Por el bien común, sigamos privilegiando la docencia presencial, la lectura de libros físicos, la existencia de librerías, cines y otros contextos analógicos.
Como tantos otros escritores y profesores, durante los últimos meses he cambiado los salones de los festivales literarios y las aulas de las universidades por Zoom y otras plataformas de videoconferencia. Eso me ha permitido impartir seminarios en Bogotá o Ciudad de México y conversar con lectores de todo el mundo. Lo que se gana es evidente: tiempo, conciliación familiar, ahorro energético. Lo que se pierde, también lo es: contacto humano, inmersión, intercambio cultural, conversación informal, todo aquello que rodea a la charla y la enriquece.EL TIMES: Una selección semanal de historias en español que no encontrarás en ningún otro sitio, con eñes y acentos.Sign Up
Me cuesta distinguir —en el recuerdo— lo que dije en un lugar o en otro: todo ocurrió en la misma pantalla de mi casa. La capacidad del contexto para convertir la experiencia en memoria es lo que vuelve la reunión física superior a la digital. Se trata de la misma razón por la que sigue siendo para muchísima gente mejor la lectura de un libro en papel que la de uno electrónico; ver una película en el cine en vez de hacerlo en un dispositivo; o compartir una serie en el sofá de casa en lugar de verla a solas en el teléfono móvil. El marco, que es diferente en cada ocasión, hace memorable la experiencia.
Las grandes plataformas tecnológicas ponen a nuestra disposición catálogos y herramientas asombrosos, fascinantes. Lo hacen a través de una misma superficie plana, cuyo tamaño cambia según el dispositivo, pero cuyas propiedades se mantienen. Mientras que la pantalla del ordenador, del libro electrónico o del teléfono uniformizan, el aula, el libro en papel o la sala de proyección distinguen. Eso es crucial en un momento en que están cambiando nuestras formas de atender y de recordar. En que la memoria, perpetuamente distraída, demasiado acostumbrada al auxilio de Google, necesita más ayuda que nunca.
Esa particularidad, esa distinción, se produce a través de un rasgo del mundo analógico que nos disgustaba cuando no habíamos sido conquistados por el digital y que ahora, en cambio, nos parece valioso: el ruido. “El ruido, para un ingeniero de sistemas electrónicos, es cualquier cosa que no sea una señal“, escribe Damon Krukowski en The New Analog. Cómo escuchar y reconectarnos en el mundo digital. Y añade: “Los medios analógicos siempre incluyen ruido” y “el ruido comunica tanto como la señal”.
La relación entre esos dos conceptos, propia de los equipos de reproducción sonora, es una buena metáfora para entender por qué es más eficaz la pedagogía presencial que la remota. En la transmisión del conocimiento, con auriculares y a través de internet, la señal digital monopoliza la atención y casi borra el ruido. En los cursos y las conferencias en espacios físicos, en cambio, la comunicación analógica, a menudo potenciada por la proyección digital, no solo implica más sentidos y más dimensiones, también inyecta más información —por ejemplo, corporal— y más ruido.
Las experiencias docentes y comunicativas no son solo intelectuales, también implican a los sentidos y las emociones. El ruido de las miradas, de los gestos o las interrupciones puede enriquecer la vivencia. Por eso recordaré siempre la proyección, junto con mi esposa, de Tenet, la película más reciente de Christopher Nolan, en el Phenomena de Barcelona, a finales de agosto de 2020, cuando fue posible aquí volver a los cines. En cambio, probablemente olvide muchas de las películas que hemos visto en el televisor de casa durante este mismo año inolvidable. Por eso, también, recuerdo cuándo y dónde compré y leí muchos de los libros que forman mi biblioteca y, a menos que sea imprescindible, no los compro en internet ni los leo en formato digital.
A veces imagino qué hubiera pasado si, a mediados de los años noventa, un auténtico amante de la literatura, y no Jeff Bezos, se hubiera dado cuenta de que existía un nicho de mercado de venta de libros por internet y hubiera decidido invertir en él. Muy probablemente, ese gigante tecnológico ucrónico ahora no enviaría los libros en las mismas cajas de color marrón en que Amazon envía cualquier cosa. Porque los libreros y los letraheridos sabemos que, al igual que la calidad del papel o la tipografía influyen en la lectura, la bolsa o el papel de regalo son importantes para recordar el contexto en que un libro llegó a tu vida. Que todo proceso de conocimiento es una cadena de memoria y sentido.
La American Booksellers Association acaba de lanzar una impactante campaña de defensa de las librerías. El plan de marketing ofrece a cualquier establecimiento independiente de Estados Unidos la posibilidad de realizar una instalación, con pósteres y cajas, que busca concienciar a los ciudadanos sobre el peligro que supone Amazon para el sector del libro. En las fachadas de algunas de las librerías más emblemáticas de la Costa Este, como McNally Jackson, de Manhattan, Greenlight Bookstore, de Brooklyn, o Solid State Books, de Washington D. C., se pueden leer, en grandes letras, mensajes como estos: “Cómprale libros a gente que quiere vender libros, no colonizar la Luna” o “Por favor, Amazon, déjale a Orwell la distopía”.
En La civilización de la memoria de pez, Bruno Patino afirma que “el nuevo capitalismo digital es un producto y un productor de la aceleración generalizada”. El mundo está mutando a una velocidad extraordinariamente superior a la que puede mutar nuestro cerebro. Por eso necesitamos cada vez más la ayuda de la Nube y la inteligencia artificial y se están fabricando las primeras computadoras cuánticas. La digitalización de la realidad es imparable, pero el ritmo no lo deciden solamente las corporaciones, sino en parte también lo hacemos nosotros, con nuestras decisiones cotidianas.
Por el bien común, sigamos privilegiando en la medida de lo posible la docencia presencial, la lectura de libros en papel, la existencia de librerías, cines y otros contextos analógicos. Sigamos creyendo en la importancia de la memoria. Ya llegará el futuro, con su realidad virtual, sus videolentillas, sus implantes neuronales, sus experiencias inmersivas, su registro y evaluación continuos de todos los detalles de nuestras vidas. No tengamos prisa.
Jorge Carrión (@jorgecarrion21), colaborador regular de The New York Times, es escritor y director del máster en Creación Literaria de la UPF-BSM. Sus últimos libros publicados son Contra Amazon y Lo viral. Es el autor del pódcast Solaris, ensayos sonoros.
Fuente: https://www.nytimes.com/es/2020/10/25/espanol/opinion/ayudar-librerias.html