Hace ya un par de años, cuando la niña de los ojos del neoliberalismo latinoamericano lloró sangre, cuando cientos de jóvenes perdían sus ojos, a los que apuntaban de lleno los carabineros, Chile mostró su tejido subterráneo y sacó sus uñas, y con ellas rompió el velo. Con ellas rompió el hechizo.
Y como en las tragedias griegas, fueron los que ya no podían ver bien o se exponían a eso los que sí vieron de frente todo. Piñera era el que tenía una mujer que llamaba “alienígenas” a los que habría que cederles una pizca de privilegios. Era a los invisibles a los que el régimen quería cegar: al capitalismo acelerado le explota el inconsciente. Los invisibles son la gran metáfora fundante de esta región.
Como los indios de nuestra Patagonia, de nuestro centro y nuestro norte, a los que eliminaron para llamar “desierto” al territorio regado de cadáveres después de batallas humeantes y desiguales. Esos cuerpos inertes eran invisibles y siguieron siéndolo, en la primera operación negacionista de nuestra elite, compuesta por gente que cree que dos o tres generaciones en un lugar les da los derechos que les quitaron a quienes tenían detrás de sí decenas de generaciones amasadas al paisaje y adheridas a cada especie, vegetal o animal, que los rodeaban.
Todos los pueblos originarios tenían sus medicinas, pero los que inventariaban más variedades y combinaciones eran los pueblos amazónicos. Esa tierra majestuosa y biodiversa era una fábrica de medicina que los había mantenido a salvo siglos y siglos.
Esta semana Brasil se ofreció al mundo como el escenario viscoso, extraviado y decadente que en plena pandemia y con decenas de miles de cadáveres todavía en proceso de descomposición, en el que un aspirante a Trump pero más tosco si eso es posible, y seguramente mucho menos inteligente, se aferra a la libertad que no le permiten las leyes para deshacerse de ellas y si para eso es necesario que reaparezca el terror, está dispuesto.
Ya pasó el golpe blando. Ya pasó la revolución de la alegría. Ya pasó el fallo mugriento de una Corte Suprema que ordena sacar a un presidente legítimo en calzoncillos una madrugada, ya pasó pagarle a unos cuantos bandidos disfrazados de monaguillos de iglesias con orillo de la CIA. Ya lo hicieron todo. Gobernaron como un cálculo en el riñón del pueblo. Rompieron las estructuras productivas. Robaron a destajo, como los desesperados de angurria en Aguirre, la ira de Dios. Ahora buscan violencia.
A todos los trumpistas se les reconoce por el desprecio a la vida: humana, vegetal, animal. Sólo los mueve la acumulación de dinero. Tienen tanto que podrían pudrirse entre billetes, pero son adictos al dinero. Quieren controlar los Estados para estar seguros de que tendrán todavía mucho más: el que se usa para pagar jubilaciones, pensiones, obra pública, educación, salud, etc., etc., no será desviado de sus cuentas en forma de impuestos. Si es necesario deshacer una nación, se hará.
Su desinhibición fascista captura la atención de algunos desesperados con pocas luces, porque cualquiera con dos dedos de frente se da cuenta de que atrás de las performances de los trumpistas sólo hay algunos pobres diablos disfrazados de infrahéroes cuyo mérito será matar por la espalda.
Hace un par de años, cuando el pueblo chileno se reunía en la Plaza Dignidad a cantar esa canción de Víctor Jara, El derecho de vivir en paz, estaba todo dicho. Como hacía medio siglo. Los poetas, los intérpretes, los compositores que habían trabajado sobre esa idea y habían sido asesinados, nos lo volvían a decir y nuevas generaciones escuchaban por primera vez que las balas en los ojos, los gases en la cara, las desapariciones, las torturas, toda la violencia que siempre desenfundan cuando se les terminan las mentiras, es otro robo. Roban a sus pueblos su alegría.
En toda esta región se le dice a Estados Unidos y a sus presidentes títere que ya no, que otra vez no, que si no saben perder tienen el mundo a sus pies con lo forrados de dinero ajeno que están. Pero que nos dejen tranquilos con nuestras victorias y nuestras derrotas, con nuestros éxitos y nuestros fracasos. Que nos dejen tranquilos con un sistema de gobierno que tampoco es el que muchos queremos pero que respetamos como si fuera la santa a la que le rezamos para despertar cada día sin sobresaltos, sin amenazas, sin miedo a ser espiados, sin escraches, sin destrucción de trayectorias, sin mafia.
Tenemos el derecho de vivir en paz. No es un derecho menor el de la vida en paz.
Fuente: www.pagina12.com.ar