológico. Bocaccio nos cuenta simplemente acciones y aventuras. Sin embargo, detrás de todas esas historias divertidas, se nota una convicción: mediante la acción sale el hombre del mundo repetitivo de lo cotidiano en el cual todos se parecen a todos, mediante la acción se distingue de los demás y se convierte en individuo. Dante lo dijo: «En todo acto la primera intención de quien lo realiza es revelar su propia imagen». Al comienzo la acción es comprendida como el autorretrato de quien actúa. Cuatro siglos después de Bocaccio, Diderot se muestra más escéptico: su Jacques el Fatalista seduce -a la novia de su amigo-, se emborracha de felicidad, su padre le da una paliza, un regimiento pasa por allí, se alista por despecho, en la primera batalla le alcanza una bala en la rodilla y se queda cojo para el resto de su vida. Creía empezar una aventura amorosa cuando, en realidad, avanzaba hacia su invalidez. Nunca podrá reconocerse en su acto. Entre el acto y él se abrirá una fisura. El hombre quiere revelar mediante la acción su propia imagen, pero ésta no se le parece. El carácter paradójico del acto es uno de los grandes descubrimientos de la novela. Pero si el yo no es aprehensible en la acción, ¿dónde y cómo se lo puede aprehender? Llegó entonces el momento en que la novela, en su búsqueda del yo, tuvo que desviarse del mundo visible de la acción y orientarse hacia el invisible de la vida interior. A mediados del siglo XVIII Richardson descubre la forma de la novela por medio de cartas en las que los personajes confiesan sus pensamientos y sentimientos.

¿Es éste el nacimiento de la novela psicológica?
El término es, por supuesto, inexacto y aproximativo. Evitémoslo y utilicemos una perífrasis: Richardson puso la novela en el camino de la exploración de la vida interior del hombre. Conocemos a grandes continuadores: el Goethe de Werther, Laclos, Constant, luego Stendhal y los escritores de su época son sus continuadores. El apogeo de esta evolución se encuentra, a mi juicio, en Proust y en Joyce. Joyce analiza algo aún más inalcanzable que «el tiempo perdido» de Proust: el momento presente. No hay aparentemente nada más evidente, más tangible y palpable, que el momento presente. Y sin embargo se nos escapa completamente. Toda la tristeza de la vida radica en eso. Durante un solo segundo, nuestra vida, nuestro oído, nuestro olfato, perciben (a sabiendas o sin saberlo) un montón de acontecimientos y, por nuestro cerebro, desfila toda una retahíla de sensaciones e ideas. Cada instante representa un pequeño universo, irremediablemente olvidado al instante siguiente. Ahora bien, el gran microscopio de Joyce logra detener, aprehender ese instante fugitivo y enseñárnoslo. Pero la  búsqueda del yo concluye, una vez más, con una paradoja: cuanto mayor es la lente del microscopio que observa al yo, más se nos escapan el yo y su unicidad: bajo la gran lente joyciana que descompone en átomos el alma, todos somos. Pero si el yo y su carácter único no son aprehensibles en la vida interior del hombre, ¿dónde y cómo se los puede aprehender?

¿Y se los puede aprehender?
Por supuesto que no. La búsqueda del yo siempre ha terminado y siempre terminará en una paradójica insaciabilidad. No digo fracaso. Porque la novela no puede franquear los límites de sus propias posibilidades, y la revelación de estos límites es ya un gran descubrimiento, una gran hazaña cognoscitiva. Ello no impide que tras tocar el fondo que implica la exploración detallada de la vida interior del yo, los grandes novelistas hayan comenzado a buscar, consciente o inconscientemente, una nueva orientación. Siempre se habla de la trinidad sagrada de la novela moderna: Proust, Joyce, Kafka. A mi juicio, esta trinidad no existe. En mi historia personal de la novela, es Kafka quien inaugura la nueva orientación: la orientación postproustiana. La forma en que él concibe el yo es totalmente inesperada. ¿Por qué K. es definido como un ser único? No es gracias a su aspecto físico (del que no se sabe nada), ni gracias a su biografía (nadie la conoce), ni gracias a su nombre (no lo tiene), ni a sus recuerdos, ni a sus inclinaciones ni a sus complejos. ¿Acaso gracias a su comportamiento? El campo libre de sus actos es lamentablemente limitado. ¿Gracias a su pensamiento interior? Sí, Kafka sigue continuamente las reflexiones de K., pero éstas apuntan exclusivamente a la situación presente: ¿qué hay que hacer ahí, en lo inmediato? ¿Ir hacia el interrogatorio o esquivarlo? ¿Obedecer a la llamada del sacerdote o no? Toda la vida interior de K. está absorbida por la situación en que se encuentra atrapado, y nada de lo que pudiera superar esta situación (los recuerdos de K., sus reflexiones metafísicas, sus consideraciones sobre los demás) nos es revelado. Para Proust, el universo interior del hombre constituía un milagro, un infinito que no dejaba de asombrarnos. Pero no es éste el asombro de Kafka. No se pregunta cuáles son las motivaciones interiores que determinan el comportamiento del hombre. Plantea una cuestión radicalmente diferente: ¿cuáles son aún las posibilidades del hombre en un mundo en el que los condicionamientos exteriores se han vuelto tan demoledores que los móviles interiores ya no pesan nada? Efectivamente, ¿en qué hubiera podido cambiar esto el destino y la actitud de K. si hubiera tenido pulsiones homosexuales o una dolorosa historia de amor? En nada.

