Flora Alejandra Pizarnik (Avellaneda, 1936–Buenos Aires, 1972) fue una poetisa y traductora argentina. Su obra poética, que se inscribe en la corriente neo-surrealista, manifiesta un espíritu de rebeldía que linda con el autoaniquilamiento. Entre sus títulos más destacados figuran La tierra más ajena (1955), Árbol de Diana (1962) y Extracción de la piedra de locura (1968). El 25 de septiembre del ‘72, a los 36 años, se quitó la vida ingiriendo cincuenta pastillas de Seconal durante un fin de semana en el cual había salido con permiso del hospital psiquiátrico de Buenos Aires; hospital donde se hallaba internada a consecuencia de su cuadro depresivo y tras dos intentos de suicidio. El día siguiente, el velatorio sumamente triste en la nueva sede de la Sociedad Argentina de Escritores que, prácticamente, se inauguró para velarla. En el pizarrón de su recámara se encontraron sus últimos versos:
no quiero ir
nada más
que hasta el fondo
El azar quiso que escribiera estas líneas sobre Alejandra Pizarnik en la mañana del 24 de marzo de 2021. El Día de la Memoria de los argentinos. El día en que se recuerda cuando la muerte tuvo estatus de tragedia nacional y la dictadura militar de 1976, mientras organizaba el saqueo económico de la patria, sacó a pasear sus tanques de odio y abrió sus cuevas de dolor en los miles de cuerpos aún desaparecidos.
Un azar que liga extrañamente los versos de Alejandra, nuestra poeta maldita, nuestras venas abiertas del lenguaje, a algo más que el recuerdo de su nacimiento en 1936, en plena Década Infame. Un azar que liga a Alejandra con mi generación asesinada y exiliada. Porque si algo sabía Alejandra era nombrar la muerte, descoserla palabra a palabra.
Mi memoria vacila pero viaja a tres momentos cuando su poesía podía definir marcas profundas en mi generación. En 1962, cuando Alejandra –Talita Cumi, como la llamaba la gran poeta nacional y su amiga del alma Olga Orozco– conocía en Europa a Cortázar y Sartre y Simone de Beauvoir y Marguerite Duras y Octavio Paz, mi rumiante profesora de Geografía en segundo año del comercial arrancó de mi pupitre Lolita, de Vladímir Nabokov, por “pornográfico” y porque “una señorita no debe leer esas cosas”, a pesar de que entonces yo era una niña que ya se había desvirgado políticamente al ver bombardear por la aviación argentina el parque Chacabuco, donde vivía, porque dos bandos militares se peleaban sobre si seguir proscribiendo o no al peronismo, prohibido sangrientamente desde 1955.
Dentro de Lolita, a mano, tenía copiados fragmentos del libro Árbol de Diana, de Alejandra Pizarnik. La furia de la profesora de Geografía escaló: “Si leés sobre una puta nunca vas a ser una buena madre”, sentenció. A partir de entonces, no paré de intentar escribir poesía. No me detuve hasta devorar todo lo que encontraba de Alejandra. Sus versos, sus entonaciones, su locura que se filtraba como una lanza contestataria contra el ritual represivo burgués.
Ella parecía decirles: mi vida no les pertenece, mi muerte tampoco. ¿Era una mujer fundante de mi generación sin quererlo siquiera? Y con esa rebelión pertinaz para definir el amor, la nada, la libertad, su muerte ocurrió el 25 de septiembre de 1972, cuando se suicidó con una sobredosis de barbitúricos. Por entonces, la militancia universitaria me había alejado de la poesía. Sólo deglutía ensayos políticos, aunque cada tanto esa traición me enviaba a una tierra baldía.
Recuerdo que alguien me dijo que el último que había tomado un café con ella en el bar El Ciervo, de Callao y Corrientes, había sido el historiador Milcíades Peña. Y allí fui en peregrinaje, a un velorio sin el cadáver de Alejandra. Era un duelo que se sumaba al de los muertos de Trelew, los guerrilleros asesinados por la dictadura del general Lanusse en la base Almirante Zar el 22 de agosto de 1972.
La muerte que Alejandra había tratado de nombrar –misión imposible de la lengua y eje de su locura– flotaba como la niebla que anticipaba una tormenta de sangre en nuestra historia. Me senté en la mesa de El Ciervo, que aún parecía una cervecería alemana con boiserie de madera alpina, y leí una y otra vez como homenaje, susurrando, la definitiva poesía de Cesare Pavese, que ya se había suicidado en Turín en 1951…
… “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos/ esta muerte que nos acompaña desde el alba a la noche, insomne/ sorda, como un viejo remordimiento o un absurdo defecto. Tus ojos serán una palabra inútil/ un grito callado, un silencio. Así los ves cada mañana/ cuando sola te inclinas ante el espejo. Oh, amada esperanza, / aquel día sabremos, también, que eres la vida y eres la nada”.
En 1977, ya exiliada en Italia, visité la casa natal de Pavese en Santo Stéfano Belbo, en el Piamonte. La Argentina era una fábrica de muerte donde no sólo asesinaban y robaban los cuerpos de las militantes sino también los de sus bebés. Frente a la casa de Pavese, entonces, en un ritual de duelo, leí una parte de “Fragmentos para dominar el silencio”, del libro de Alejandra Extracción de la piedra de locura (1968): “No es muda la muerte. Escucho el canto de los enlutados sellar las hendiduras del silencio”.
Muchos años después, en 2001, cuando los juicios por la memoria, la verdad y la justicia eran la reparación más profunda de esa historia, me atreví a poner ese verso desgarrado como epígrafe en la biografía del dictador Videla. Porque Alejandra sabía: nunca es muda la muerte. Nunca.
Fuente: https://carasycaretas.org.ar