sábado, abril 20, 2024
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¿Cisne negro o rinoceronte gri?, Carlos A. Mutto

En uno de sus sketches más famosos, el humorista británico Marty Feldman aparecía con cara de pavor frente a las cámaras de televisión y formulaba un pronóstico aterrador: «Temblará la tierra y se abrirán grietas abismales, del cielo caerán lluvias de fuego, los volcanes vomitarán torrentes de lava, el mar devastará las costas, se desbocarán los ríos, y anegarán campos y ciudades. Y en el sur de Inglaterra brillará el sol y habrá temperaturas estivales».

Aunque parece difícil de concebir, esa boutade refleja gran parte de las amenazas que acechan al planeta. Como había previsto en 1986 el sociólogo alemán Ulrich Beck en La sociedad del riesgo, el desafío crucial del futuro -en el cual ya nos encontramos- dejaría de ser el reparto de los beneficios de la producción. Impulsada por el vertiginoso desarrollo industrial y tecnológico, la cuestión central sería la «transformación del riesgo» y la «distribución de los daños» provocados por el desarrollo industrial y tecnológico.

Hace apenas 35 años, el mundo «vivía en otro mundo». Las nuevas tecnologías de la información y la comunicación estaban en pañales: no se había masificado el uso de las computadoras personales ni de internet, y mucho menos los teléfonos inteligentes; la revolución digital apenas balbuceaba, el proceso de mundialización y las deslocalizaciones industriales a China eran incipientes, y solo un puñado de visionarios -con frecuencia percibidos como iluminados- se atrevían a denunciar la reacción en cadena que iba a provocar la aceleración del cambio climático engendrado por las actividades humanas

Cuando escribió ese ensayo premonitorio, hace apenas 35 años, el mundo -si cabe la expresión- «vivía en otro mundo». Las nuevas tecnologías de la información y la comunicación (NTIC) estaban en pañales: no se había masificado el uso de las computadoras personales ni de internet, y mucho menos los teléfonos inteligentes; la revolución digital apenas balbuceaba, el proceso de mundialización y las deslocalizaciones industriales a China eran incipientes, y solo un puñado de visionarios -con frecuencia percibidos como iluminados- se atrevían a denunciar la reacción en cadena que iba a provocar la aceleración del cambio climático engendrado por las actividades humanas.

El cataclismo planetario precipitado por la actual pandemia de Covid-19 no solo dio razón a las previsiones de Beck, sino que confirmó la presencia de algunos fenómenos paralelos. En primer lugar, la miopía de la humanidad frente a las insistentes advertencias que, desde hace años, se repiten cada vez con mayor frecuencia, como el síndrome respiratorio agudo severo (SRAS) que comenzó en 2002 en la región de Guangdong (China), los virus de H1N1 y de gripe aviaria (H5N1) en 2009-2010, la epidemia de Ébola en 2014, los devastadores ciclones, incendios, inundaciones, canículas, hambrunas, erupciones y el accidente de la central nuclear de Fukushima en 2011, por mencionar solo las peores catástrofes de los últimos años. Esa conjunción de desdichas opera en un marco global de extrema fragilidad geopolítica y resulta agravada por la ineptitud patológica de los decisores para imaginar lo impensable o -por lo menos- anticipar y prepararse para los riesgos múltiples que se abatirán inexorablemente sobre el planeta.

No se puede decir que hayan faltado las alertas: en 2018, la OMS agregó una «enfermedad X» a la lista de los siete flagelos iniciales inscriptos en su plan de acciones prioritarias contra un «peligro mundial». Un año después, la Universidad Johns Hopkins modelizó una pandemia de coronavirus originaria de Brasil que podía provocar 65 millones de muertos. En febrero de 2019, el epidemiólogo Arnaud Fontanet, del Instituto Pasteur, presentó ante el Collège de France el identikit de un agente patógeno que constituía «la mayor amenaza para la humanidad en materia de pandemias». Ese asesino serial anónimo tenía cinco características: era un virus transmisible por vía respiratoria, altamente contagioso, dotado de una fuerte tasa de letalidad, con una capacidad de reproducción extremadamente veloz e infecciosa antes de la aparición de los primeros síntomas.

