Agravios, desprecios, inquinas y otras virtudes literarias, Manuel Vicent

En el pequeño entramado de calles del madrileño Barrio de las Letras convivían en el Siglo de Oro como vecinos, Tirso de Molina, Francisco de Quevedo, Lope de Vega, Góngora. Cervantes y Calderón de la Barca. No hay guía turístico que deje de explicar a los visitantes como nota característica de esos escritores, más allá de la magnitud de su obra, los insultos que se lanzaban, la inquina que se profesaban, el ingenio que utilizaban para zaherirse unos a otros. Quevedo odiaba a Góngora hasta el punto de comprar la casa donde vivía para desahuciarlo y regularmente le mandaba raciones de tocino para infamarle como judío converso y de su nariz hizo un soneto demoledor. Por su parte, Góngora se limitaba a llamarlo cegato y patizambo. Lope era un triunfador y Cervantes un genio sin lectores, pero ambos se tenían unos celos muy consolidados. En esas callejuelas se respiraba entonces el aire viciado de la envidia y del resentimiento que no ha cesado a lo largo de la historia de toda la literatura española, en la que el éxito suele ir acompañado de la maledicencia y del escarnio. Cuanta más gloria más vilipendio, cuanto más talento más desprecio.

La Fundación del Banco Santander ha publicado el libro Retratos a medidaun conjunto de entrevistas a personalidades de la cultura española de la primera mitad del siglo XX en las que el alma de esta gente famosa rezuma, entre muchas virtudes excelsas, algunas curiosidades de la miseria humana. Un periodista le pregunta a Baroja: “¿Tuvo usted amistad con Unamuno?”. Y don Pío contesta:” Con ese tío yo no voy a ninguna parte”.

Resulta que un domingo lo citó en un café para charlar. Enseguida Unamuno tomó la palabra y sin dejarle abrir la boca ni pedirle consentimiento empezó a leerle entera su novela Amor y pedagogía, de cabo a rabo. Al salir muy aturdido del café se encontraron con Valle Inclán. “Los presenté -dice Baroja-. Los dos eran igualmente de intolerantes y enseguida se pusieron a discutir. Íbamos los tres por la calle, ellos discutiendo a gritos y yo tratando de que no riñeran. Pero a los cien pasos me canse de oírlos y los abandoné en una esquina, a punto de desafiarse”.

Valle Inclán era un trolero, según Baroja. Una noche iban los dos por la calle y de repente, ya de madrugada, presenciaron una pelea a navaja entre dos tipos que acaban de salir de un garito de juego. Uno de ellos malherido comenzó a gritar y al oír los gritos acudieron los municipales quienes detuvieron al matón. Baroja y Valle presenciaron la reyerta sin poder hacer nada, pero Valle se inventó que fue él, como un héroe, quien con su propia y única mano desarmó al hombre de la navaja, lo asustó y lo prendió y a continuación con todo lujo de detalles escribió su hazaña en el periódico”. Y lo peor es que me ponía a mí de testigo” -cuenta Baroja-. Pero yo conté la verdad de lo ocurrido y Valle se enfadó conmigo. En un banquete que le dimos al pintor Echevarría, a los postres Valle gritó: Baroja cree que la literatura es la fotografía. Eso lo decía por haberle pillado en la trola”. La misma trampa literaria le echaba Baroja en cara a Galdós, quien escribía de muchos lugares donde no había estado nunca. Los describía sin verlos. Puede que Galdós junto con Echegaray y Jacinto Benavente hayan sido los escritores más zaheridos en el panorama de nuestras letras. “Hubo un tiempo -dice Benavente- en que apenas había en España y en América escritor principiante o prestigioso que no se metiera conmigo o con mis obras. Meterse con mi teatro hacía intelectual a la gente. En las revistas y periódicos de la juventud literaria era de cajón meterse conmigo desde el primer número”. No obstante, en este caso no se produjo el hecho tan español de escribir a la Academia sueca para oponerse a que le dieran el Nobel de Literatura como hicieron con Echegaray, a quien en las tertulias lo denominaban el Gran Idiota. Hasta el punto de que Valle y sus amigos mandaron una carta solo con este insulto en el sobre sin más señas ni dirección y la carta llegó a su destino.El ingenio de Juan Ramón Jiménez para inocular su mala baba contra los poetas de su generación incluso contra algunos de sus discípulos y admiradores era extraordinario. “Vengo de casa de Antonio Machado. Sobre un montón de libros y papeles depositados en una silla había un plato con dos huevos fritos”. Según su humor, unas veces Juan Ramón decía que Machado se había sentado sobre los huevos fritos y otras veces no. Rubén Darío decía: “Las novelas de Baroja tienen mucha miga. Se nota que ha sido panadero”. Baroja replicó: “Rubén Darío tiene muy buena pluma. Se nota que es indio”. Aunque hoy insultarse abiertamente ya no se lleva, se podría escribir la historia de la literatura española solo a través de los agravios, envidias, desprecios e inquinas. Y no por eso dejaría de ser admirable.


Fuente: https://elpais.com

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