viernes, abril 19, 2024
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La neuroeducación

3-noticiasEl anuncio de la contratación de la fundación de neurociencias Ineco, dirigida por Facundo Manes, para asesorar al gobierno en educación despertó el debate sobre su injerencia. Como contribución al mismo, en esta nota el neurobiólogo inglés Steven Rose alerta sobre la mirada reduccionista de la “neuroeducación”.

Los neurocientíficos –y la neurociencia– están de racha. A principios de 2013, la Unión Europea anunció su Human Brain Proyect (Proyecto Cerebro Humano) con un presupuesto estimado de 1,2 mil millones de euros.

El proyecto es uno de los dos ganadores del concurso “gran desafío”, otorgado en virtud del programa insignia de la UE para Tecnologías Futuras y Emergentes. El objetivo, según el sitio web del proyecto, es “construir una infraestructura completamente nueva de tecnología de computación de información para la neurociencia y la investigación en medicina e informática relacionadas con el cerebro, catalizando un esfuerzo de colaboración global para comprender el cerebro humano y sus enfermedades y, finalmente, para emular sus capacidades computacionales”.

Poco después, el presidente estadounidense Barack Obama anunció un mega proyecto cerebral paralelo, el Brain Research through Advancing Innovative Neurotechnologies (Investigación Cerebral mediante Neurotecnologías Innovativas Avanzadas), presupuestado en 3 mil millones de dólares durante 10 años y destinado a generar un mapa dinámico de la conectividad de los 100 mil millones de neuronas en la corteza cerebral humana –o inicialmente más modestamente, de unas pocas decenas de miles en el cerebro del ratón.

Este proyecto –una colaboración de varias agencias federales de Estados Unidos, incluyendo los Institutos Nacionales de Salud y la agencia militar DARPA (Agencia de Proyectos Avanzados de Defensa)– también ha atraído elevada retórica. Será “transformador”, resolverá “el misterio de las tres libras de materia que se encuentra entre nuestros oídos”, y será un generador de riqueza. Se centrará en las nuevas tecnologías –optogenética, nanopartículas, neurosondas miniaturizados, computación de ADN– necesarios para comenzar a localizar y registrar las conexiones.

No importa que muchos neurocientíficos sean escépticos acerca tanto de las metas como de los métodos; pocos van a mirar con recelo a los caballos regalados. La posición por defecto será la de tomar el dinero y correr. Porque es cierto que este es un momento increíble para la investigación sobre el cerebro, con extraordinarias nuevas técnicas capaces de sondear el cerebro vivo en todos los niveles, desde el movimiento de iones a través de membranas sinápticas hasta la participación de conjuntos gigantes de las neuronas en la realización de tareas tales como el trazado la ruta de casa al trabajo o recordando la cara de un ser querido.

Pero con estos éxitos ha venido una cierta arrogancia. “Usted es su cerebro”, afirma un Premio Nobel. Otro dice: “Usted no es nada más que un montón de neuronas”. La mente, la conciencia y el “libre albedrío” colapsan; no son más que los epifenómenos de procesos cerebrales, una “ilusión de usuario”. Y así, la marcha hacia adelante de la neurociencia ofrece iluminar y transformar otros estudios sociales y culturales que anteriormente eran independientes.

Estamos entrando en el mundo híbrido de neurodisciplinas: neuroeconomía, neuromarketing, neuroestética, neuroética. Algunos de estos están quizás mejor vistos como meras burbujas intelectuales, memorablemente capturadas en el término de Raymond Tallis “neuromania”.

Sin embargo, algunos –sobre todo el de las neuroleyes (este campo, creciente en los EE.UU., explora el argumento de la responsabilidad disminuida por un crimen porque “mi cerebro me hizo hacerlo”) y la neuroeducación, el tema de esta crítica– deben tomarse más en serio, debido a que sus afirmaciones tienen consecuencias prácticas.

Es fácil ver por qué la perspectiva de la neuroeducación, o el aprendizaje basado en el cerebro, podría excitar a maestros deseosos de hacer lo mejor para sus estudiantes y para encontrar maneras de anclar su estrategias de enseñanza y aprendizaje en lo mejor de que la ciencia pueda ofrecer el aprendizaje.

La seducción de esas ubicuas imágenes en falso color del cerebro, mostrando las regiones que se “encienden” cuando se resuelve un problema de matemáticas o se aprende un nuevo idioma, no se puede negar. Parecen ofrecer una certeza que las meras percepciones psicológicas o educativas no pueden ofrecer. Por lo que no es sorprendente que la neuroeducación se esté convirtiendo en una industria en crecimiento (una búsqueda en Google registra 158.000 accesos para “neuroeducación” y 299.000 para el “aprendizaje basado en el cerebro” [5.910.000 para “brain-based learning”], con padres y profesores como objetivos por igual.