Esto es lo que usted dice en La insoportable levedad del ser: «La novela no es una confesión del autor, sino una exploración de lo que es la vida humana en la trampa en que hoy se ha  convertido el mundo». Pero ¿qué quiere decir trampa?
Que la vida es una trampa lo hemos sabido siempre: nacemos sin haberlo pedido, encerrados en un cuerpo que no hemos elegido y destinados a morir. En compensación, el espacio del mundo ofrecía una permanente posibilidad de evasión. Un soldado podía desertar del ejército y comenzar otra vida en un país vecino. En nuestro siglo, de pronto, el mundo se estrecha a nuestro alrededor. El acontecimiento decisivo de esta transformación del mundo en trampa ha sido sin duda la guerra de 1914, llamada (y por primera vez en la Historia) guerra mundial. Falsamente mundial. Sólo afectó a Europa, y ni siquiera a toda Europa. Pero el adjetivo «mundial» expresa aún más elocuentemente la sensación de horror ante el hecho de que, de ahora en adelante, nada de lo  que ocurra en el planeta será ya asunto local, que todas las catástrofes conciernen al mundo entero y que, por lo tanto, estamos cada vez más determinados desde el exterior, por situaciones de las que nadie puede evadirse y que, cada vez más, hacen que nos parezcamos los unos a los otros.  Pero entiéndame bien. Si me sitúo más allá de la novela llamada psicológica, no significa que quiera privar a mis personajes de vida interior. Significa solamente que son otros los enigmas, otras las cuestiones que persiguen prioritariamente mis novelas. Tampoco significa que  rechace las novelas fascinadas por la psicología. El cambio de situación a partir de Proust me llena más bien de nostalgia. Con Proust una inmensa belleza se aleja lentamente de nosotros. Y para siempre y sin retorno. Gombrowicz tuvo una idea tan chusca como genial. El peso de nuestro yo depende, según él, de la cantidad de población del planeta. Así Demócrito representaba una cuatrocientos millonésima parte de la humanidad; Brahms, una milmillonésima; el mismo Gombrowicz, una dos mil-millonésima. Desde el punto de vista de esta aritmética, el peso del infinito proustiano, el peso de un yo, de la vida interior de un yo, se hace cada vez más leve. Y en esta carrera hacia la levedad, hemos franqueado un límite fatal.

«La insoportable levedad» del yo es su obsesión, desde sus primeros escritos. Pienso en El libro de los amores ridículos; por ejemplo, en «Eduard y Dios». Luego de su primera noche de amor con la joven Alice, Eduard se sintió afectado por un extraño malestar, decisivo en su historia: miraba a su amiguita y se decía «que las opiniones de Alice no eran en realidad más que algo que estaba adherido a su destino, y su destino algo adherido a su cuerpo, la veía como una combinación casual de cuerpo, ideas y transcurso vital como una combinación inorgánica arbitraria e inestable». Y en otro cuento, «El falso autoestop», la joven en los últimos párrafos del relato se encuentra tan perturbada por la incertidumbre de su identidad que repite sollozando: «Yo soy yo, yo soy yo, yo soy yo…».
En La insoportable levedad del ser, Teresa se mira en el espejo. Se pregunta qué sucedería si su nariz se alargara un milímetro al día. ¿Al cabo de cuánto tiempo su rostro resultaría irreconocible? Y si su cara no se pareciera ya a Teresa, ¿sería Teresa aún Teresa? ¿Dónde comienza y dónde termina el yo? Ya ve: ningún asombro ante el infinito insondable del alma. Más bien un asombro ante la incertidumbre del yo y de su identidad.

