Colette Peignot (1903-1938) fue una autora francesa que es más conocida por el seudónimo de Laure, pero también escribió bajo el nombre de Claude Araxe. Peignot se vio profundamente afectada durante su infancia por la muerte de su padre y tres tíos durante la Primera Guerra Mundial, por su mala salud (la tuberculosis casi la mata a los 13 años) y por el abuso sexual de un sacerdote. Sus escritos están llenos de furia, irregularidades y sufrimiento. Muy implicada en el movimiento comunista temprano, usó su vida como una herramienta de emancipación. Sus relaciones con destacados intelectuales como Jean Bernier, Eduard Trautner, Boris Pilnyak, Boris Souvarine, George Bataille, fueron para ella tan importantes como encuentros afectivos, que como armas contra su condición de mujer, burguesa, enferma y colonialista. Gastó todo el dinero que heredó de su padre en apoyar revistas políticas como Critique sociale. Al final de su vida, fue considerada una musa de la vanguardia francesa de la literatura y la política y estuvo en el centro de la sociedad secreta de Bataille, Acéphale. Murió a los 35 años en la casa de Bataille.
En el octogésimo primer aniversario del fallecimiento de Colette Peignot, Laure,
7 de noviembre de 1938
La idea fija de Laure, aquello que define, si no su personalidad, sí la motivación de gran parte de su actividad biográfica, es la revuelta contra cualquier forma de dominación y de fijación. No son sinónimos: la dominación viene impuesta desde fuera, la fijación se la impone uno mismo. Una y otra, dominación y fijación, son, junto al amor, el asunto central tanto de los escritos y los fragmentos reunidos en este volumen, como de Historia de una niña, el relato autobiográfico de su niñez que redactó hacia 1934, y de toda su correspondencia:
La jodienda de quedar fijado.
Horror de la idea de dominación — idea fija —
Vaya por delante una aclaración: no sabríamos identificar ni el porqué de esa jodienda ni un origen único para ese horror, ni tan siquiera querríamos tratar de hacerlo.
Algo tendrá que ver su infancia, que sobrelleva retenida entre cuatro muros, aislada y paralizada. Si la personalidad se construye con los mimbres invisibles del amor y del cariño entregados al niño de manera desinteresada cuando no tiene aún necesidad de coraza para hacer frente a lo que causa dolor, a saber, la mentira y el egoísmo ajenos, si eso es cierto, es inevitable que Laure saliera de la infancia trastabillada.
Entrada en la adolescencia, Laure contesta a esos largos años de oscurantismo y opresión con el abandono de la fe religiosa; se aísla entonces entre libros y música, rechaza todo cuanto no le procura exaltación solitaria.
Sus primeras cartas muestran a una joven impaciente de dieciocho años que lee a Gide y a D’Annunzio y a la que aburre, más que indigna, la hipocresía de su familia, reaccionaria y muy burguesa:
[…] dejarse ir en una vida regular y gris, no actuar, transigir con los demás sin fuerza, entregarse a la apatía, a la banalidad… la vulgaridad que me rodea… vulgaridad de ideas, vacío de inteligencia, de gravedad, de fuerza, de amor — no aguanto más — y sin embargo, permanezco imprecisa, indecisa.
Indecisión que es el reflejo de la imposibilidad de implicarse en nada… de cuanto le rodea. Pensemos que a esa edad apenas ha salido del asfixiante nido familiar que, como un dragón brutal, guarda y vigila su madre.
La razón, profunda, que impide a la joven Laure implicarse, desear incluso, se origina en una decisión firme: negarse a participar en la mentira adulta, más concretamente en los ritos que ensalzan a la patria y a la religión (como le ocurrió a muchos jóvenes que sufrieron las consecuencias de la Gran Guerra). Laure aún no lo sabe, pero pronto este desasosiego se traducirá en una exigencia irrefrenable de revuelta.
El completo desacuerdo que hay entre sus pensamientos y sus actos angustia a Laure; sufre por no saber cómo responder a este dilema: si la vida es evolución y transformación incesantes, ¿cómo privilegiar una sola faceta de la identidad, paralizándose definitivamente, sin con ello mutilar la existencia?
[…] la revuelta contra la esclavitud, el deseo vehemente de elevarme hacia la alegría, es la vida completa lo que quiero vivir y no ser sólo un cerebro.
Laure quiere serlo todo, vivirlo todo. Y esta urgencia por concretarse de manera ilimitada, cuando se cargan tan pesadas cadenas, se traduce en gesticulaciones que, en el ámbito cotidiano, adoptan formas excesivas, polarizadas, extenuantes:
Así iba yo a oscilar entre lo abyecto y lo sublime en el transcurso de largos años en los que la verdadera vida estaría siempre ausente.
Pero ¿qué es para Laure la «verdadera vida» o, como la llama en otro lugar, la «simple vida»? Para ella, que había salido de la infancia con una herida profunda, era una manera de nombrar aquello que su madre, la patria y un cura pederasta le habían robado, la pureza:
La simple vida / que busco todavía / yace ella en mí mismo fondo / Su pecado ha asesinado / toda pureza.
