Música en el siglo XX

La sorprendente mutación de la música en el siglo XX. En la historia musical de Occidente nunca había ocurrido algo comparable a lo que sucede desde hace siete décadas. Rasgos inéditos del presente e interrogantes del futuro.

Si a cualquier persona que se interesa por la música “clásica”[1] se le pide que mencione compositores del siglo XX, no vacilará. Fácilmente mencionará a muchos, porque es interminable la lista de los que han dejado marca indeleble en la historia de la música de Occidente. Debussy, Stravinsky, Prokofief, Mahler, de Falla, Bartók, Copland, Sibelius.…

Pero hay algo muy curioso en relación con esto.

Todos los nombres mencionados corresponden a la primera mitad del siglo. Si se trata de dar nombres de compositores de esa primera mitad, la lista es torrencial e ilimitada porque no tiene fin el catálogo de los gigantes. Ravel, Richard Strauss, Respighi, Rajmáninof, Kodály, Shostakovich, Villa-Lobos… y los que se quiera.

Pero ¿qué ocurre si pedimos nombres de compositores de la segunda mitad de ese mismo siglo? ¿Puede el lector nombrar uno? ¿Quién puede hacerlo sin ser versado específicamente en el tema?

Sí, existen compositores que se distinguieron, y se atribuyen grandes méritos a sus creaciones. Pero… ¿cuántos lectores conocen obras de Pierre Boulez o Krzysztof Penderecki? ¿Cuándo figuró por última vez una obra suya en un concierto en Uruguay?

El contraste que muestran en este sentido las dos mitades de ese mismo siglo XX parece un salto súbito del sol radiante a la tiniebla, y es tan extraordinario que clama por una explicación. No hay ningún momento anterior, en la historia de la música de Occidente, que pueda presentar una mutación comparable.

Sin duda pueden encontrarse, en la historia del arte, momentos de decadencia que eclipsaron grandes destellos de auge anteriores. Un ejemplo es el de las artes plásticas en Italia, donde en el siglo XVI se apagó el fulgor extraordinario que por largo tiempo había brillado culminando en el Renacimiento. Pero se trata de hechos locales o regionales, y las circunstancias históricas que los ambientaron dan claves para su explicación.

Lo ocurrido con la música “clásica” en la segunda mitad del siglo XX no se debe a la “incomprensión de los contemporáneos”. En muchas épocas ha sido frecuente que grandes creadores no fueran apreciados en su propio tiempo; muchos murieron desconocidos y en la miseria. En diversas ramas del arte ocurrió que el surgimiento de nuevas corrientes sufriera el rechazo y el desprecio de un público habituado a cánones o estilos anteriores, y obras que hoy valoramos como grandes hitos sólo valieron un prestigio póstumo a sus creadores. Pero si hablamos de la segunda mitad del siglo XX, la eventual incomprensión de los contemporáneos no puede servir como explicación porque hace tiempo que hemos dejado de ser contemporáneos. Van siete décadas desde que comenzó esa situación.

Hay un hecho que salta a la vista por su posible vinculación con esto. Esa segunda mitad del siglo XX vio, en sus primeras décadas, la irrupción de corrientes musicales populares de origen anglosajón cuyo éxito arrasador invadió y conquistó el mundo. Dos palabras -rock y Beatles- bastan para simbolizar el fenómeno. Su alcance, agigantado por los nuevos medios técnicos de reproducción y transmisión, no puede compararse con ningún precedente.

Pero ese hecho tiene que verse teniendo en cuenta la coexistencia que la música “clásica” había mantenido tradicionalmente con las formas y géneros de música “popular”. La música·“clásica” ha sido cultivada y disfrutada sin que su vigencia sufriera ninguna merma por el simultáneo auge de la música “popular”. Así, por ejemplo, si nos situamos en nuestro rincón del mundo y en ese mismo comienzo de la segunda mitad del siglo pasado, acá proliferaban las “orquestas típicas” que cultivaban el tango y la milonga, junto con los géneros caribeños de la música “tropical”, y todo eso coexistía con el jazz. Mientras tanto, con total independencia, se creaba y se disfrutaba música “clásica”. Muchos teníamos sintonizada la radio del SODRE y asistíamos a conciertos; la Sinfónica ofrecía temporadas con sala repleta, nos maravillábamos con Erich Kleiber o Pierino Gamba; y algunos compositores, como Eduardo Fabini, habían colocado al Uruguay en el mapa.