En sus novelas hay una ausencia total de monólogo interior.
Joyce puso un micrófono en la cabeza de Bloom. Gracias a este fantástico espionaje que es el monólogo interior hemos averiguado mucho de lo que somos. Pero yo no sabría servirme de ese micrófono.

En el Ulises de Joyce, el monólogo interior atraviesa toda la novela, es la base de su construcción, el procedimiento dominante. ¿Es acaso la meditación filosófica la que desempeña ese papel en su caso?
Encuentro impropio el término «filosófico». La filosofía desarrolla su pensamiento en un espacio abstracto, sin personajes, sin situaciones.

Usted comienza La insoportable levedad del ser con una reflexión sobre el eterno retorno de Nietzsche. ¿Qué es esto sino una meditación filosófica desarrollada en forma abstracta, sin personajes, sin situaciones?
¡Qué va! Esta reflexión introduce directamente, desde la primera línea de la novela la situación primordial de un personaje: Tomás; expresa su problema: la levedad de la existencia en un mundo en el que no existe un eterno retorno. Y fíjese, volvemos nuevamente a nuestra pregunta: ¿qué hay más allá de la novela llamada psicológica? O dicho de otro modo: ¿cuál es el medio no psicológico de aprehender el yo? Aprehender un yo, quiere decir, en mis novelas, aprehender la esencia de su problemática existencial. Aprehender su código existencial. Al escribir La insorportable levedad del ser me di cuenta de que el código de tal o cual personaje se compone de algunas palabras-clave. Para Teresa: el cuerpo, el alma, el vértigo, la debilidad, el idilio, el Paraíso. Para Tomás: la levedad, el peso. En la parte titulada «Palabras incomprendidas», examino el código existencial de Franz y el de Sabina analizando diversos términos: la mujer, la fidelidad, la traición, la música, la oscuridad, la luz, las manifestaciones, la belleza la patria el cementerio, la fuerza. Cada una de estas palabras tiene un significado  diferente en el código existencial del otro. Por supuesto este código no es estudiado in abstracto, se va revelando progresivamente en la acción, en las situaciones. Fíjese en La vida está en otra parte, en la tercera parte: el protagonista, el tímido Jaromil, aún es virgen. Un día, pasea con una chica quien de pronto apoya la cabeza en su hombro. Jaromil se siente inmensamente feliz e incluso físicamente excitado. Me detengo en ese mini-acontecimiento y constato: «El grado más alto de felicidad que había conocido Jaromil hasta el momento era la cabeza de una chica apoyada en su hombro». A partir de esto trato de captar el erotismo de Jaromil: «Una cabeza femenina, significaba para él más que un cuerpo femenino». Lo cual no quiere decir, aclaro, que el cuerpo le fuera indiferente, pero: «No deseaba la desnudez de un cuerpo femenino; ansiaba el rostro de una chica por la desnudez de su cuerpo. No quería poseer un cuerpo femenino; quería el rostro de una muchacha que, como prueba de amor, le diera su cuerpo». Intento ponerle un nombre a esa actitud. Elijo la palabra ternura. Y examino esa palabra: en efecto, ¿qué es la ternura? Y llego así a las sucesivas respuestas: «La ternura nace en el momento en que el hombre es escupido hacia el umbral de la madurez y se da cuenta, angustiado, de las ventajas de la infancia que, como niño, no comprendía». Y a continuación: «La ternura es el miedo que nos inspira la edad adulta». Y otra definición más: «La ternura es un intento de crear un ámbito artificial en el que pueda tener validez el compromiso de comportarnos con nuestro prójimo como si fuera un niño». Como puede ver, no le señalo lo que está pasando en la cabeza de Jaromil, sino más bien lo que está pasando en mi propia cabeza: observo largamente a mi Jaromil y trato de aproximarme, poco a poco, al fondo de su actitud, para comprenderla, denominarla, aprehenderla. En La insoportable levedad del ser Teresa vive con Tomás, pero su amor exige tal movilización de sus fuerzas que, de pronto, no puede más y quiere dar marcha atrás, «hacia abajo», hacia el lugar de donde vino. Y me pregunto: ¿qué le pasa a ella? Y encuentro la respuesta: ha sido presa de un vértigo. Pero ¿qué es el vértigo? Busco la definición y digo: «el embriagador, el insuperable deseo de caer». Pero me corrijo inmediatamente, preciso la definición: «También podríamos llamarlo la borrachera de la debilidad. Uno se percata de su debilidad y no quiere luchar contra ella, sino entregarse. Está borracho de su debilidad, quiere ser aún más débil, quiere caer en medio de la plaza, ante los ojos de todos, quiere estar abajo y aún más abajo que abajo». El vértigo es una de las claves para comprender a Teresa. No es la clave para comprendemos a usted o a mí. Sin embargo usted y yo conocemos esta especie de vértigo al menos como nuestra posibilidad, una de las posibilidades de la existencia. Me fue preciso inventar a Teresa, un «ego experimental», para comprender esta posibilidad, para comprender el vértigo. No son únicamente las situaciones personales las que se cuestionan, toda la novela no es más que una larga interrogación. La interrogación meditativa (meditación interrogativa) es la base sobre la que están construidas todas mis novelas. Volvamos a La vida está en otra parte.