En Inglaterra, los anuncios de televisión lanzan himnos a los méritos de los gimnasios “cerebrales” y ofrecen ejercicios para activar los “botones cerebrales” para mejorar el flujo de sangre al cerebro. Por lo menos en el Reino Unido, al contrario que en los EEUU., los anuncios no incluyen todavía a los electrodos estimuladores de corriente directa (estimuladores transcraneales de corriente directa, TCDS) que, colocados a través del cráneo, se supone que mejoran el aprendizaje y la memoria.

No obstante, se pueden comprar en Internet, junto con “potenciadores cognitivos” fuera de indicación [off label, en inglés], tales como Ritalina, prescritos originalmente para el trastorno de hiperactividad con déficit de atención, pero ahora ampliamente utilizados por los estudiantes repasando para exámenes.

En cuanto a los maestros de escuela, Usha Goswami, director del Centro de Cambridge para la Neurociencia y Educación, ha descrito en la revista Nature Neuroscience cómo los maestros [en Inglaterra] reciben más de 70 envíos por correo al año instándolos a inscribirse a los cursos sobre el aprendizaje basado en el cerebro. Algunos ni siquiera se molestan con un curso.

Un director me contó cómo había reorganizado su horario de clases para enseñar en ráfagas rápidas como resultado de la lectura de un artículo en la revista Scientific American. Este informaba que si moscas de la fruta y ratones son entrenados intensivamente en tandas repetidas de 10 minutos separadas por períodos de descanso, muestran mejor memoria que si se les da la misma cantidad de entrenamiento espaciados de manera más uniforme.

Se proponen diferentes estrategias de enseñanza para estudiantes de “cerebro izquierdo” y “de cerebro derecho”, aquellos cuyo aprendizaje está más basado en el lenguaje en comparación con aquellos que son más visuales. Y he perdido la cuenta del número de veces que me han preguntado si es cierto que “usamos solo el 10 por ciento de nuestro cerebro”.

Los neurocientíficos son con razón crítico de muchas de estas afirmaciones; un informe de la Royal Society [Academia de Ciencias de Inglaterra] en 2011 (Brain Waves Module 2, Neuroscience: Implications for Education and Lifelong Learning) los describió como “neuromitos”. Cerebro izquierdo/derecho está mejor considerado como una metáfora, no una declaración acerca de la localización cerebral, mientras que nadie parece saber dónde está la figura 10 por ciento se originó. Tanto el ejercicio como el sueño pueden ayudar al aprendizaje y la memoria, pero los efectos de TCDS son evanescentes.

Tales pronunciamientos autorizados pueden ser vistos como un intento de las voces autorizadas de la neurociencia y la psicología cognitiva para vigilar las fronteras y lograr un cierto control sobre los excesos de los profesionales de los bordes. Pero si bien es importante cuestionar las afirmaciones de los “vendedores de aceite de serpiente” [charlatanes, NdelT], mi argumento es que las pretensiones de la corriente mainstream de la neuroeducación, también, se han exagerado.

Consideremos las recomendaciones con las cuales concluye el informe de la Royal Society sobre las implicaciones de la neurociencia para la educación y el aprendizaje permanente: un fuerte alegato a favor de la neurociencia para informar estrategias de enseñanza. (La revelación completa: Yo era un miembro del grupo directivo para el proyecto global Ondas Cerebrales de la Royal Society, aunque no involucrado en este módulo educativo).

La neurociencia, se propone, debería ser utilizada como una herramienta en política educativa, informando la formación del profesorado y la tecnología del aprendizaje adaptativo. Y el prólogo de un libro reciente, Neurociencia para la Educación, editada por Denis Mareschal, Brian Butterworth y Andy Tolmie, imagina un futuro en el que los padres llevan a su hija de 10 meses de edad, a un chequeo de carácter educativo mediante la medición de la actividad eléctrica de su cerebro, y determinar si ella será capaz de aprender chino por imágenes de su respuesta a los fonemas mandarín, con un maestro robot para entrenarla.

La resonancia magnética funcional podría ser utilizada para ayudar a “cerrar la brecha en el rendimiento entre los niños asiáticos y occidentales” y decidir si un niño tiene TDAH, mientras que el estudio de los “mecanismos cerebrales de los expertos” puede determinar si un método de enseñanza que se imparte está estableciendo “habilidades auténticas”.

¿Son tales propuestas, por bien intencionadas que sean, realistas o incluso deseables? Esto no es negar que los estudiosos de la psicología cognitiva y desarrollo infantil tienen cosas útiles que decir acerca de las estrategias óptimas de aprendizaje y la secuencia normal en la que los niños desarrollan competencias en la cultura occidental contemporánea. Así como era la intención de Alfred Binet en el desarrollo de pruebas de CI [coeficiente de inteligencia] hace un siglo, este tipo de investigación puede ayudar a identificar a niños con dificultades específicas de aprendizaje, desde dislexia a discalculia, y diseñar estrategias para ayudarles a mejorar.

