Hannah Arendt, nacida Johanna Arendt (Linden-Limmer, 1906–Nueva York, 1975) fue una filósofa y teórica política alemana, posteriormente nacionalizada estadounidense, de religión judía y una de las personalidades más influyentes del siglo XX. La privación de derechos y persecución en Alemania de judíos a partir de 1933, así como su breve encarcelamiento ese mismo año, contribuyeron a que decidiera emigrar. El régimen nacionalsocialista le retiró la nacionalidad en 1937, por lo que fue apátrida, hasta que consiguió la nacionalidad estadounidense en 1951. Trabajó como periodista y maestra de escuela superior. Publicó obras importantes sobre filosofía política, pero rechazaba ser clasificada como «filósofa» y también se distanciaba del término «filosofía política»: prefería que sus publicaciones fueran clasificadas dentro de la «teoría política». Defendía un concepto de «pluralismo» en el ámbito político: gracias al pluralismo, se generaría el potencial de una libertad e igualdad políticas entre las personas. Importante es la perspectiva de la inclusión del otro: en acuerdos políticos, convenios y leyes deben trabajar a niveles prácticos personas adecuadas y dispuestas. Como fruto de estos pensamientos, se situaba de forma crítica frente a la democracia representativa y prefería un sistema de consejos o formas de democracia directa. A menudo, continúa siendo estudiada como filósofa, en gran parte debido a sus discusiones críticas de filósofos como Sócrates, Platón, Aristóteles, Immanuel Kant, Martin Heidegger y Karl Jaspers, además de representantes importantes de la filosofía política moderna como Maquiavelo y Montesquieu. Gracias a su pensamiento independiente, a su teoría del totalitarismo, a sus trabajos sobre filosofía existencial y a su reivindicación de la discusión política libre tiene Arendt un papel central en los debates contemporáneos
Arendt no es una pensadora fácil. Su especial sensibilidad para los matices rechaza las soluciones maniqueas. Cuando analiza las negatividades del mundo, no las toma como una instancia de la que quien juzga quedaría exento por completo. De esta forma nos interpela y cuestiona, a menudo incomodándonos.
Lo que sucedió con su libro de 1963 Eichmann en Jerusalén sobre el proceso al criminal de guerra nazi, constituye una perfecta ejemplificación de ello: en lugar de satanizar el mal, quiso explicar hasta qué punto ese horror totalitario que había masacrado a su pueblo, que la había obligado a huir de su patria y refugiarse en Estados Unidos, podía convivir con lo más banal y cotidiano.
Del mismo modo, cuando apreció tendencias totalitarias en el consumismo y conformismo occidentales de posguerra, no extremó esa crítica ni acabó confundiendo –como hoy se confunde con inquietante frecuencia– la vida democrática con aquella nuda existencia en un Estado totalitario que ella misma había padecido en Alemania.
Probablemente este arte de los matices tiene que ver con la manera tan peculiar en que Arendt supo asumir su condición de paria, de outsider: sin dejar de reconocer la importancia de sus raíces judías, adoptó una perspectiva flexible sobre la propia identidad para abrirse, desde el perdón y la promesa, a un encuentro con el otro de cuño kantiano y proyección cosmopolita.
Este acusado rasgo de su pensamiento y su carácter sigue sorprendiendo. Así, cuesta entenderla cuando la vemos en 1950, ya una mujer madura y políticamente comprometida, perdonar a su viejo maestro y amante, Heidegger, incapaz de retractarse jamás de haberse afiliado al partido nazi el mismo año en que ella emprendía el exilio, en 1933.
Hacía falta profundizar en el núcleo teórico y vivencial de esta actitud. Es lo que ha hecho el filósofo y sociólogo Antonio Campillo (Santomera, Murcia, 1956), como sólo puede hacerse desde una intensa familiaridad y profunda empatía con los textos de Arendt. En efecto: tras haberle dedicado algunos estudios destacados en el volumen El lugar del juicio (Biblioteca Nueva, 2009), ahora nos presenta un recorrido cuasi detectivesco por aspectos poco atendidos de su obra, desvelando el misterio.
Este luminoso ensayo demuestra que el amor es la fuente de la que mana todo el pensamiento filosófico y político de Arendt, la idea que articula vida activa y vida contemplativa
Como se explica en el arranque del libro, aunque hoy Arendt está reconocida como una gran teórica de la política, sus reflexiones sobre el amor habían seguido siendo minusvaloradas como meros trabajos de juventud, como consideraciones puntuales de menor calado o simples manifestaciones privadas.
Aquí se deshace este prejuicio mediante una reconstrucción de todo el decurso de su obra, leída a la luz de esta noción. En ese sentido, Campillo hace algo más que interesarse por la tesis doctoral de Arendt sobre el concepto de amor en San Agustín, por algunas anotaciones dispersas de su Diario filosófico o por esa fragmentaria fenomenología del amor que quedó inconclusa, junto con el proyecto original de un libro que habría llevado por título Amor mundi.
En un texto escrito con claridad y buen pulso literario, muestra que el amor es la fuente de la que mana todo el pensamiento filosófico y político de Arendt. Por más que no comparezca explícitamente en sus obras fundamentales, es la idea que articula vida activa y vida contemplativa. Replegado como pasión a la esfera íntima de lo indecible (porque el amor erótico quema la distancia entre los sujetos y por eso es “sin mundo”, “antipolítico”), late en el fondo de esa amistad cívica que permite a Arendt pensar la política como algo más vinculante que el simple juego estratégico de oposición al adversario.
El pensamiento arendtiano del amor es, así, su pensamiento outsider, aparentemente desalojado sin más de la esfera pública, pero confiriendo sentido a su apuesta por una refundación de la política capaz de responder a las consecuencias indeseadas de la modernidad.
Pensadora política, la suya es, sin embargo, una visión eminentemente poética de la existencia, que se nutre del amor al mundo. Esto es lo que Campillo ha sabido iluminar del modo más convincente.FUENTE: MANUEL BARRIOS CASARES