Esta novela se llamaba al principio La edad lírica. En el último momento, bajo la presión de los amigos que consideraban insípido y poco atractivo el título, lo cambié. Cometí una tontería cediendo. En efecto pienso que es acertado elegir como título de una novela su principal categoría. La bromaEl libro de la risa y el olvidoLa insoportable levedad del ser. Incluso El libro de los amores ridículos. No hay que interpretar este título en el sentido: divertidas historias de amor. La idea del amor está siempre ligada a la seriedad. Ahora bien, amor ridículo es la categoría del amor desprovisto de seriedad. Noción capital para el hombre moderno. Pero continuemos con La vida está en otra parte. Esta novela se sustenta en algunas preguntas: ¿qué es la actitud lírica? ¿qué es la juventud en cuanto edad lírica? ¿cuál es el sentido del triple maridaje: lirismo revolución- juventud? ¿Y qué es ser poeta? Recuerdo haber comenzado a escribir esa novela con una hipótesis de trabajo cuya definición anoté en mi cuaderno de notas: «El poeta es un joven a quien su madre lleva a exhibirse frente a un mundo en el cual es incapaz de entrar». Como puede comprobar, esta definición no es ni sociológica, ni estética, ni psicológica.

 Es fenomenológica.
El adjetivo no está mal, pero me prohíbo utilizarlo. Temo demasiado a los profesores para quienes el arte es sólo un derivado de las corrientes filosóficas y teóricas. La novela conoce el inconsciente antes que Freud, la lucha de clases antes que Marx, practica la fenomenología (la búsqueda de la esencia de las situaciones humanas) antes que los fenomenólogos. ¡Qué fabulosas «descripciones fenomenológicas» las de Proust, quien no conoció a fenomenólogo alguno!

Resumamos. Existen varias formas de aprehender el yo. Ante todo, por la acción. Después en la vida interior. Usted afirma: el yo está determinado por la esencia de su problemática existencial. De esta actitud se derivan en su obra numerosas consecuencias. Por ejemplo, su obstinación por comprender la esencia de las situaciones parece volver caducas, al menos para usted todas las técnicas de descripción. Usted no dice casi nada del aspecto físico de sus personajes. Y como la búsqueda de las motivaciones psicológicas le interesa menos que el análisis de las situaciones, es también muy parco sobre el pasado de sus personajes. ¿El carácter demasiado abstracto de su narración no corre el riesgo de hacer a sus personajes menos vivos?
Trate de hacerle esta misma pregunta a Kafka o a Musil. A Musil ya se la hicieron. Incluso personas muy cultas le reprocharon no ser un auténtico novelista. Walter Benjamin admiraba su inteligencia pero no su arte. Eduard Roditi encuentra a sus personajes sin vida y le propone a Proust como ejemplo a seguir: ¡cuánto más viva y auténtica, dice, es Madame Verdurin en comparación con Diotima! Efectivamente, dos siglos de realismo psicológico han creado algunas normas casi inviolables: 1. hay que dar el mínimo de información sobre un personaje, sobre su apariencia física, su modo de hablar y de actuar; 2. hay que dar a conocer el pasado de un personaje, porque en él se encuentran todas las motivaciones de su comportamiento presente; y 3. el personaje debe gozar de una total independencia, es decir que el autor y sus propias consideraciones deben desaparecer para no perturbar al lector, quien quiere rendirse a la ilusión y considerar la ficción una realidad. Musil ha roto ese viejo acuerdo entre la novela y el lector. Y, con él, otros novelistas. ¿Qué sabemos del aspecto físico de Esch, el personaje más importante de Broch? Nada, salvo que tenía los dientes muy grandes. ¿Qué sabemos de la infancia de K. o de Svejk? Ni a Musil, ni a Broch, ni a Gombrowicz les molesta estar presentes en sus novelas a través de sus pensamientos. El personaje no es un simulacro de ser viviente. Es un ser imaginario. Un ego experimental. La novela vuelve así a sus comienzos. Don Quijote es casi impensable como ser vivo. Sin embargo, en nuestra memoria, ¿qué personaje está más vivo que él? Compréndame bien, no quiero ignorar al lector y su deseo tan ingenuo como legítimo de dejarse arrastrar por el mundo imaginario de la novela y confundirlo de tanto en tanto con la realidad. Pero no creo que la técnica del realismo psicológico sea indispensable para eso. Leí por primera vez El castillo cuando tenía catorce años. Por aquel entonces admiraba a un jugador de hockey sobre hielo que vivía cerca de casa. Imaginé a K. con sus rasgos. Aún hoy lo veo así. Quiero decir con eso que la imaginación del lector completa automáticamente la del autor. ¿Tomás es rubio o moreno? ¿Su padre era rico o pobre? Lo dejo a su elección.

