Violeta Parra, Carlos Polimeni

La compleja vida de Violeta Parra, que eligió el suicidio después de escribir “Gracias a la vida”. Autora y compositora de canciones excepcionales del repertorio de la música sudamericana, la chilena sufrió al final de su vida una fuerte pena de amor.  

En la última de sus cartas a uno de sus hermanos, el famoso poeta Nicanor, Violeta Parra dejó claro que iba a quitarse la vida por orgullo, después de una serie larga de decepciones amorosas y económicas, pero nadie fuera de su entorno podía suponer que la autora de una perla como “Gracias a la vida” procedería a hacerlo de un balazo en la sien, con apenas 49 años.

El suicidio, un disparo en una cabeza llena de tormentas y poesía, selló del destino de una artista que había inventado para si una carrera contra viento y marea, con un tesón que la convertiría en un temprano ejemplo de empoderamiento femenino, en una sociedad chilena llena de conceptos patriarcales inamovibles, en que su aspecto de mujer pobre nunca dejó de llamar la atención.

“Gracias a la vida” y “Volver a los 17”, sus dos temas más famosos, habían sido publicados en el disco que apareció pocos meses antes de su muerte, llamado “Las últimas composiciones”, considerado su testamento artístico, en una etapa en que cargaba una pena grande por el final de su relación con el músico y antropólogo suizo Gilbert Favré, quien se había marchado de Chile a Bolivia y casado con otra mujer.

La atormentada relación con el joven Favré, con quien también había convivido años antes en Francia y Suiza, inspiró algunas de sus otras grandes canciones, como “Run run se fue pa`l norte”, “Corazón maldito”, y “Qué he sacado con quererte”, pero en rigor no fue la única que terminó mal, en parte por su temperamento muchas veces borrascoso, por una frontalidad muy poco frecuente en las mujeres de su época.

Pero además de sus temas sobre el amor y el desamor, de sus canciones bailables y humorísticas, esta mujer de voz pequeña que tocaba numerosos instrumentos escribió obras de impronta política, como “Qué dirá el Santo Padre”, “La carta”, “Me gustan los estudiantes”, “Porque los pobres no tienen”, “Miren como sonríen” o “Arauco tiene una pena” que le valieron un fuerte rechazo por parte de los gobiernos de derecha con que convivía su país.

Violeta, que había nacido en Ñuble, en 1917 y eligió suicidarse en 1967, se había mantenido a si misma desde muy joven cantando boleros, corridos mexicanos, valses peruanos y temas españoles, mientras iba aprendiendo a versificar y componer música, en un proceso lleno de curiosidades que terminaron convirtiéndola en una figura central de la cultura sudamericana.

De niña, entre muchas otras enfermedades, contrajo una viruela que marcó por siempre su rostro, afeándolo de tal manera que a veces le daba vergüenza hablar con desconocidos, aunque una vez en confianza brillaba por sus certezas, sobre todo las políticas, y cierta impulsividad que a veces la tornaba agresiva, tajante de más en sus opiniones, insoportable para los modos tradicionales de la sociedad chilena.

La formación de su temperamento fue compleja: cuando su padre maestro de música empezó un proceso de declinación física -murió cuando ella tenía 12 años- con varios de sus ocho hermanos formó distintos grupos artísticos con los que se ganó la vida actuando en restaurantes, posadas, circos, trenes, campos, pueblos, calles y burdeles, en una vida llena de rigores y necesidades.

La sed de conocer su sociedad, como pasaría luego con la argentina Leda Valladares, la condujo a una tarea de búsqueda por todo el país de las viejas formas de la expresión artística musical, en un trabajo que le permitió recopilar más de tres mil canciones, que publicó en el libro “Cantos folclóricos chilenos” e incluyó en algunos de sus primeros discos y en los programas de radio que condujo.

Violeta, cuya figura ha sido retratada en películas de ficción, documentales, obras de teatro, canciones y libros biográficos varios, fue una gran difusora del acervo popular anónimo: no solo fundó el Museo Nacional de Arte Folklórico, en la Universidad de Concepción, sino que además brilló como ceramista, con sus pinturas al óleo, esculturas en alambre y en trabajos sobre arpillera que incluso fueron expuestos en el Museo del Louvre, en París.

La tragedia que resultó su suicidio una tarde de domingo en octubre de 1967, en una carpa que había instalado para tener un reducto propio para cantar en el barrio de La Reina, no fue producto de un acto impulsivo, como podría parecer, ya que estuvo preludiada por varios intentos fallidos, por una depresión que parecía no tener fin, en parte debido a la falta de apoyo del estado a su accionar artístico.

