Homero Manzione nació radical con Hipólito Yrigoyen y se hizo peronista de Juan Domingo Perón. A la hora de elegir, optó por poner su palabra al servicio de la transformación social.
Le tocó vivir un tiempo difícil de vasallaje y miseria popular, de artes exóticas y gobiernos reaccionarios, de banderas enfangadas y “próceres” traidores. Pero él supo encontrar las respuestas y erguirse junto a su pueblo para empujar “de prepo” a esa historia nuestra, a veces remisa y reculadora.
Vino de su Añatuya callada y desvalida y se metió con su espíritu poblado de versos en una Nueva Pompeya derramada en cafetines, lustrabotas y mendigos y en ese Boedo y Chiclana tantas veces amenazado por la inundación. Con su familia Manzione se acomodó en la calle Garay al 3200. Con sus siete hermanos incursionó en travesuras, picardías de purrete y “picados” futboleros, rebeldías inocentes de los nueve años, hasta que don Luis, su padre, decidió que él y un hermano ingresaran como pupilos al colegio de Abraham Luppi. Pero entre las travesuras se mezclaron sucesos dramáticos: la muerte de uno de sus hermanos y las visitas a la cárcel donde estaba recluido un tío suyo que se había “disgraciado” en una pelea de cuchillo. Él recordaría siempre esos pasillos sombríos, las rejas que impedían contactarse con su pariente y la congoja de su madre en esas visitas de los domingos.
Por entonces, el Peludo Hipólito Yrigoyen, liderando un frente de la clase media inmigratoria del litoral y los federales y autonomistas del interior, asumió la presidencia desplazando a la oligarquía: “El 12 de octubre de 1916, mis ojos de niño lo vieron de pie sobre su coche, emergiendo desde el fondo de la multitud”. Fue, desde entonces, “que pude besar el rostro de ese tío encarcelado (…) Se derrumbó el muro del locutorio y mi tío me dijo: ‘Esto lo ordenó Hipólito Yrigoyen porque es un hombre humano’”. Así nació su devoción por el radicalismo.
Entre Pompeya y Boedo se fue haciendo hombre y poeta, pues borroneó los primeros versos que ganarían las calles del barrio a través de los muchachos de la murga Los Presidiarios. Después ingresó a ese edificio de perfiles góticos que se llamaba Facultad de Derecho, donde compartió la rebeldía de “cien muchachos locos (…) que hacen la simbiosis pampeanamente rara de Yrigoyen y Marx”, una izquierda nacional “en orsai”, como la calificara su amigo Cátulo Castillo. Con este talentoso hijo del anarquista José González Castillo, que como Homero andaba buscando rumbo en la cultura y la política, con un atorrante magnífico como Amleto Enrico Vergiati (después Julián Centeya) y con el loco Papa, caminoteó atardeceres, alternó boliches y enarboló sueños. A ellos, se sumó luego Arturo Jauretche, que venía de la militancia conservadora para incorporarse a la caravana popular. “Manzi –diría luego Jauretche–fue quien me explicó la importancia del caudillo”. Y juntos se sumaron a la Reforma Universitaria del 18, agitando ideas y trompis contra los cajetillos de la agrupación El Círculo. Ya por entonces, 1926, Homero se destacaba con los versos de “Viejo ciego”, al que le puso música Cátulo Castillo.