Pero usted no sigue siempre esa regla: en La insoportable levedad del ser, así como Tomás no tiene prácticamente pasado alguno. Teresa, en cambio, es presentada no sólo con su propia infancia, sino incluso con la de su madre.
En la novela encontrará esta frase: «Su vida no había sido más que una prolongación de la vida de su madre, de la misma forma en que el recorrido de una bola de billar es la prolongación del gesto realizado por la mano de un jugador». Si hablo de la madre no es exactamente para dar información sobre Teresa, sino porque la madre es su tema principal, porque Teresa es la «prolongación de su madre» y sufre por ello. También sabemos que tiene pechos pequeños con los «pezones demasiado grandes y demasiado oscuros» como si hubieran sido pintados por «un pintor campesino que hiciese imágenes obscenas para los pobres»; esta información es indispensable ya que el cuerpo es otro gran tema de Teresa. Por el contrario, en lo concerniente a Tomás, su marido, no cuento nada de su infancia, nada de su padre, de su madre, de su familia, y su cuerpo, así como su cara, nos resultan completamente desconocidos porque la esencia de su problemática existencial tiene sus raíces en otros temas. Esta ausencia de información no lo hace menos «vivo». Pues crear a un personaje «vivo» significa: ir hasta el fondo de su problemática existencial. Lo cual significa: ir hasta el fondo de algunas situaciones, de algunos motivos, incluso de algunas palabras con las que está hecho. Nada más.

Su concepción de la novela podría entonces ser definida como una meditación poética sobre la existencia. Sin embargo, sus novelas no siempre han sido comprendidas así. Encontramos en ellas muchos acontecimientos políticos que han estimulado una interpretación sociológica, histórica o ideológica. ¿Cómo concilia usted su interés por la historia de la sociedad y su convicción de que la novela examina ante todo el enigma de la existencia?
Heidegger caracteriza la existencia mediante una forma archiconocida: in-der Welt-sein, ser-en-el mundo. El hombre no se relaciona con el mundo como el sujeto con el objeto, como el ojo con el cuadro; ni siquiera como el actor con el decorado de una escena. El hombre y el mundo están ligados como el caracol y su concha: el mundo forma parte del hombre, es su dimensión y, a medida que cambia el mundo, la existencia (in-der-Welt-sein), también cambia. Desde Balzac, el Welt de nuestro ser tiene carácter histórico y las vidas de los personajes se desarrollan en un espacio del tiempo jalonado de fechas. La novela ya no podrá jamás desembarazarse de esta herencia de Balzac. Incluso Gombrowicz, quien inventa historias fantásticas, improbables, quien viola todas las reglas de la verosimilitud, no la elude. Sus novelas están situadas en un tiempo fechado y perfectamente histórico. Pero no hay que confundir dos cosas: hay, por una parte, la novela que examina la dimensión histórica de la existencia humana y, por otra, la novela que ilustra una situación histórica, que describe una sociedad en un momento dado, una historiografía novelada. Conocerá usted todas esas novelas escritas sobre la Revolución francesa, sobre María Antonieta, o sobre 1914, sobre la colectivización de la URSS (a favor o en contra), o sobre el año 1984; todas ellas son novelas de vulgarización que revelan un conocimiento no-novelesco en el lenguaje de la novela. Ahora bien, no me cansaré de repetir: la única razón de ser de la novela es decir aquello que tan sólo la novela puede decir.