El deslumbramiento por la aparición de corrientes musicales venidas de otros mundos ciertamente no fue una novedad del rock. Tal fenómeno nunca pudo ocurrir hasta entrado el siglo XX porque antes de eso la única manera posible de oír música era asistir directamente a su ejecución. Mozart no tuvo idea de la música existente en otras regiones de Europa hasta que su padre lo paseó por Alemania, Italia, Holanda y Francia para exhibirlo. Eso cambió con la difusión de portentos técnicos modernos: el gramófono hizo el milagro de reproducir música grabada, y la radio fue capaz de transmitirla a miles o millones. Esa revolución hizo posible que los géneros musicales nacidos en un lugar se divulgaran en otras regiones del planeta, y hubo muchos casos en que desataron entusiasmos delirantes en ámbitos que eran muy remotos respecto de su cuna, geográfica y culturalmente. No necesitamos ir lejos para encontrar ejemplos: el tango rioplatense tuvo su período de furor en muchas regiones lejanas, entre ellas Europa. [2]

En algunos casos esa popularidad de formas musicales exóticas penetró también en la creación “clásica”. Un caso destacado es el impacto del jazz en compositores europeos, como Ravel o Milhaud. O sea que la irrupción de formas musicales exógenas, en el pasado, lejos de sofocar o eclipsar la creación de música “clásica”, contribuyó a enriquecerla. Siendo así, no es nada obvio que el auge mundial del rock haya causado el apagón simultáneo de la composición “clásica”.

Las realidades de hoy muestran otro aspecto que también es inédito. El interés por la música “clásica” sobrevive y prospera en el mundo: en todas partes hay conciertos y orquestas, solistas y conjuntos, públicos que llenan salas y canales de televisión especializados. Pero toda esa música, salvo excepciones ínfimas, es de siglos anteriores.

Nunca había pasado nada parecido en la tradición occidental. Tanto la música de las viejas cortes aristocráticas o salones burgueses como la ejecutada en salas de concierto públicas (desde que esa práctica se estableció), e incluso la que se practicaba en ámbitos privados o familiares, buscaba la composición novedosa. Muchos grandes compositores se ganaron la vida gracias a los encargos de obras que recibían de personajes poderosos o instituciones musicales; y los programas de los conciertos (privados o públicos) se jactaban de sus estrenos y no de sus reposiciones, que más bien servían de “relleno”. Hoy puede ser prestigioso ofrecer una “primera audición” de una obra, pero ciertamente no es cosa habitual; y tampoco es probable que sea lo que más desea el público, o lo que más celebra.

Lo cual nos da la situación que de hecho vivimos, muchas veces sin advertir lo que tiene de curioso. La música “clásica” es un universo de creaciones artísticas que inspiran un interés y una admiración que se mantienen incólumes, pero al que se trata como un mundo cerrado. Seguimos reverenciando ese cúmulo de creaciones; disfrutamos una y otra vez obras que ya conocemos, o el descubrimiento de las que no conocíamos, y celebramos o criticamos sus interpretaciones. Pero tomamos como cosa natural que la “música clásica” consista unicamente en ese repertorio ya establecido. Que se sigan escribiendo obras (por ejemplo, que un compositor sueco llamado Leif Segerstams tenga escritas 327 sinfonías) no cambia las cosas. Eso no lo vemos como “verdadera música clásica”; más bien lo asociamos con el torrente desbocado que hoy inunda todos los campos y cada día nos presenta ocurrencias de todo tipo, muchas veces intrascendentes. La música “clásica”, para nosotros, es lo que ya es: una colección enorme pero delimitada.

Por otro lado cabe preguntarse cómo repercute en las diferentes formas de música “popular” el auge globalizado de las tendencias que han conquistado el mundo. Esos efectos seguramente varían según los casos; pero sin duda se ha resentido en todas partes la popularidad de géneros que antes se identificaban con la cultura local.