Pero el 6 de septiembre de 1930 fue derrocado Yrigoyen, y el general José F. Uriburu implantó una siniestra dictadura. Manzi perdió sus cátedras de Literatura en el secundario y fue expulsado de la Facultad. Luego, lanzado a la resistencia, fue detenido en febrero de 1931, permaneciendo “a la sombra” durante dos meses. A la salida, acentuó su vocación política. A Jauretche le confió su decisión ante el dilema shakespeariano que vivía: “¿Ser hombre de letras o hacer letras para los hombres?”. Optó por lo último. Allá estaba la Academia y el galardón literario, el premio municipal y la cátedra momificada. Aquí, la fidelidad al barrio de las ranas, a las pibas de Alsina, a Pompeya con su “farol balanceando en la barrera” y “el codillo llenando el almacén”, al Boedo donde se mezclaban el caudillo radical Bidegain y aquel Eufemio Pizarro que “con vaivén de carro, cruzaba los ocasos del barrio pobretón”. Y Homero Nicolás Manzione optó por el mundo de las chatas entrando al corralón, chapaleando barro bajo el cielo de Pompeya, herido de lonjas rojas con sus gorriones y fabriqueras, con el eco de un bandoneón –“mariposa de alas negras”– brotándole el último organito de una ciudad entristecida. Aquel que miraba sus callecitas porteñas con calidez y hasta nostalgia se transformó en el orador esquinero que arengaba a la militancia. Aquel que calificaría la piel de una muchacha como “magnolia que mojó la luna” se convirtió en orador de combate: “Nos quieren hacer creer que hay una cosa intocable en la economía: el gran capital (…) Y que el ferrocarril apenas da ganancias (…) Hay que crear la mentalidad opuesta y nacional que, frente a esa lamentación, diga sencillamente ‘que se vayan a la puta que los parió esos accionistas’”. Aquel profesor que en sus clases exaltaba la poesía, venía a reclamar porque “somos una Argentina colonial y queremos ser una Argentina libre” y rescataba a su Añatuya natal porque era “Aña-mía”, sosteniendo que Santiago del Estero no era provincia pobre sino “una provincia empobrecida por el imperialismo”.
DE RADICAL A PERONISTA
Al mismo tiempo, en esos primeros años de los treinta produjo varias milongas que recibieron una buena acogida popular, entre otras, “Milonga sentimental”, “Milonga del 900” y “Milonga triste”. E integró “la resistencia” –esa que olvidan los dirigentes radicales de hoy– bregando por la elección directa de las autoridades y la consolidación de un programa antiimperialista. De allí salió la Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina (Forja), el 29 de junio de 1935. Homero fue uno de los primeros cinco integrantes de la nueva corriente, junto a Arturo Jauretche, Manuel Ortiz Pereira, Félix Ramírez García y Juan Fleitas. Se trataba de recuperar la posición popular y revolucionaria del recientemente fallecido Yrigoyen, impidiendo que Marcelo Alvear condujera al partido a integrarse en “el régimen”. Militó unos años en Forja, pero en 1938 renunció al radicalismo, perdida ya toda esperanza, dada la degradación provocada por el alvearismo.
Al principio de los 40 incursionó en las milongas candombe, estrechando el vínculo criollo con los compases negros, para recibir el elogio de poetas cubanos, con “Pena mulata”, “Negra María”, “Ropa blanca”, “Papá Baltasar” y otros. Y empezó a tentar suerte en el periodismo y especialmente en la cinematografía (La guerra gaucha, El último payador, Pobre mi madre querida, El viejo Hucha y otras), donde aportó un aliento nacional.
Pero cuando en Forja se produce la escisión (su amigo Luis Dellepiane rompe con la línea de Jauretche), Homero se desorienta y participa luego en la campaña electoral de 1946 de la Unión Democrática. Más tarde, rectifica su error. “Quienes nos tildan de opositores se equivocan. Quienes nos tildan de oficialistas también. No somos oficialistas ni opositores sino revolucionarios. Perón es el reconstructor de la obra inconclusa de Hipólito Yrigoyen”, dijo.
Ya enfermo, compone dos milongas elogiosas a Perón y a Evita. Poco después, varias intervenciones quirúrgicas no pueden impedir que la muerte le punguee el corazón. Y se despide, a los 43 años, “lleno de voces y de colores (…) que integran mi cortejo final de despedida”. Sin embargo, aun hoy, cuando en la radio de un tallercito del suburbio florecen otra vez sus versos “con un perfume de yuyos y de alfalfa que nos llena de nuevo el corazón”, parece como si el Homero indoblegable se pasease todavía con su cara redonda y su “frente triste de pensar la vida, tirando madrugadas por los ojos”.
Fuente: https://carasycaretas.org.ar