 Pero ¿qué puede decir la novela de específico acerca de la Historia? O dicho de otro modo: ¿cuál es su forma de tratar la Historia?
Voy a exponerle algunos principios que son los míos. Primero: trato todas las circunstancias históricas con un máximo de economía. Actúo en relación a la Historia como un escenógrafo que decora una escena abstracta con la ayuda de algunos objetos indispensables para la acción.

Segundo principio: entre las circunstancias históricas sólo retengo aquellas que crean para mis personajes una situación existencialmente reveladora. Ejemplo: en La broma, Ludvik ve a todos sus amigos y condiscípulos levantar la mano para votar, con total facilidad, su expulsión de la universidad y hacer tambalear así su vida. Está seguro de que hubieran sido capaces, de ser necesario, de mandarlo a la horca con la misma facilidad. De ahí su definición del hombre: un ser capaz en cualquier situación de enviar a su prójimo a la muerte. La experiencia antropológica fundamental de Ludvik tiene pues raíces históricas, pero la descripción de la Historia misma (el papel del Partido, las raíces políticas del tenor, la organización de las instituciones sociales, etc.) no me interesa y no la encontrará usted en la novela.  Tercer principio: la historiografía escribe la historia de la sociedad, no la del hombre. Es por lo que los acontecimientos históricos de los que hablan mis novelas son con frecuencia olvidados por la historiografía. Ejemplo: en los años que siguieron a la invasión rusa de Checoslovaquia en 1968, el terror contra la población fue precedido por matanzas de perros oficialmente organizadas. Es éste un episodio totalmente olvidado y sin importancia para un historiador, para un politólogo, ¡y, sin embargo, de un supremo significado antropológico! Sugerí el clima histórico de La despedida gracias a este único episodio. Otro ejemplo: en el momento decisivo de La vida está en otra parte, la Historia interviene bajo la forma de un calzoncillo poco elegante y feo; no había otros en aquella época; ante la más hermosa ocasión erótica de su vida, Jaromil, temiendo hacer el ridículo en calzoncillos, no se atreve a desnudarse y huye. ¡La inelegancia! Otra circunstancia histórica olvidada y, sin embargo, cuán importante para quien está obligado a vivir en un régimen comunista. Pero es el cuarto principio el que va más lejos: no sólo la circunstancia histórica debe crear una situación existencial nueva, sino que la Historia debe en sí misma ser comprendida y analizada como situación existencial. Ejemplo: en La insoportable levedad del ser, Alexander Dubcek, después de ser detenido por el ejército  ruso, secuestrado, encarcelado, amenazado, forzado a negociar con Breznev, regresa a Praga. Habla por la radio, pero no puede hablar, le falta el aliento, en medio de cada frase hace largas pausas atroces. Lo que revela para mí este episodio histórico (completamente olvidado ya que, dos horas después, los técnicos de la radio fueron obligados a cortar las penosas pausas de su discurso), es la debilidad. La debilidad como categoría muy generalizada de la existencia. «Cuando hay que hacer frente a un enemigo superior en número, siempre se es débil, aunque se tenga un cuerpo atlético como Dubcek». Teresa no puede soportar el espectáculo de esta debilidad que le repugna y la humilla, y prefiere emigrar. Pero frente a las infidelidades de Tomás, está como Dubcek frente a Breznev, desarmada y débil. Y ya sabe usted lo que es el vértigo: es estar borracho de la propia debilidad, es el deseo invencible de caer. Teresa comprende de pronto que «forma parte de los débiles, del campo de los débiles, del país de los débiles y que tenía que serles fiel precisamente porque eran débiles y se quedan sin aliento en mitad de la frase». Y, borracha de su debilidad, abandona a Tomás y vuelve a Praga, a la «ciudad de los débiles». La situación histórica no es en este caso un segundo plano, un decorado ante el cual se desarrollan las situaciones humanas, es en sí misma una situación humana, una situación existencial en aumento.

ElLibroRisaKundera

Del mismo modo, la Primavera de Praga en El libro de la risa y el olvido no está descrita en su dimensión político-histórico-social, sino como una de las situaciones existenciales fundamentales: el hombre (una generación de hombres) actúa (hace una revolución) pero su acto se le escapa, ya no le obedece (la revolución hace estragos, asesina, destruye), hace entonces todo lo posible por volver a capturar y domesticar ese acto desobediente (la generación crea un movimiento de oposición, reformador), pero es inútil. Nunca se puede volver a recuperar el acto que ya se nos ha escapado una vez.

