jueves, abril 18, 2024
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La corrupción como espectáculo pochoclero

corrupciónLa corrupción, aunque por supuesto está motorizada por personas de carne y hueso, que son las que deben ser sometidas a la justicia penal, que por definición evalúa comportamientos individuales y no puede acusar a un gobierno, un partido o “la clase política”, es, en esencia, un sistema. Y produce diferentes efectos: socialmente afecta el principio de igualdad ante la ley, base del Estado de Derecho republicano, y pone en crisis la convivencia ciudadana. Por otra parte, contribuye a degradar a la política como un todo y a estirar la distancia entre la sociedad y lo que se ha dado en llamar “clase política”.

De Rodolfo Walsh hasta aquí, el periodismo de investigación ha desempeñado un rol fundamental en la historia argentina: destapó asesinatos políticos, echó luz sobre las atrocidades de la dictadura y puso al desnudo la corrupción menemista. E incluso en este último período contribuyó a difundir casos graves y razonablemente probados, como los que involucran a Sergio Schoklender y Ricardo Jaime. Por eso, aunque desde luego se ha banalizado bajo la imposible exigencia de un Watergate por domingo, y aunque en el contexto del conflicto entre el gobierno y Clarín vive zarandeado por la madre de todas las batallas, sería insensato condenarlo al cajón de las medias y los calzoncillos irrecuperables del fondo más oscuro del placard. Entre el denuncismo precoz de algunos medios y el negacionismo de otros, el periodismo de investigación, bien ejercido, sigue siendo una herramienta fundamental para garantizar la transparencia del Estado y asegurar lo que Guillermo O’ Donnell definía como accountability vertical, aquella que se establece entre la sociedad y las autoridades políticas (1).

Dicho esto, el punto de vista del escándalo y la denuncia, es decir la construcción de la corrupción como espectáculo pochoclero (¿Qué vemos este domingo, un capítulo de Mad Men o Lanata?), no parece el mejor camino para entender en profundidad el fenómeno, que es más complejo, más amplio y más global de lo que se infiere de los informes televisivos editados con música de catástrofe. En primer lugar, porque la denuncia tiende a enfocarse casi exclusivamente en un funcionario, casi siempre nacional e indefectiblemente oficialista, oscureciendo el hecho de que la corrupción no es tanto una conducta como un intercambio (como en el sexo, se necesitan al menos dos). La corrupción, aunque por supuesto está motorizada por personas de carne y hueso, que son las que deben ser sometidas a la justicia penal, que por definición evalúa comportamientos individuales y no puede acusar a un gobierno, un partido o “la clase política”, es, en esencia, un sistema.

¿Cuál es la magnitud de ese sistema en Argentina? ¿Cuál su alcance en los últimos diez años?
Como señala Sebastián Pereyra (2), a diferencia de otras preocupaciones ciudadanas como la inflación o incluso la inseguridad, la corrupción resiste las mediciones: por más que se intente, su cuantificación es irremediablemente dudosa. Pero no rehuyamos la toma de posición: tan evidente es que no estamos ante una cleptocracia al estilo Suharto o Mobutu como que Argentina no es Suiza (aunque habrá que reconocer también que la legendaria transparencia suiza se construyó sobre un secreto bancario que garantiza amable refugio a buena parte de los activos financieros ilegales del mundo). Más en concreto, podríamos afirmar que el kirchnerismo no construyó un “régimen de corrupción” generalizado pero que, amparándose en el argumento de que toda denuncia es parte de una operación destinada a derribarlo, tiende a proteger durante demasiado tiempo a funcionarios sobre los cuales pesan acusaciones bien fundadas.

Pero quizás lo más grave sea que la corrupción anula cualquier posibilidad de formular una evaluación mesurada de los aciertos y errores del oficialismo. Digámoslo así: uno puede apoyar, por ejemplo, la Asignación Universal, la moratoria jubilatoria y la estatización de YPF, y criticar, por ejemplo, la intervención del Indec y el manejo de la inflación, pero no puede sensatamente incluir a la corrupción dentro del balance. No puede pensar que están bien algunas cosas y mal otras, y considerar dentro de ellas al soborno o la coima. En tanto éticamente inadmisible, la corrupción impide ensayar un cálculo y adoptar una postura, es decir situarse políticamente, respecto de la performance de un funcionario, un gobierno o un ciclo histórico (incluso si se trata de uno que, como el actual, acumula más luces que sombras). Es esa potencia cancelatoria de la corrupción la que explica su carácter anti-político (3).

Economía y política
Los efectos de la corrupción son letales. Desde el punto de vista fiscal, y aunque casi nunca sea cierto que problemas estructurales como la pobreza o la salud pública se resolverían mágicamente acabando con ella, implica el desvío de dinero público que de otro modo sería utilizado para sus fines específicos: el hilo invisible que conecta a Jaime con los frenos del Sarmiento. Pero además la corrupción corroe la cultura tributaria y afecta la base fiscal de la autoridad pública: no hay Estado fuerte sin impuestos altos y su recaudación depende, al menos en parte, de que la sociedad confíe en que su dinero será correctamente utilizado.