Si de niña el vaivén la condujo, literalmente, de la misa a la masturbación; de joven, ya abandonada la fe, la arrastra del amor al revólver, de la soledad a la promiscuidad, del activismo político al anarquismo individualista.
Cabe pensar que habiendo sido expulsada del mítico paraíso de la infancia antes de tiempo, Laure convierte el paroxismo, la experiencia del límite y lo excesivo, en sucedáneos del estado de pureza y alegría ensimismada que definen la actividad del niño, quien vive en el interior de un juego incesante de transformaciones; aunque en el caso de Laure el juguete que tendrá entre manos será su propia vida.
Que esta búsqueda, de la pureza asesinada, la iba a llevar de infelicidad en infelicidad se antoja predecible. No concibe Laure otra manera de vivir, no obstante:
[…] alcancé la certeza de que la vida se plegaría a mis deseos y yo no la evitaría: sufriría, pero viviría.
Perdida la esperanza de alcanzar la sencilla alegría de la infancia, aquella que conduce a la «verdadera vida», al menos queda a su alcance oponerse a la hipocresía de su ambiente, donde se asesina cualquier forma de alegría, y defender, llegado el caso, su exaltación:
[…] todo el mundo se contenta con una «pequeña vida» y abandona en su seno el ardor de vivir por miedo al sufrimiento.
En ese extraordinario libro titulado L’amour de Laure, construido alrededor de las cartas deslumbrantes que hacia 1926 dirigió al escritor Jean Bernier, durante el año y seis meses que duró su relación, se descubren la energía arrolladora y el hambre de amor que a los veintipocos años animaban el organismo de Laure. Asustado, Bernier rechazó el apasionado abismo que ella encarnaba, pero tuvo tiempo de inocularle el virus de la revolución, despertando en la joven Laure, como ella misma escribe, la urgencia de lanzarse a cuerpo perdido en la forma de vida más directa.
¿Ofreció aquel hombre una válvula de escape, entre otras posibles, al anhelo de infinito que oprimía el corazón de Laure? ¿O había nacido ella para, tarde o temprano, entregarse a la revolución? Tampoco lo sabemos.
De esta relación, que termina con un disparo en el corazón, no es una metáfora, Laure extrae una enseñanza, creemos, importante: no volverá a dejarse atrapar por la cobardía ajena:
Qué alivio: no estoy nunca allí donde los otros creen encontrarme y poderme atrapar.
Mientras se recupera de su suicido fallido, hospedada en elitistas clínicas transalpinas, Laure asume que poner actos a continuación de las ideas es una premisa irrenunciable en su vida. Desde muy joven lo había intuido («sufro por el completo desacuerdo que hay entre mi pensamiento y mis actos»), y ahora, renacida y con la muerte como compañera de por vida, sabe que debe consagrar su actividad al servicio de aquellos dos principios: libertad y revolución. De la conexión de uno y otro, de lo que un principio permite al otro, surge una especie de revelación: toda revolución como toda libertad se conquistan con sufrimiento, comienzan en los hábitos y, como veremos, para mantenerlas vivas sólo cabe perseverar en el sacrificio.
Laure tiene veintitrés años y está dispuesta a hacer cuanto sea necesario para huir del destino que le reserva su familia:
Si a los treinta años no hemos descubierto y realizado todo el amor y el deseo de vida y de belleza que poseemos (hacia y contra todos), todo esto no merece la pena […].
La vida no merece la pena si, por cobardía, no se tiene el coraje de enfrentarse a la desidia, aunque sea a costa de sufrimiento. Sufrimiento que, inevitablemente, es el salvoconducto hacia la libertad y la única vía posible de proporcionar valor a la existencia. No parece un pensamiento muy profundo, lo exigente es llevarlo a la práctica.
Durante dos décadas, hasta el día de su muerte, Laure transforma la soledad y el sacrificio en el combustible necesario para tratar de mantener vivos en su seno la libertad, el ansia de vivir. Así, cuando lo considere imprescindible, vivirá ilocalizable largas temporadas, dispersando cualquier rastro que pudiera conducir hasta ella, sin paradero ni dirección conocidos, instalada en hoteles, fuera del alcance de su familia y de sus conocidos:
Hasta el presente estaba en mi poder quemar todos los puentes a mi paso, de manera que ningún ser humano que me hubiera conocido pudiera reconocerme.
Situar la acción a continuación de las palabras, como coherencia o como afirmación de un proyecto, ser un destino o, como ella dice, seguir su estrella, conduce de manera inexorable a la angustia y al desconsuelo. Desconsuelo, no tanto por el fracaso, como por advertir que al final del sendero, en todo sacrificio, el fin es peor que el punto de partida: siempre espera un caldero al final del arco iris.
Y, más hiriente aún, introducir en la pura vida la urgencia de un destino, una lógica abstracta, ¿no supone una violencia nacida del peor idealismo?
El caso es que Laure cayó de continuo en esa trampa que tanto le horrorizaba:
Yo me dispersé a los cuatro vientos con la certeza orgullosa de encontrarme siempre en el cénit y después caí vacía, perdida, mutilada de los cuatro miembros.
