Terminó la III Conferencia Regional de Educación Superior en Córdoba -Argentina- con más silencios que aplausos y ninguna ovación, tras la lectura de la Declaración de Córdoba que no presenta ningún desafío ni propuesta novedosa ni sustancialmente diferente de las planteadas en la Conferencia de 2008, en Cartagena. La situación política y fiscal de la universidad pública argentina opacó la realidad de otros países, incluido el colombiano, cuyos rectores asistentes concluyeron que si bien Colombia tiene dificultades, hace tiempo se superó la excesiva ideologización política y se han logrado desarrollos más técnicos y de calidad.
La gran expectativa que significó reunir a los más importantes directivos de la región en educación superior, terminó en un debate más ideologizado que técnico, sin propuestas concretas ni desafíos reales para los sistemas de educación superior como el colombiano.
Pedro Henríquez Guajardo, director del IESALC–UNESCO (Instituto de Educación Superior de América Latina y el Caribe); Francisco Tamarit, coordinador de la Conferencia, y el rector anfitrión de la Universidad Nacional de Córdoba, Hugo Juri, dieron lectura de la que llaman hasta ahora propuesta de una declaración, que será “pulida” en próximas semanas, y caracterizada por ser un llamado endogámico a la gratuidad universal de la educación superior, las plenas libertades, el acceso libre y el reconocimiento a la diversidad en todas sus expresiones.
Uno de las frases inspiradoras del Movimiento Reformista de Córdoba, de 1918, cobró vigencia: “Los dolores que nos quedan son las libertades que nos faltan”. La pregunta es si, de darse, la solución de esos “dolores” (financiamiento, libertades, co-gobierno, participación política…) se asegura que la universidad latinoamericana responda adecuadamente a los retos de la educación superior de esta época.
La Declaración de Córdoba considera que la educación superior debe ser un medio de igualdad y no de mantenimiento de privilegios y reitera muchos de los postulados planteados por el documento final de Cartagena de Indias (Colombia), hace 10 años.
Frente a los ojos de terceros, la impresión es que la educación superior latinoamericana, en el período comprendido entre 2008 y 2018, hubiera experimentado una década perdida y de retrocesos en la región; como si la universidad privada no existiera o toda fuera de pésima calidad o mercantilista, y si la universidad pública no hubiera sido capaz de avanzar en sus procesos de financiamiento y vinculación con el Estado y su único rol fuera el de sobrevivir para dar educación gratuita, reconocer las diferencias de todos y crear una cultura investigativa, patrimonial y de conocimiento única de la región, con un carácter más local que universal (así entienden la pertinencia).
La inevitable, imperativa e innegable presencia y protagonismo de la virtualidad y las nuevas tecnologías parecen no haber “tocado” a la universidad latinoamericana, que -a la luz de la declaración- se niega a avanzar en la materia, así como en la aceptación plena e impulso de éstas, de las reformas curriculares,de la evolución post-gradual, de la revisión de los tiempos de los planes de estudios, de la movilidad internacional, del reconocimiento de títulos, de la articulación con el sector productivo, de una ciencia y tecnología con impacto mundial, y de la evolución en indicadores de calidad, entre otros aspectos.
En cambio, en lo que se reiteró en la Declaración y los debates de la Conferencia fue en ratificar la educación superior como un bien social y un derecho humano que el Estado tiene la responsabilidad de garantizar a través de la gratuidad y el acceso universal. Esto conlleva, adicionalmente, a pedir no sólo la matrícula libre y la revisión, o eliminación, de mecanismos de acceso, sino también a que haya becas para el sostenimiento de los estudiantes.
Claramente la educación con cobro, las alianzas universidad-empresa, las consultorías, la investigación financiada por terceros, las universidades privadas con lucro, los rankings, e incluso hasta la incidencia del inglés en el desarrollo académico, son vistas como “demonios” del neoliberalismo que hay que expulsar de la Universidad.
El plan de acción que acompaña la declaración resulta siendo un listado de buenas intenciones (promover, propugnar, fomentar, fortalecer..) sin respuesta precisa al cómo, así como algunos de sus enunciados, más ideológicos que técnicos (“cambiar las relaciones históricas de poder en la región, sin una transformación de conocimientos”) o más genéricos y obvios que de concreciones efectivas: articular sistemas virtuales y educación a distancia; homologar y reconocer trayectos educativos, impulsar la acreditación regional…
Como se preveía, la Declaración, que incluso fue matizada por petición de algunos rectores y sectores de la universidad privada, tiene un estilo de mendicidad hacia los estados y exigencia permanente, que no consulta la realidad fiscal de la región, los problemas técnicos, la opinión del sector productivo, ni la dinámica de los gobiernos.
Con menos pretensión, afirman algunos, la Declaración de Salamanca de hace pocas semanas, avanzó más al reconocer y llamar la atención a la universidad sobre la perentoria necesidad de cambiar ella misma, pues reconoce la urgencia de implementar cambios frente a los desafíos del entorno.