“Me falta algo…”, le dijo a un periodista en 1967, tratando de explicar dolores muy profundos de su pasado, que incluían la muerte temprana de uno de los cuatro hijos que tuvo, una niña llamada Rosita Clara, y la sensación recurrente de hambre que acompañó su niñez, ese desamparo que sentía también su relación con el establishment cultural. “No sé lo que es. Lo busco y no lo encuentro… Seguramente no lo hallaré jamás.”

A su hermano más cercano, el laureado y longevo poeta Nicanor, anticipándole la decisión final, le escribió en una misiva, pese a que vivían en la misma ciudad, que su problema no era de amor, sino de orgullo herido, en parte por la falta de reconocimiento que percibía en su país, y a su estimada colega Margot Loyola le dijo que pensaba que las personas tienen que elegir el momento de su muerte, no esperarla.

En un poema previo, Nicanor definía así su vida: “Todo lo haces a las mil maravillas/ Sin el menor esfuerzo/ Como quien se bebe una copa de vino. /Pero los secretarios no te quieren. / Y te cierran la puerta de tu casa/Y te declaran la guerra a muerte/Viola doliente/ Porque tú no te vistes de payaso/Porque tú no te compras ni te vendes/ (…) ¡Porque tú los aclaras en el acto!/ Cómo van a quererte/ me pregunto/Cuando son unos tristes funcionarios/ Grises como las piedras del desierto.”

“Un balazo en la sien derecha apagó ayer para siempre la voz y el arte imperecederos de Violeta Parra, la menuda artista de Chile que hace algunos meses asombró a los habitantes de París con sus canciones vernaculares, propias de esa tierra para muchos ellos desconocida, que queda al fin del mundo”, decía el artículo publicado el lunes 6 de octubre de 1967 por el diario chileno La Tercera.

La cantautora estaba “enferma de tristeza desde hace tiempo”, puntualizó la nota central de otro matutino trasandino. “Un año atrás, en la misma carpa, intentó quitarse la vida con barbitúricos, y el miércoles de la semana pasada, sus familiares le arrebataron una ‘gillette’ con la que iba a cortarse las venas”, aseveraba la crónica.

Violeta, que había hecho giras por la Unión Soviética, Polonia, Alemania, Italia y Finlandia, que había sido aplaudida en Buenos Aires y París, fue olvidada por un tiempo en su propio país, pero su mito comenzó a establecerse cuando en la Argentina Mercedes Sosa le dedicó un disco completo a su obra, al comenzar los años setenta.

La letra completa de su clásico inmortal, que se entona inevitablemente como un canto a la existencia, tiene, sin embargo, la inquietante presencia de ese amor frustrado, que tal vez explique la decisión fatal tanto como el modo en que la autora se sentía minimizada por las autoridades culturales de una sociedad por la que había trabajado a destajo:

Gracias a la vida que me ha dado tanto

Me dio dos luceros que cuando los abro

Perfecto distingo lo negro del blanco

Y en el alto cielo su fondo estrellado

Y en las multitudes el hombre que yo amo.

Gracias a la vida que me ha dado tanto

Me ha dado el oído que en todo su ancho

Graba noche y día

Grillos y canarios, martillos, turbinas

Ladridos, chubascos

Y la voz tan tierna de mi bien amado.

Gracias a la vida que me ha dado tanto

Me ha dado el sonido y el abecedario

Con él las palabras que pienso y declaro

Madre, amigo, hermano y luz alumbrando

La ruta del alma del que estoy amando.

Gracias a la vida que me ha dado tanto

Me ha dado la marcha de mis pies cansados

Con ellos anduve ciudades y charcos

Playas y desiertos, montañas y llanos

Y la casa tuya, tu calle y tu patio.

Gracias a la vida que me ha dado tanto

Me dio el corazón que agita su marco

Cuando miro el fruto del cerebro humano

Cuando miro el bueno tan lejos del malo

Cuando miro el fondo de tus ojos claros.

Gracias a la vida que me ha dado tanto

Me ha dado la risa y me ha dado el llanto

Así yo distingo dicha de quebranto

Los dos materiales que forman mi canto

Y el canto de ustedes que es el mismo canto.

Y el canto de todos que es mi propio canto.

Gracias la vida, que me ha dado tanto.

Fuente: https://noticiasargentinas.com/

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