 Esto recuerda la situación de Jacques el fatalista, de la que usted habló al comienzo.
Pero esta vez se trata de una situación colectiva, histórica.

 Para comprender sus novelas, ¿es importante conocer la historia de Checoslovaquia?
No. Todo lo que hay que saber lo dice la propia novela.

 ¿No supone algún conocimiento histórico la lectura de las novelas?
Veamos la historia de Europa. Desde el año mil hasta nuestros días, no es sino una aventura común. Formamos parte de ella y todos nuestros actos, individuales o nacionales, sólo revelan su significado decisivo si los situamos en relación con ella. Puedo comprender a don Quijote sin conocer la historia de España. No podría comprenderlo en cambio, sin tener una idea, por global que fuera, de la aventura histórica de Europa, de su época caballeresca, por ejemplo, del amor cortés, del paso de la Edad Media a la Edad Moderna.

En La vida está en otra parte, cada periodo de la vida de Jaromil está confrontado a fragmentos de la biografía de Rimbaud, Keats, Lermontov, etc. El desfile del 1 de Mayo en Praga se confunde con las manifestaciones estudiantiles de mayo del 68 en París. De este modo crea usted para su protagonista un amplio escenario que abarca toda Europa. Sin embargo, su novela se desarrolla en Praga. Culmina justo en el momento del golpe de Estado comunista de 1948.
Para mí, es la novela de la revolución europea en tanto que tal, en su condensación.

¿Revolución europea ese golpe, importado además de Moscú?
Por inauténtico que haya sido ese golpe, fue vivido como una revolución. Con toda su retórica, sus ilusiones, sus reflejos, sus gestos, sus crímenes, se me aparece hoy como una condensación paródica de la tradición revolucionaria europea. Como la prolongación y la culminación grotesca de la época de las revoluciones europeas. De la misma forma que Jaromil, protagonista de la novela, «prolongación» de Víctor Hugo y de Rimbaud, es la culminación grotesca de la poesía europea. Jaroslav, de La broma, prolonga la historia milenaria del arte popular en la época en que éste está a punto de desaparecer. El doctor Havel, en El libro de los amores ridículos es un don Juan en el momento en que el donjuanismo ya no es posible. Franz, en La insoportable levedad del ser es el último eco melancólico de la Gran Marcha de la izquierda europea. Y Teresa, en su pueblo perdido de Bohemia, no sólo se aparta de toda la vida pública de su país, sino «de la carretera por la que la humanidad, «ama y propietaria de la naturaleza», marcha hacia adelante». Todos estos personajes consuman no sólo su historia personal, sino también, además, la historia suprapersonal de las aventuras europeas.

Lo cual quiere decir que sus novelas se sitúan en el último acto de la Edad Moderna, al que usted llama «período de las paradojas terminales».
De acuerdo. Pero evitemos un malentendido. Cuando escribí la historia de Havel en El libro de los amores ridículos, no tenía intención de hablar de un don Juan de la época en que la aventura del donjuanismo termina. Escribí una historia que me parecía divertida. Eso es todo. Todo es reflexiones sobre las paradojas terminales, etc., no precedieron a mis novelas, sino todo lo contrario. Escribiendo La insoportable levedad del ser inspirado por mis personajes, que de alguna forma se retiran todos del mundo, pensé en el destino de la famosa expresión de Descartes, el hombre, «dueño y señor de la naturaleza». Después de conseguir milagros en la ciencia y la técnica, «ese dueño y señor» se da cuenta de pronto de que nada posee y ni es dueño de la naturaleza (poco a poco ésta va abandonando el universo) ni de la Historia (que se le escapa) ni de sí mismo (puesto que es guiado por las potencias irracionales de su alma). Pero si Dios no cuenta y el hombre no es ya el dueño, ¿quién es entonces el dueño? El planeta avanza en el vacío sin dueño alguno. Ahí está la insoportable levedad del ser.