Eso ocurrió en 1929, cuando vivió en Berlín con Eduard Trautner; o en 1930, durante su estancia en Moscú; o entre 1931 y 1934, en París, sacrificada por la causa revolucionaria junto a Boris Souvarine; o en la España de 1936, quemando una iglesia en Madrid y reuniéndose con anarquistas; o en 1937, participando de la comunidad «Acéphale»; o en 1938, a lomos de un caballo desbocado llamado Georges Bataille, entregándose a la orgía y a la borrachera y haciendo del amor su causa.
Al final de cada etapa Laure se descubrirá recorrida, infestada, por discursos que no le pertenecen, que exceden la ley de su cuerpo, que delatan su propensión a pecar de idealismo: llámense patria, religión, comunismo, revolución, amor, acto poético, comunidad sagrada, identidad, erotismo, comunicación… Y etapa tras etapa la decepción será absoluta, porque la entrega también había sido total, ilimitada, inhumana:
Yo he jugado todas las contradicciones inherentes a mi naturaleza viviendo, «para ser verdadero», todo lo que uno lleva consigo «hasta el final».
De esta frase quedémonos con lo que importa: «viviendo, “para ser verdadero”, todo lo que uno lleva consigo “hasta el final”». ¿Cómo es eso de vivirlo todo hasta el final? Se antoja imposible, pero para Laure era imprescindible. Las paradojas se inscriben en los cuerpos con una facilidad que hace palidecer al lenguaje. «Todo» y «hasta el final» son los atributos por los que una experiencia se convierte en un acto de sacrificio, por los que una vivencia adquiere el color de «loSagrado». Añadamos a esta idea que, a juicio de Laure, sólo a través del sacrificio (todo y hasta el final) se pone a prueba la verdad del ser. Decimos se pone a prueba porque llevar el sacrificio hasta el final, contra todo y hacia todo, implica aceptar la posibilidad de que la muerte haga acto de presencia:
Digo, y con pleno conocimiento, «amar la muerte» porque eso significa amar la vida sin restricción, amarla hasta ahí, incluida la muerte.
No sale gratis, ni siquiera barato, oponerse a la religión, a la patria, a la sexualidad impuesta, al amor cobarde, a la falsa revolución, al cinismo, al egoísmo. De todo hubo: degradación y fiebre, lágrimas con internamiento, violencia tras la borrachera, látigo junto al bozal, exposición seguida de desmayo, hoguera en pleno delirio, y todo junto deslumbramiento, angustia depresión, enfermedad y muerte…; ahí es nada.
Así experimentada, la vida se convierte en un contrato patibulario que exige entregar sin tregua todo lo que uno lleva en su seno para demostrarse que ese todo, razón de ser, es auténtico. Se entrega toda la verdad del ser hasta el final para recuperarla pura y verdadera. Pero ¿cuánto dura la paz que proporciona la recién adquirida pureza? Poco:
Sé que jamás alcanzaré ninguna «meta» porque incluso si eso ocurriera, en ese momento sólo me importaría una cosa: superar lo que ya no sería una meta sino una etapa.
Que de cada prueba Laure salga transformada también parece lógico. Cualquier sacrificio se realiza contra algo que domina al ser, o contra algo que desde fuera y con violencia lo oprime. Y ese algo (llámese moral, religión, ego, cobardía, hábito…), oponiendo su resistencia inherente, define y materializa el sentido y el desenlace del sacrificio, poniendo a prueba la razón de ser del sacrificado, desintegrando durante el conflicto su identidad para, tas el desenlace, reintegrarla dotada de tanta razón de ser como razón de vida se entregó. La muerte también es un desenlace posible, no lo olvidemos.
Pero la transformación no es, no puede ser, un fin en sí mismo, como lo era para el marqués de Sade, ni un juego ni un afán estetizante; la transformación, así vivida, es una condena, un horror, que se impone a sí misma una vida que necesita del movimiento para huir de todo intento de dominación, de toda tentación de fijación. Laure lo expresa así:
En el interior de uno mismo se encuentra el oposicionario más peligroso. Aquel que obliga a superar lo que fue, lo que es. Aquel que niega el «mañana», el «futuro». Aquel que no puede coexistir con el «sentimiento de seguridad», con la «seguridad que va contra la vida», con «la paz en el hogar».
¿Existe mejor manera de impedir que te atrapen que colocándote en el corazón de una hoguera?
Si creemos lo que cuenta Laure en sus escritos, el horror por el ansia de pureza fue su condena. La suya fue una vida entregada a la confirmación de su verdad (siempre la misma, siempre transformada). Y en cada etapa, para alcanzar la horrorosa pureza, no tuvo más remedio que vivir, para comprobar que era verdadero, todo lo que llevaba en su seno y hacerlo hasta el final. Su escritura sería el testimonio.
Si no creemos lo que cuenta Laure, estamos ante mera literatura, por cierto, de escasa calidad.
Fuente: https://elvuelodelalechuza.com