Siete meses después, el Banco Mundial advirtió sobre el riesgo que representaba una epidemia capaz de «matar 80 millones de personas y de borrar 5% de la economía mundial» y -por último- el fundador de Microsoft, Bill Gates, incitó en 2015 a «prepararse para una pandemia con tanta seriedad como se prepara una guerra». Para ilustrar su exhortación mostró una foto de una explosión nuclear y sentenció: «Se parecerá a esto».

Salvo en mínimos detalles, todas esas advertencias resultaron confirmadas por la realidad.

Desde hace años, las pandemias y las enfermedades infecciosas figuran en el top 10 del Future Risks Report, que publica anualmente el gigante del seguro AXA. El informe de 2020 -preparado después de interrogar a 2700 expertos y 20.000 personas en 54 países- introduce algunas novedades sustanciales. Por un lado, modifica el ranking: el cambio climático, que encabezaba la clasificación en 2019, cedió su lugar a las enfermedades infecciosas, que hace un año figuraban en octava posición. Siguen los riesgos cibernéticos -incluida una guerra digital entre Estados-, la inestabilidad política, el descontento social, los riesgos macroeconómicos, financieros y de seguridad, así como una serie de amenazas a la ecología y la biodiversidad.

La pandemia de Covid-19 y ese documento pusieron en evidencia que, debido a la hipertrofia que se registró en los últimos 35 años, la «sociedad del riesgo» descripta por Beck se está transformando en un «planeta del riesgo». El informe de AXA tuvo además la virtud de introducir dos matices significativos. Por un lado, 80% de los expertos consultados estimaron que los 7500 millones de personas que pueblan el planeta se encuentran en una situación «más vulnerable que hace cinco años». Pero la conclusión más importante que arroja ese estudio es la consolidación de una tendencia a la «interconexión creciente de riesgos».

Como en un film de horror, toda una conjunción de factores negativos está presente para que en cualquier momento pueda sobrevenir ese acontecimiento apocalíptico que los científicos definen como un Big One existencial para la humanidad, que mezclaría amenazas de diversa índole y desataría una reacción en cadena incontrolable.

Como ningún gobernante vivo asistió a una «erupción hibernal», les resulta difícil imaginar la repetición de una tragedia como la que ocurrió en el año 79 en el Vesubio o más recientemente la explosión del volcán Tambora (Indonesia) en 1815, que creó una nube de cenizas que dejó al mundo sin verano, destruyó cosechas en Europa y América del Norte, y provocó la muerte por hambruna de 200.000 personas.

La clásica actitud humana de negar la realidad se manifiesta, con más claridad, en la indolencia de poblaciones que viven al pie de los volcanes o construyen rascacielos sobre la falla de San Andrés en California, donde -algún día- inevitablemente ocurrirá el temible big one, ese terremoto de proporciones bíblicas que no dejará piedra sobre piedra en San Francisco y Los Ángeles.

Esa perspectiva desborda el escenario de un «cisne negro». Contrariamente a ese tipo de acontecimientos imprevisibles o inesperados que describió Nassim Taleb en 2007, la especialista norteamericana en gestión de crisis Michele Wucker postula que estamos en una época de «rinocerontes grises». En su libro The Gray Rhino, publicado en 2016, utilizó esa fórmula para definir las amenazas altamente probables, de fuerte impacto y previstas desde hace tiempo, pero tan difíciles de administrar que es preferible ocultarlas debajo de la alfombra hasta que una detonación de evidencias permita utilizar el pretexto de la sorpresa para justificar el empleo ilimitado de recursos.

La sabiduría de Richelieu aporta una clave para abordar ese dilema: «No hay que temerle a todo, pero hay que prepararse para todo». Pero, escéptico por naturaleza, el médico y filántropo Albert Schweitzer le respondió tres siglos después: «El hombre perdió la capacidad de prever y anticipar, y terminará por destruir la Tierra». Esa es la ecuación que el futuro inmediato se encargará de arbitrar.

Fuente: Carlos A. Mutto, especialista en inteligencia económica y periodista, para www.lanacion.com.ar

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