Volvamos a nuestro barrio y preguntémonos qué presente tiene el tango y qué futuro se le puede vaticinar. Con los conocimientos que a mí me faltan lo ha hecho en esta revista vadenuevo José Luis Piccardo.[3] Señala la importancia de los cultores actuales del género y presenta una larga lista de ellos, “jóvenes casi todos”. Pero al mismo tiempo que destaca ese hecho y la trascendencia del tango, que “desde los primeros balbuceos … hasta las búsquedas contemporáneas” ha dejado “una noble y multifacética creación artística” y es “patrimonio inmaterial de la humanidad”, Piccardo pone signo de interrogación a su porvenir: “No nos animaríamos a decir si el tango es hoy algo que se va extinguiendo en cuanto a su capacidad de crear cosas nuevas o si estamos ante los respetables intentos de un género que, aunque no tenga claro hacia dónde va, busca reafirmarse y permanecer abriendo las puertas que se lo permitan”.

Es evidente que el tango no ocupa hoy, en la sociedad y la cultura, el lugar que tuvo. Su vigencia y su vitalidad se han opacado. Para el joven o el adolescente es algo de cuya existencia tiene noticia, mucho más que un componente de su cultura o una presencia constante en sus hábitos.

Y es legítima la duda sobre su futuro a más largo plazo. ¿Se puede descartar que entre en letargo, se anquilose y llegue a ser una pieza de museo, como el pericón que los maestros desempolvan en las escuelas para escenificar estampas de un pasado fósil?

Tampoco es forzoso que el destino del tango, cualquiera que sea, coincida con el de otras manifestaciones de música popular regionales del mundo, o de Occidente. Podrían recorrer caminos propios y tener destinos independientes el flamenco andaluz, el samba brasileño, el Jodel alpino, el mambo caribeño o el csárdás húngaro. Probablemente todos tengan en común hoy, precisamente, ese signo de interrogación.

Una vía de difusión de los géneros de origen popular que se ha acentuado en los últimos tiempos es su ingreso en los repertorios de artistas y conjuntos dedicados a la música “clásica”. Desde luego, esos dos mundos musicales nunca fueron estancos, ni pudo ser del todo tajante su delimitación; pero hoy el repertorio “culto” está más abierto a la presencia de géneros de origen popular. Figuran obras de Piazzolla en programas de orquestas sinfónicas de cualquier región, y la OSSODRE uruguaya ha hecho de la difusión del tango un cometido permanente. Se acepta mucho más que hace un siglo la idea de que la música es “una e indivisible”, con toda su diversidad de formas y de orígenes que no deben compartimentarla. Baste una sola muestra ejemplar. Si se observan los repertorios de la pareja de enormes músicos uruguayos que forman la pianista Irma Ametrano y el guitarrista Óscar Cáceres[4], se ve cómo conviven allí Bach, Vivaldi y Villa-Lobos, Piazzolla, Ariel Ramírez y Ginastera, con muchos otros nombres, reunidos en versiones magníficas de Música con mayúscula.

Tal vez haya que dar la razón a Federico García Vigil[5] cuando, al preguntársele qué exponentes de la música actual serán recordados dentro de tres siglos, no habló de compositores: “Esta es la gran era de los instrumentistas. Nunca se tocó tan bien. Los de la mitad del siglo XX en adelante y el siglo XXI son los mejores intérpretes que ha dado la sociedad humana.”

[1] Las comillas aplicadas a algunos términos buscan eludir las disquisiciones sobre esos conceptos y la terminología conveniente, asuntos cuya dilucidación no es el objeto de este artículo. Que lo perdone el lector.

[2] Conocí a una señora húngara emigrada al Uruguay, muy razonablemente culta, que recibió con estupor e incredulidad la afirmación de que el tango era originario de esta región. Había creído siempre de que era vienés. (Lo cual no tenía otro fundamento que su prejuicio de suponer ese origen respecto de todo lo prestigioso y admirable.)

[3] En tres artículos de 2010: El tango, esa música (Nº 17 de vadenuevo), De Gardel a Piazzolla (Nº 18) y Después de Piazzolla (Nº 19). Todas las citas del texto provienen del último.

[4] Irma Ametrano y su esposo Óscar Cáceres residen en Francia. Sus grabaciones no son fáciles de encontrar; la aplicación Spotify ofrece el contenido de dos CD de Irma Ametrano titulados Le piano latino-américain (1998 y 2000); y de Óscar Cáceres, Récital de guitare (2004) y Mundo Latino (2006).

[5] Entrevista publicada en el Nº 12 de vadenuevo, realizada por Ennio Martínez, José Luis Piccardo, Jaime Secco y Elder Silva.

 Fuente: Nicolas Rab, periodista uruguayo, Vadenuevo, ROUruguay, para www.gracus.com

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