Tal vez, por eso mismo, el Ministerio de Educación Nacional de Colombia no se movió a participar en la CRES. Salvo una funcionaria asistente, ni la ministra Giha ni la viceministra Ruiz se decidieron a ir al encuentro de ministros de Educación que se organizó en la Conferencia.
En síntesis, la declaración de la tercera CRES poco aporta para la definición de un norte claro de la educación superior colombiana.
Preámbulo de la Declaración de Córdoba
Mujeres y hombres de nuestra América, los vertiginosos cambios que se producen en la región y en el mundo en crisis nos convocan, a luchar por un cambio radical por una sociedad más justa, democrática, igualitaria y sustentable.
Hace un siglo, los estudiantes reformistas proclamaron que “los dolores que nos quedan son las libertades que nos faltan” y no podemos olvidarlo, porque aún quedan y son muchos, porque aún no se apagan en la región la pobreza, la desigualdad, la marginación, la injusticia y la violencia social.
Los universitarios de hoy, como los de hace un siglo, nos pronunciamos a favor de la ciencia desde el humanismo y la tecnología con justicia, por el bien común y los derechos para todas y todos.
La III Conferencia Regional de Educación Superior de América Latina y el Caribe, refrenda los acuerdos alcanzados en las Declaraciones de la Reunión de la Habana (Cuba) de 1996, la Conferencia Mundial de Educación Superior de París (Francia) de 1998, y de la Conferencia Regional de Educación Superior celebrada en Cartagena de Indias (Colombia) en 2008, y reafirma el postulado de la Educación Superior como un bien público social, un derecho humano y universal y un deber de los Estados. Estos principios se fundan en la convicción profunda de que el acceso, uso y democratización del conocimiento es un bien social, colectivo y estratégico esencial para poder garantizar los derechos humanos básicos e imprescindibles para el buen vivir de nuestros pueblos, la construcción de una ciudadanía plena, la emancipación social y la integración regional solidaria latinoamericana y caribeña.
Reivindicamos la autonomía que permite a la universidad ejercer su papel crítico y propositivo frente a la sociedad sin que existan límites impuestos por los gobiernos de turno, creencias religiosas, el mercado o intereses particulares. La defensa de la autonomía universitaria es una responsabilidad ineludible y de gran actualidad en América Latina y el Caribe y es, al mismo tiempo, una defensa del compromiso social de la universidad.
La educación, la ciencia, la tecnología y las artes deben ser así un medio para la libertad y la igualdad, garantizándolas sin distinción social, género, etnia, religión ni edad.
Pensar que las tecnologías y las ciencias resolverán los problemas acuciantes de la humanidad es importante pero no suficiente. El diálogo de saberes para ser universal ha de ser plural e igualitario, para posibilitar el diálogo de las culturas.
Las diferencias económicas, tecnológicas y sociales entre el norte y el sur y las brechas internas entre los Estados no han desaparecido sino que han aumentado. El sistema internacional promueve el libre intercambio de mercancías, pero aplica excluyentes regulaciones migratorias. La alta migración de la población latinoamericana y caribeña muestra otra cara de la falta de oportunidades y la desigualdad que afecta, sobre todo, a las poblaciones más jóvenes. La desigualdad de género se manifiesta en la brecha salarial, la discriminación en el mercado laboral y en el acceso a cargos de decisión en el Estado o en las empresas. Las mujeres de poblaciones originarias y afrodescendientes son las que muestran los peores indicadores de pobreza y marginación.
La ciencia, las artes y la tecnología deben constituirse en pilares de una cooperación para el desarrollo equitativo y solidario de la región, basadas en procesos de consolidación de un bloque económicamente independiente y políticamente soberano.
Las débiles regulaciones de la oferta extranjera han profundizado los procesos de transnacionalización y la visión mercantilizada de la educación superior, impidiendo cuando no cercenando, en muchos casos, el efectivo derecho social a la educación. Es fundamental revertir esta tendencia e instamos a los Estados de América Latina y el Caribe a establecer rigurosos sistemas de regulación de la educación superior y de otros niveles del sistema educativo.
Frente a las presiones por hacer de la Educación Superior una actividad lucrativa es imprescindible que los Estados asuman el compromiso irrenunciable de regular a las instituciones públicas y privadas, cualquiera sea su modalidad y promoviendo la diversidad institucional, para hacer efectivo el acceso universal, la permanencia y la titulación de la educación superior, atendiendo a una formación de calidad con inclusión, diversidad y pertinencia local y regional.
De manera similar al año 1918, actualmente “la rebeldía estalla” en América Latina y el Caribe, y en un mundo donde el sistema financiero internacional concentran a las minorías poderosas, y empuja a las grandes mayorías a los márgenes de la exclusión, la precariedad social y laboral.