Pero a menos que está dictando biología, ¿es importante para un/a maestro/a a distinguir su hipocampo de su amígdala, ambas estructuras cerebrales implicadas en ciertas formas de aprendizaje? Las imágenes del cerebro aparentemente ha demostrado que la corteza prefrontal ventrolateral se ilumina cuando las niñas adolescentes experimentan exclusión social, pero ¿esto proporciona orientación sobre cómo podrían ser ayudadas estas jóvenes? ¿A menos que, por supuesto, como en el sueño del futurólogo, esto sea mediante intervención directa en el cerebro?

Los niños de familias más pobres (o como la literatura pone, más comedida, de nivel socioeconómico bajo) en general pueden tener un vocabulario más restringido que sus pares más ricos -aunque esto ha sido impugnado enérgicamente- pero someterlos a exploración de imágenes cerebrales o a la medición de sus potenciales eléctricos relacionados a eventos (“potenciales evocados”, o ERPs en inglés) para demostrar que esta diferencia puede estar reflejada en procesos cerebrales puede parecer añadir sal a la herida.

Y cuando los neurocientíficos cognitivos afirman que la pobreza impide la función cognitiva (el título de un artículo reciente en la revista Science) o que una manera de sacar a la gente de la pobreza es el uso de la terapia cognitivo conductual para mejorar su “capital mental” (“concebido metafóricamente”, según la psicóloga Cary Cooper, “como la cuenta bancaria de la mente, que se debita o acredita a lo largo del ciclo de vida, desde la infancia hasta la vejez”), muestra una cierta desconexión con las fuerzas económicas que actualmente conducen a la gente a la pobreza.

Hay otro problema aquí, una manifestación de la tendencia común entre los neurocientíficos a cometer lo que los filósofos llaman la falacia mereológica, que a grandes rasgos significa atribuir las propiedades del todo -en términos de neurociencia, el ser humano viviente y consciente- a una parte de ese todo, es decir, el cerebro. Así, una introducción accesible y ampliamente leída al cerebro y su estudio realizada por dos destacados investigadores, Sarah-Jayne Blakemore y Uta Frith, se titula El cerebro aprendiendo: Lecciones para la Educación (2005), e incluye entre sus capítulos títulos como “el cerebro matemático” y “el cerebro alfabetizado”.

Un uso común, pero como seguramente ambos autores estarán de acuerdo, no son los cerebros los que aprenden, son matemáticos o leen y escriben; son sus poseedores quienes utilizan sus cerebros para aprender, hacer matemáticas o lo que sea. (Sé que estoy poniendo mi propia cabeza en la guillotina aquí: hace muchos años, a principios de 1970, escribí un libro llamado, en mi certeza juvenil, El cerebro consciente. Pero me me reformado). Esto es, creo, más que una sutileza semántica, ya que estos títulos reflejan la forma en que los neurocientíficos tienden a pensar y animan a otros a pensar lo mismo.

Por otra parte, los énfasis que se desarrollan a partir de esta forma de pensar, en, por ejemplo, el reporte de la revista Brain Waves [Ondas Cerebrales] sobre la “tecnología adaptativa de aprendizaje” o el prólogo de Educational Neuroscience [Neurociencia Educacional] a un “tutor robot”, corren el riesgo de confundir enseñanza con aprendizaje.

Al instrumentalizar los instrumentos de enseñanza, centrándose en el cerebro y no el niño o el estudiante, estos defensores parecen ignorar el hecho de que tanto la enseñanza como el aprendizaje no son actividades atemporales y aisladas, sino, en su misma esencia, embebidas socioculturalmente.

Para mí, como un neurocientífico, comprometido como yo con las tareas de investigación que implican tratar de entender cómo funciona el cerebro y qué relación puede tener ese funcionamiento con la mente y la conciencia, estudiar de lo que ocurre en el cerebro cuando alguien resuelve ecuaciones cuadráticas o aprende un poema es infinitamente fascinante.

Me preocupa, sin embargo, que algunos de los entusiastas de la neurociencia educativa pueden tomarlo de manera incorrecta. Para los neurocientíficos, la fenomenología de, por ejemplo, la discalculia o la dislexia, origina preguntas sobre los procesos cerebrales que pueden estar implicados, y en este sentido el informe de la Royal Society está es adecuado en fomentar el intercambio de conocimientos entre profesionales y científicos.

Pero yo sugeriría que esto es menos sobre lo que los educadores puedan aprender de nosotros, y más acerca de cómo su experiencia de la enseñanza puede ayudar a enmarcar las preguntas que los neurocientíficos hacen sobre el cerebro.

Fuente: Steven Rose para https://www.timeshighereducation.com/features/beware-brain-based-learning/2009703.article

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