viernes, marzo 29, 2024
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Los suicidas, Manuel Vicent

La nómina de escritores que prefirieron largarse al otro mundo por la vía rápida a seguir escribiendo es magnífica y prácticamente interminable. Desde los clásicos Sócrates, Séneca y Petronio, pasando por Larra, Ganivet y Gabriel Ferrater entre los nuestros, por los famosos Salgari, Jack London, Virginia Wolf, Stefan Zweig, Sylvia Plath, Cesare Pavese, Walter Benjamin, Hemingway, la lista no está cerrada porque este es un oficio siempre al borde del acantilado, que no es sino el propio ego por el que el escritor está siempre a punto de despeñarse. Pero hubo dos grandes literatos que pasaron a la gran historia de la literatura gracias a que en su atormentada juventud, pese a haberlo intentado, no lograron suicidarse: Joseph Conrad y Hermann Hesse.

A la hora de embarcarse los marineros se dividen en dos: unos lo hacen apenados porque dejan atrás mujer, hijos, amigos y placeres sedentarios; otros se suben a bordo felices por haber logrado sacudirse de encima deudas, pendencias y falsas promesas de amor poniendo todo un océano en medio durante un tiempo largo. Joseph Conrad pertenecía a esta segunda clase de marineros. Para él parecía haber escrito Baudelaire este verso: “Hombre libre, siempre amarás el mar”· En tierra era un ser zarandeado por la existencia, pero el mar lo convertía en un hombre esforzado, riguroso y libre. De regreso de su primera travesía a las Antillas, recalado de nuevo en el puerto de Marsella, a la espera de enrolarse en otro barco, fue devorado otra vez por las deudas y tuvo que coger un revólver y pegarse un tiro en el pecho para resolver bravamente el problema. La bala le pasó muy cerca del corazón y no quiso matarlo.

“Si he de ser marinero quiero ser un marinero inglés” -se prometió a sí mismo en el hospital donde se recuperaba de la herida-. Después de pasar por toda la escala, logró su deseo y como primer oficial de la marina mercante británica navegó los mares de China y de Nueva Zelanda; incorporó a su espíritu los nombres de Sumatra, Borneo y golfo de Bengala; se adentró en el corazón de África por el río Congo y en cada travesía compartió la vida con tipos heroicos y desalmados, que después convertiría de primera mano en personajes de sus novelas. La expiación y el remordimiento después de un acto de cobardía en Lord Jim, la serenidad ante la desgracia en Nostromo, la mutación constante de las pasiones como los cambios del oleaje en El negro del Narcissus, la penetración hasta el fondo de la miseria humana en El corazón de las tinieblas. Un escritor se mide frente al mar. En este sentido Conrad no tiene una sola página ridícula ni se permitió una zozobra. No así en su vida en tierra. Agradecemos que la bala no lo matara.

En cambio, Hermann Hesse navegó otros mares no menos procelosos de la conciencia religiosa. Amamantado en un hogar de pietistas fanáticos, el niño llegó a la adolescencia aplastado por la Biblia. Los salmos, el órgano y las plegarias constituían su principal sustento, al que se unían las correrías por la pradera donde hablaba con los pájaros, las zambullidas en el lago durante el verano, la verdad aprendida en los duendes del bosque y la amistad con el zapatero, el carnicero y otros sencillos menestrales del pueblo alemán de Calw, donde nació.

La vitalidad del muchacho pronto entró en conflicto con la vida oscura de su familia, que lo había destinado a la iglesia para ser ungido por el Señor, pero, desde el primer momento hasta el final de sus días, Hermann Hesse luchó para elegir la clase de ungüento con el que quería ser consagrado. Pese a todo, no pudo evitar la inercia clerical de sus padres. En el seminario de Tubinga, Hermann Hesse fue un pálido adolescente enclaustrado que, entre los húmedos paredones no hacía sino recordar la libertad que gozó en su niñez entre los álamos negros y los alisos del lago, el silencio de la nieve en los abetos, el conocimiento de los animales, las plantas y las estrellas. Un día saltó la tapia del seminario y entonces empezó la tortura. Quería ser escritor o nada, pero esa elección no se alcanza impunemente. Los padres internaron al muchacho en un centro religioso de curación. Lo llevaron ante el afamado exorcista. En medio de ese rito, lejos de echar espuma por la boca, el muchacho imaginaba la rama de abeto iluminada por el sol del verano de donde su cuerpo endemoniado pendería entre el canto de los pájaros o se veía ahogado en el seno del lago cuyas aguas en los días felices de vacaciones habían recibido gloriosamente sus alegres zambullidas coreadas por los gritos de felicidad de sus compañeros. Hermann Hesse nunca olvidaría el esfuerzo que tuvo que realizar para liberarse de las propias ataduras; entre ellas, el nudo de la soga con la que intentó ahorcarse. En los años sesenta del siglo pasado, cuando los hippies inauguraron diversas rutas hacia los lugares iniciáticos de planeta, en su morral de apache, junto al pequeño alijo de marihuana, llevaban alguno de sus tres libros inevitables, DemianSiddhartha El lobo estepario.

Fuente: www.elpais.com

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