Con todo y los enormes logros que se han alcanzado en el desarrollo de los conocimientos, la investigación y los saberes de las universidades y de los pueblos, un sector importante de la población latinoamericana, caribeña y mundial, se encuentra sin acceso a los derechos sociales básicos, al empleo, a la salud, al agua potable o a la educación. En pleno siglo XXI millones de niños, jóvenes, adultos y ancianos, están excluidos del actual progreso social, cultural, económico y tecnológico. Aún más, la desigualdad regional y mundial es tan pronunciada, que en muchas situaciones y contextos existen comunidades que no tienen acceso a la educación superior, porque ésta aún sigue siendo un privilegio y no un derecho, como anhelaron los jóvenes en 1918.
En el Centenario de la Reforma, no somos ajenos al sufrimiento humano ni al mandato de la historia. No podemos seguir indiferentes al devenir del orden colectivo, a la lucha por la verdad heroica y al anhelo trascendente de la libertad humana. La Educación Superior debe constituirse desde los liderazgos locales, estatales, nacionales e internacionales, tal y como ahora están aquí representados plenamente.
Desde estos posicionamientos, será posible llevar a cabo una nueva e histórica transformación de la educación superior desde el compromiso y responsabilidad social, para garantizar el pleno ejercicio al derecho a la educación superior pública, gratuita y de amplio acceso.
En consonancia con el cuarto Objetivo de Desarrollo Sustentable (ODS) de la Agenda de Desarrollo adoptada por la UNESCO (2030), instamos a los Estados a promover una vigorosa política de ampliación de la oferta de educación superior, la revisión en profundidad de los procedimientos de acceso al sistema, la generación de políticas de acción afirmativas —con base en género, etnia, clase y capacidades diferentes— para lograr el acceso universal, la permanencia y la titulación.
En este contexto, los sistemas de educación superior deben pintarse de muchos colores, reconociendo la interculturalidad de nuestros países y comunidades, para que la educación superior sea un medio de igualación y de ascenso social y no un ámbito de reproducción de privilegios. No podemos callarnos frente a las carencias y dolores del hombre y de la mujer, como sostuvo Mario Benedetti con vehemencia, “hay pocas cosas tan ensordecedoras como el silencio”.
Hace un siglo los estudiantes Reformistas denunciaron con firmeza que en una Córdoba y en un mundo injusto y tiránico, las universidades se habían convertido en el “fiel reflejo de estas sociedades decadentes que se empeñan en ofrecer el triste espectáculo de una inmovilidad senil”. Ha pasado el tiempo y ese mensaje cargado de futuro nos interpela y nos atraviesa como una flecha ética, para cuestionar nuestras prácticas. ¿Qué aportamos para la edificación de un orden justo, la igualdad social, la armonía entre las Naciones y la impostergable emancipación humana?; ¿Cómo contribuimos a la superación del atraso científico y tecnológico de las estructuras productivas?; ¿Cuál es nuestro aporte a la forja de la identidad de los pueblos, a la integridad humana, a la igualdad de género y al libre debate de las ideas para garantizar la fortaleza de nuestras culturas locales, nacionales y regionales?
Es por eso que creemos fehacientemente que nuestras instituciones deben comprometerse activamente con la transformación social, cultural, política, artística, económica y tecnológica que es hoy imperiosa e indispensable. Debemos educar a los dirigentes del mañana con conciencia social y con vocación de hermandad latinoamericana. Forjemos comunidades de trabajo donde el anhelo de aprender y la construcción dialógica y crítica del saber entre docentes y estudiantes sea la norma. Construyamos ambientes democráticos de aprendizaje, donde se desenvuelvan las manifestaciones vitales de la personalidad y se expresen sin límites las creaciones artísticas, científicas y tecnológicas.
La educación superior a construir debe ejercer su vocación cultural y ética con la más plena autonomía y libertad, contribuyendo a generar definiciones políticas y prácticas que influyan en los necesarios y anhelados cambios de nuestras comunidades. La educación superior debe ser la institución emblemática de la conciencia crítica nacional de nuestra América.
Las instituciones de educación superior están llamadas a ocupar un un papel preponderante en la promoción y fortalecimiento de las democracias latinoamericanas, rechazando las dictaduras y atropellos a las libertades públicas, a los derechos humanos y a toda forma de autoritarismo en la región. Expresamos nuestra solidaridad con las juventudes, de nuestra América y del mundo, cuya vida celebramos, y reconocemos, en sus luchas y anhelos, nuestras propias aspiraciones a favor de la transformación social, política y cultural.
La tarea no es simple, pero es grande la causa e ilumina el resplandor de su verdad. Se trata, como profetizó el Manifiesto Liminar, de mantener alto el “sentido de un presagio glorioso, la virtud de un llamamiento a la lucha suprema por la libertad”.
Mujeres y hombres del continente, miremos hacia el futuro y trabajemos sin pausa en la reforma educacional permanente, en el renacer de la cultura y de la vida de nuestras sociedades y pueblos.
Fuente: www.universidad.edu.co