Al mismo tiempo, y para sumarle capas de complejidad a un tema ya de por sí complejísimo, el vínculo entre corrupción y subdesarrollo, aceptado durante años sin muchas dudas, está siendo cuestionado: existen, en efecto, países que han logrado ubicarse entre los más desarrollados del mundo, como Italia, donde la corrupción forma parte ostensible de la vida política y social, y otros que han logrado pegar enormes saltos de desarrollo a pesar de contar con un sistema político y económico que es cualquier cosa menos transparente: es el caso de China, cuyo órgano político más representativo, curiosamente llamado Congreso Nacional del Pueblo, cuenta con más supermillonarios entre sus filas que cualquier otro del mundo: 90 de sus integrantes acumulan bienes por 1.200 millones de dólares promedio, entre ellos Zong Qinghou, que con una fortuna estimada en 21 mil millones de dólares es el hombre más rico del país (4). Es duro decirlo, pero un país puede prosperar con corrupción, del mismo modo que su ausencia no garantiza automáticamente el desarrollo.

Pero la corrupción produce también otros efectos. Desde el punto de vista social, afecta el principio de igualdad ante la ley, base del Estado de Derecho republicano, y pone en crisis la convivencia ciudadana. Por último, contribuye a degradar a la política como un todo y a estirar la distancia entre la sociedad y lo que se ha dado en llamar “clase política”, un fenómeno común a otras latitudes pero cuyo poder destructivo se incrementa en contextos como el argentino, por dos motivos: por los efectos de la crisis de representación que acompañó el estallido del 2001 y que, aunque atenuada, permanece. Y por la historia de un país que, probablemente sin razón, porque ni contar con todos los climas ni acumular cinco premios Nobel lo avalan, siempre se creyó rico y hasta desarrollado, tal como explica Moisés Naím en su famoso silogismo: “Argentina es rica, yo soy pobre, luego alguien se robó mi dinero” (5).

Silencios
Pese a las consecuencias que genera, la corrupción no alcanza para ganar elecciones. Menem, por citar el caso más famoso, obtuvo su reelección poco después de que se difundiera la denuncia más grave en su contra, la de la venta ilegal de armas a Ecuador y Croacia, por la cual recientemente fue condenado. Lo mismo podría decirse de Berlusconi o Fujimori.

Si se mira con cuidado, es fácil descubrir que con la corrupción sucede algo análogo a lo que ocurre con la inseguridad, que también se encuentra entre las principales preocupaciones ciudadanas pero que tampoco alcanza por sí misma para determinar las preferencias electorales, tal como demuestra el caso de la provincia de Buenos Aires, donde Felipe Solá y Daniel Scioli ganaron sucesivas elecciones de gobernador con una propuesta para la materia exactamente opuesta (la reforma progresista de León Arslanian versus la contrarreforma policíaca de Carlos Stornelli). Tal vez la explicación resida en el hecho de que tanto la corrupción como la inseguridad son cuestiones que generan indignación y una sensación de indefensión generalizada, de estafa, pero sobre las cuales los votantes creen que hay poco para hacer, como si fueran males de época con los que inevitablemente hay que resignarse a convivir (por supuesto no es así, en ninguno de los dos casos).

Más que decidir elecciones, la corrupción funciona como un clima que envuelve un momento histórico. La crítica cultural Alejandra Laera, por ejemplo, ve una relación entre crisis económica, corrupción y literatura: así como la novela emblemática de la crisis de 1890 fue La Bolsa, de Julián Martel, las que marcaron el clima del 2001 fueron Plata quemada, de Ricardo Piglia, y La experiencia sensible, de Fogwill (6). La corrupción siempre está, pero tiene que darse un cierto momento emocional para que se haga visible y se convierta en una preocupación generalizada: si no, como sostiene Artemio López, seguirá funcionando bajo un esquema de “audiencias redundantes” (como por otra parte sucede con los programas del kirchnerismo sunnita). La reemergencia actual de la corrupción como preocupación ciudadana es indicador de un cierto fastidio social que sería imprudente no considerar.

Y entonces una última paradoja: Sergio Massa, el único candidato capaz de conmover el panorama electoral y poner en crisis al oficialismo, se cuida de mencionar a la corrupción. Massa nunca dirá Elaskar, bóveda o Schoklender, como nunca dijo Magnetto o Carlotto. Y en este sentido no deja de resultar llamativo que en un país que, como dice Martín Rodríguez, vive cada semana bajo el efecto repiqueteante del monólogo dominical de Lanata, la gran promesa electoral responda a casi todos los temas con el silencio obstinado de los acuarios.

1. La accountability vertical es el “control democrático”, del pueblo hacia la autoridad política. En cambio, la horizontal es la que se establece entre los diferentes órganos del Estado, por ejemplo entre el Congreso y el Poder Ejecutivo, o entre éste y la Justicia. Ver “Accountability horizontal: la institucionalización legal de la desconfianza política”, Revista Posdata, Nº 7, mayo de 2001.
2. Licenciado en Ciencia Política (Universidad de Buenos Aires). Master en Filosofía (Universidad Paris 8 – Francia). Actualmente es doctorando en Sociología en la École des Hautes Études en Sciences Sociales (París – Francia).
3.La idea es de Alejandro Grimson.
4. DPA (Deutsche Presse Agentur), 14-3-12.
5. Moisés Naím es un político e intelectual liberal venezolano. El silogismo fue creado pensando en su país pero se aplica perfectamente a Argentina.
6.Alejandra Laera está trabajando en un libro sobre el tema que se publicará el año próximo.

*Publicado en Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, con el título La corrupción y los acuarios. Julio 2013.

Fuente: www.monde-diplomatique.es | www.elarcadigital.com.ar

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