En los tempranos ’20, del XX, la polémica Boedo/Florida configuró en la Argentina una importante y anticipada muestra del debate entre “contenidistas” y “artepuristas”, que con ligeras variantes siguió cruzando el siglo XX en Europa, durante el Frente Popular y l a Guerra Civil española; luego, durante la Segunda Guerra Mundial y décadas posteriores, y en América latina, antes y después de la Revolución cubana (me atrevería a decir “hasta hoy”). Y que, tanto por su precocidad como por los argumentos intercambiados, influyó de modo determinante en buena parte de las reflexiones político culturales y estéticas del continente hasta la actualidad.
El barrio de Boedo albergaba familias proletarias y artesanas inmigrantes, cuyos recuerdos, pasado de lucha e intereses económicos y de clase las acercaban a la Revolución rusa y al resto de las manifestaciones sociales y políticas europeas de la época. Leónidas Barletta, Elias Castelnuovo, Nicolás Olivari, Álvaro Yunque, poetas y cuentistas nucleados alrededor de sucesivas revistas (Los Pensadores –su redacción estaba en la calle Boedo–, Claridad, Izquierda, Extrema Izquierda, Dínamo) y de la biblioteca Los Nuevos, defendían los conceptos del arte comprometido, la búsqueda de un mensaje directo que representara los dolores y esperanzas populares por medio de un lenguaje sencillo, coloquial, cotidiano.
En una carta que le publican en el nº 7 de la revista Martín Fierro (24/7/1924), Roberto Mariani (Cuentos de la oficina (1925), novelas como La frecuentación de la muerte (1930), En la penumbra (1932) y La cruz nuestra de cada día, publicada recién en 1955; ensayos sobre Luigi Pirandello y Marcel Proust) acusa al grupo de Florida (por la calle céntrica de Buenos Aires en una de cuyas confiterías se reunían) de ser artepuristas, reaccionarios en política y aun en estética, ya que se desinteresan del contenido de su literatura y la ejercen más como juego que como actividad seria y responsable. Les critica, además, haber puesto a la revista “bajo la advocación” del poema de José Hernández, “símbolo de criollismo por el sentimiento, el lenguaje y la filosofía”, cuando los miembros de Florida (Jorge Luis Borges, Oliverio Girondo, Ricardo Güiraldes, Leopoldo Marechal, entre otros) “precisamente tienen todos una cultura europea, un lenguaje literario complicado y sutil, y una elegancia francesa”.
Martín Fierro replicó que los miembros de Boedo, compañeros y amigos de Roberto Mariani, eran “conservadores en materia de arte” y que se nutrían del “naturalismo zoliano” (por Émile Zola). En cuanto a las acusaciones de reaccionarismo político (basadas en su “pecado capital”: “el escandaloso respeto”, “la admiración sin reservas” al vate consagrado y oficializado, Leopoldo Lugones), respondían que “Lugones político no nos interesa, como tampoco nos interesan sus demás actividades ajenas a la literatura”. Y agregaban: “Todos respetamos nuestro arte y no consentiríamos nunca en hacer de él un instrumento de propaganda”.
Vista hoy, a la distancia, el balance que podemos hacer de esta polémica nos demuestra que ella tuvo consecuencias extremadamente ricas no sólo para la producción literaria de aquel momento sino también para casi toda la posterior y, obviamente, para la reflexión ideológica sobre el arte y la literatura. Se comprueba una vez más que el tradicional desajuste entre vanguardias políticas y vanguardias estéticas tuvo lugar, casi primeramente, también entre nosotros, y de manera fuerte: la vanguardia política no se reconocía en las segundas (las rechazaba como decadentes y hasta nefastas para el progreso histórico), mientras que la vanguardia estética tampoco se reconocía en la primera (la juzgaba esclerosada y opresiva para la práctica artística).
Los resultados de toda esa batalla no han sido sin embargo demasiado positivos para quienes, empeñosamente, preconizaban un arte de transparencia, bienintencionado, expresivo y representativo. En cambio, los hombres de Florida, al asumir las complejidades y las interrogaciones estéticas del mundo circundante (y también las del arte circundante), al exponer en todas sus contradicciones, pero también con toda su fuerza, las búsquedas, errores y hallazgos de las nuevas generaciones; al privilegiar, aun exageradamente, su trabajo específico, dieron un paso adelante en la elaboración de respuestas a la tan discutida cuestión de la función del arte, abriendo perspectivas inéditas para los espectadores y los lectores hispanoamericanos.
Constituye, así, un hecho solo aparentemente paradójico el comprobar hoy que la mentalidad progresista del continente se reconoce, en lo estético y literario, en aquellos creadores que pensaron e hicieron literatura sin pretensiones mesiánicas, como un casi obligado, duro y sistemático trabajo de lenguaje. Y que las búsquedas ultraístas de Borges, las irreverencias verbales de Oliverio Girondo, los replanteos filosóficos y estéticos de Macedonio Fernández, están sin duda en el origen de los mejores textos actuales de nuestra literatura, argentina y latinoamericana, desde aquéllos considerados más realistas y comprometidos hasta los definidamente abstractos y fantásticos.
Quedaría para otra vez profundizar en la idea de que la llamada “vanguardia” rioplatense fue bastante débil, no postuló el internacionalismo como las demás, sino un nacionalismo muy pampeano y portuario, emprendió pocas aventuras lingüísticas (salvo las de Girondo), se despreocupó por los contextos, henchida como estaba de la metafisica de Macedonio y de la autonomia literaria de Borges (además, en sus principios, patriótica y localista), y se manifestó reacia a todo compromiso político y social, lo que fue uno de los motores de las Vanguardias históricas quizás porque estaba en su propia esencia.
No puede dejar de señalarse el expreso desapego de esta llamada vanguardia (donde la presencia de Borges fue tan manifiesta) a la política, su acantonamiento en la estética, y su negativa a vincular los cambios artísticos con los cambios sociales, habida cuenta de que estos últimos fueron rasgos dominantes en el resto de las vanguardias en el mundo. No es que los nuestros estuvieran en contra de los cambios y revoluciones; en los ‘20, algunos inclusive se proclamaron a favor; pero no deseaban entremezclar los planos y aceptar que la política (cualquiera fuese la tendencia) interviniera en la obra o, es más, la encargara o dirigiera. Actitud que mantuvieron, muchos de ellos, durante todas las décadas posteriores de su vida y producción.
Fuente: Mario Goloboff, escritor y docente universitario, para www.pagina12.com.ar