jueves, marzo 28, 2024
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Una levedad soportable

Novelista es aquel que, según Flaubert, desea desaparecer detrás de su obra. Desaparecer detrás de su obra: esto quiere decir renunciar al papel de personalidad pública. Ello no es fácil en la actualidad, en la que todo lo importante, por poco que sea, debe pasar por la escena insoportablemente iluminada de los mass media; los cuales, contrariamente a la intención de Flaubert, hacen desaparecer la obra detrás de la imagen de su autor.

En esta situación, a la que nadie puede escapar por entero, la observación de Flaubert se me presenta casi como una puesta en guardia: prestándose al papel de personalidad pública, el novelista pone en peligro su obra, que corre el riesgo de ser considerada como un simple apéndice de sus gestos, de sus declaraciones, de sus tomas de posición. Pues bien, el novelista no sólo no es el portavoz de nadie, sino que yo llegaría a decir que ni siquiera es el portavoz de sus propias ideas. Cuando Tolstoi escribió el primer esbozo de Ana Karenina, Ana era una mujer antipática y estaba justificado y se merecía su fin trágico.

La versión definitiva de la novela es muy diferente. Pero no creo que Tolstoi, de una versión a otra, cambiara de ideas morales; yo diría más bien que, mientras la escribía, escuchaba una voz distinta de la de su propia convicción moral. Escuchaba lo que a mí me gustaría llamar la sabiduría de la novela. Todos los verdaderos novelistas están a la escucha de esa sabiduría suprapersonal, lo que explica que las grandes novelas sean siempre un poco más inteligentes que sus autores. Los novelistas que son más inteligentes que sus obras deberían cambiar de oficio.

Pero ¿qué es esta sabiduría, qué es la novela? Hay un proverbio judío admirable: “El hombre piensa, Dios ríe”. Inspirado por esta sentencia, me gusta imaginar que François Rabelais oyó un día la risa de Dios y que fue así como nació la idea de la primera gran novela europea. Me complazco en pensar que el arte de la novela vino al mundo como el eco de la risa de Dios.

Pero ¿por qué se ríe Dios contemplando al hombre que piensa? Porque el hombre piensa y la verdad se le escapa. Porque cuanto más piensan los hombres, más se aleja el pensamiento del uno del pensamiento del otro. En fin, porque el hombre nunca es lo que imagina ser. Es en el alba de los tiempos modernos cuando se revela esta situación fundamental del hombre salido de la Edad Media: Don Quijote piensa, Sancho piensa, y no sólo se les escapa la verdad del mundo, sino también la verdad de su propio yo. Los primeros novelistas europeos vieron y entendieron esta nueva situación del hombre, y sobre ella fundaron el arte nuevo, el arte de la novela.

François Rabelais inventó muchos neologismos que luego entraron a formar parte de la lengua francesa y de otras lenguas, pero una de esas palabras ha permanecido olvidada, y ello es de lamentar. Es la palabra agélaste; está tomada del griego y quiere decir el que no ríe, el que no tiene sentido del humor. Rabelais detestaba a los agélastes. Tenía miedo de ellos. Se quejaba de que fuesen tan atroces con respecto a él que a causa de los mismos había estado a punto de dejar de escribir, y para siempre.

No existe paz posible entre el novelista y el agélaste. No habiendo escuchado nunca la risa de Dios, los agélastes están persuadidos de que la verdad es clara, de que todos los hombres deben pensar lo mismo y que ellos son exactamente lo que imaginan ser. Pero es precisamente al perder la certidumbre de la verdad y, el consentimiento unánime de los otros cuando el hombre deviene individuo. La novela es un paraíso imaginario de los individuos. Es el territorio donde nadie está en posesión de la verdad, ni Ana ni Karenina. Ha sido en el arte de la novela donde, durante cuatro siglos, se confirmaba, se creaba, se desarrollaba el individualismo europeo.

En el tercer libro de Gargantúa y Pantagruel, Panurgo, el primer gran personaje novelesco que ha conocido Europa, está atormentado por la pregunta: ¿debe casarse o no? Consulta a médicos, a videntes, a profesores, a poetas, a filósofos, quienes a su vez le citan a Hipócrates, Aristóteles, Homero, Heráclito, Platón. Pero después de todas esas enormes investigaciones eruditas, que ocupan todo el libro, Panurgo sigue ignorando si debe o no debe casarse. Nosotros, los lectores, tampoco lo sabemos, pero en cambio hemos explorado desde todos los puntos de vista posibles la situación, tan cómica como elemental, de aquel que no sabe si debe casarse o no.

La erudición de Rabelais, tan grande como era, tiene, pues, un sentido distinto que la de Descartes. La sabiduría de la novela es diferente de la de la filosofía. La novela no nace del espíritu teórico, sino del espíritu del humor. Uno de los fracasos de Europa es el de no haber comprendido nunca el arte más europeo: la novela; ni su espíritu, ni sus inmensos conocimientos y descubrimientos, ni la autonomía de su historia. El arte inspirado por la risa de Dios es, por esencia, no tributario, sino contradictor de las certezas ideológicas. A imitación de Penélope, deshace durante la noche la tapicería que los teólogos, los filósofos, los sabios han tejido la víspera.

Fuente: https://www.calledelorco.com/

Discurso de Milan Kundera en la entrega del
Premio de Jerusalén a la libertad, 1985

https://www.calledelorco.com/
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