Sin embargo, ¿no es un espejismo egocéntrico ver en la época presente el momento privilegiado, el más importante de todos, es decir el momento del fin? ¡Cuántas veces Europa creyó ver su fin, su apocalipsis!
A todas las paradojas terminales, añádale además la del fin en sí. Cuando un fenómeno anuncia, de lejos, su próxima desaparición, somos muchos a saberlo y, a veces, a lamentarlo. Pero cuando la agonía toca su fin, ya miramos para otro lado. La muerte se vuelve invisible.  Hace ya bastante tiempo que el río, el ruiseñor, los caminos que atraviesan los prados, han desaparecido del pensamiento del hombre. Nadie los necesita ya. Cuando la naturaleza desaparezca mañana del planeta, ¿quién la echará en falta? ¿Dónde están los sucesores de Octavio Paz, de René Char? ¿Dónde están aún los grandes poetas? ¿Han desaparecido o su voz se ha vuelto inaudible? En todo caso, menudo cambio en nuestra Europa, en otros tiempos impensable sin poetas. Pero si el hombre ha perdido la necesidad de la poesía, ¿se dará cuenta de su desaparición? El fin no es una explosión apocalíptica. Probablemente no haya nada más apacible que el fin.

Admitámoslo. Pero si algo está a punto de terminar puede suponerse que alguna otra cosa está a punto de comenzar.
Por supuesto.

Pero ¿qué es lo que empieza? Eso no se ve en sus novelas. De ahí la siguiente duda: ¿no es posible que sólo vea usted la mitad de nuestra situación histórica?
Es posible, pero en todo caso no sería tan grave. Hay que comprender lo que es la novela. Un historiador relata acontecimientos que han tenido lugar. Por el contrario, el crimen de Raskolnikov jamás ha visto la luz del día. La novela no examina la realidad, sino la existencia. Y la existencia no es lo que ya ha ocurrido, la existencia es el campo de las posibilidades humanas, todo lo que el hombre puede llegar a ser, todo aquello de que es capaz. Los novelistas perfilan el mapa de la existencia descubriendo tal o cual posibilidad humana. Pero una vez más: existir quiere decir: «ser en-el-mundo». Hay que comprender como posibilidades tanto al personaje como su mundo. En Kafka, todo esto está claro: el mundo kafkiano no se parece a ninguna realidad conocida, es una posibilidad extrema y no realizada del mundo humano. Es cierto que esta posibilidad se vislumbra detrás de nuestro mundo real y parece prefigurar nuestro porvenir. Por eso se habla de la dimensión profética de Kafka. Pero, aunque sus novelas no tuvieran nada de profético, no perderían su valor, porque captan una posibilidad de la existencia (posibilidad del hombre y de su mundo) y nos hacen ver lo que somos y de lo que somos capaces.

¡Pero sus novelas se sitúan en un mundo perfectamente real!
Recuerde Los sonámbulos de Broch, trilogía que abarca treinta años de historia europea. Para Broch, esta historia está claramente definida como una perpetua degradación de los valores. Los personajes están encerrados en este proceso como en una jaula y deben encontrar el comportamiento adecuado a esta desaparición progresiva de los valores comunes. Broch estaba, por supuesto, convencido de que su juicio histórico era acertado, dicho de otra manera, estaba convencido de que la posibilidad del mundo que él planteaba era una posibilidad realizada. Pero tratemos de imaginar que se equivocaba y que, paralelamente a este proceso de degradación, estaba en marcha otro proceso, una evolución positiva que Broch era incapaz de ver. ¿Habría cambiado algo en cuanto al valor de Los sonámbulos? No. Porque el proceso de degradación de los valores es una posibilidad indiscutible del mundo humano. Comprender al hombre arrojado al torbellino de este proceso, comprender sus actitudes, sus gestos, es lo único que cuenta. Broch ha descubierto un territorio desconocido de la existencia. Territorio de la existencia quiere decir: posibilidad de la existencia. Que esta posibilidad se transforme o no en realidad, es secundario.

¿De modo que la época de las paradojas terminales en la que se sitúan sus novelas no debe ser considerada como una realidad, sino como una posibilidad?
Una posibilidad de Europa. Una visión posible de Europa. Una situación posible del hombre. Pero si intenta captar una posibilidad y no una realidad, ¿por qué tomar en serio la imagen que da por ejemplo de Praga y de los acontecimientos que allí se desarrollaron? Si el autor considera una situación histórica como una posibilidad inédita y reveladora del mundo humano, querrá describirla tal cual es. El caso es que la fidelidad a la realidad histórica es algo secundario en relación al valor de la novela. El novelista no es ni un historiador ni un profeta: es un explorador de la existencia.

Fuente: http://www.leeporgusto.com/

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