jueves, marzo 28, 2024
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Tendencia «rodrigueana»

Una educación rodrigueana para el siglo XXI. Este año se cumplen 250 años del nacimiento de Simón Rodríguez, pedagogo de la primera emancipación americana. Simón Narciso de Jesús Carreño Rodríguez, conocido en su exilio de la América española como Samuel Robinson, fue un educador, escritor, ensayista y filósofo venezolano. Tutor y mentor del Libertador Simón Bolívar y Andrés Bello.

Los medios de comunicación y el mainstream educativo han encontrado en la expresión “calidad educativa” la piedra de toque para formular un proyecto específico del neoliberalismo. Las Pruebas Pisa —paradigma de los operativos estandarizados de evaluación— constituyen un pilar del proyecto tecnocrático de las élites mundiales. Para ellas, la buena educación es equivalente a los resultados de estas evaluaciones en un esquema sumamente sencillo. Unos expertos definen unos contenidos; unas editoriales traducen dichos contenidos a manuales; los y las educadoras aplican los paquetes pedagógicos definidos por sabihondos incuestionables y una instancia externa —el Ministerio o alguna empresa privada de mediciones— aplica, evalúa y rankea los resultados. Una segunda lectura de la “calidad educativa” es la formación de emprendedores, capitalistas de sí mismos o, en todo caso, entusiastas defensores de la organización que promueve el individualismo salvaje y la competencia. Ambos fines coexistentes combinan de modo variable principios neocoloniales, mercantiles, jerárquicos y tecnocráticos. En este marco, la respuesta a esa pedagogía de la enajenación y el sometimiento no puede resolverse solo con la negativa a encadenarnos sino que debe además crear alternativas pedagógicas contrahegemónicas, propias y de inspiración emancipadora ¿Cómo se ha de construir tal alternativa? En primer lugar, recuperando el acervo de las pedagogías preexistentes. En segundo lugar, repasando nuestras propias prácticas.

El 28 de octubre se cumplen 250 años del natalicio de Simón Rodríguez, de quién puede decirse sin ninguna duda que fue el pedagogo de la primera emancipación americana. Fue el mentor de Simón Bolívar, pero su obra trasciende largamente la labor individual sobre el principal referente de la independencia de Nuestra América.

Los aniversarios —en especial los “redondos”— suelen adquirir nuevas dimensiones en los debates y combates públicos acerca de las distintas interpretaciones del pasado. Se trata, digámoslo de una vez, de una batalla fundamental por la construcción de la hegemonía. Quién logra imponer una determinada visión del pasado en la sociedad logra definir un proyecto, una historia, una identidad y un futuro.
Las élites han intentado dos estrategias combinadas para el “control de la conciencia histórica”. Una es la lisa y llana invisibilización de cualquier lectura de los tiempos pretéritos de una sociedad.

Una segunda estrategia es una versión de la historia acomodada a los intereses dominantes de la época.

La recuperación de Simón Rodríguez se inscribe, en esta columna, en una disputa por la interpretación del legado de nuestro pedagogo y, fundamentalmente, concebir su pedagogía como un acervo imprescindible para una creación propia y latinoamericana en tiempos de globalización tecnocrática neoliberal que tiene su capítulo educativo.

Para resumir la perspectiva de Simón Rodríguez —una ímproba tarea que requerirá de las y los lectores otros esfuerzos de indagación— podemos señalar algunos elementos que son un punto de inflexión para reconocer un linaje regional: José Martí, la escuela rural mexicana, Gabriela Mistral, Olga y Leticia Cossettini, Jesualdo Sosa, Paulo Freire y pudiéramos extender una larga lista.

Un elemento sustantivo de la pedagogía rodrigueana es la exigencia de una propuesta que contribuya a construir pueblos y repúblicas libres: “La instrucción pública en el siglo XIX pide mucha filosofía: el interés general está clamando por una reforma; y la América está llamada por las circunstancias a emprenderla. Atrevida paradoja parecerá, no importa: los acontecimientos irán probando que es una verdad muy obvia: la América no ha de imitar servilmente, sino ser original”. O inventamos o erramos, advertía exigiendo adecuar la creación de una América Nuestra: “La sabiduría de Europa y la prosperidad de los Estados-Unidos son dos enemigos de la libertad de pensar, en América”.

Estas repúblicas y pueblos libres debían tener como plataforma de identidad el bien común, y allí la educación tenía y tiene un rol relevante: “El único medio de establecer la buena inteligencia es que todos piensen en el bien común y que este bien común es la república. Sin conocimientos el hombre no sale de la esfera de los brutos y sin conocimientos sociales es esclavo. El que manda pueblos en este estado se embrutece con ellos. En creer que gobierna porque manda prueba ya que piensa poco. En sostener que sólo por la ciega obediencia subsiste el gobierno prueba que ya no piensa. (…) Los conocimientos son propiedad pública”.

Complementariamente, fue muy claro en su condena a la educación privada: “Hacer negocio con la educación es (…) diga cada lector todo lo malo que pueda, todavía le quedará mucho por decir”.
Otro elemento de la pedagogía rodrigueana es su perspectiva de formación integral: “Piénsese en las cualidades que constituyen la sociabilidad y se verá que los hombres deben prepararse al goce de la ciudadanía con cuatro especies de conocimiento: por consiguiente, que han de recibir cuatro especies de instrucción en la primera y segunda edad. Instrucción social, para hacer una nación prudente. Instrucción corporal, para hacerla fuerte. Instrucción técnica, para hacerla experta. Instrucción científica, para hacerla pensadora. Con estos conocimientos prueba el hombre que es animal racional: sin ellos, es un animal, diferente de los demás seres vivientes, sólo por la superioridad de su instinto”. La reducción de la educación a una instrucción técnica era cuestionada también por Rodríguez, quién propiciaba la noción de socialización, de preparación para la vida y la sociabilidad: “En prueba de que con acumular conocimientos, extraños al arte de vivir, nada se ha hecho para formar la conducta social. Véanse los muchísimos sabios mal criados que pueblan el país de las ciencias”.

Por otra parte, cuestionaba la enseñanza tradicional y memorística típica de la escuela colonial: “La enseñanza se reduce a fastidiarlos (a los y las estudiantes) diciéndoles, a cada instante y por años enteros, así-así-así, y siempre así sin hacerles entender por qué ni con qué fin, no ejercitan la facultad de pensar (…). No hay Interés donde no se entrevé el fin de la acción. Lo que no se hace sentir no se entiende y lo que no se entiende no interesa”.

La obra de Simón Rodríguez es mucho más extensa que los conceptos aquí señalados pero sirvan estas líneas como introducción para estimular la curiosidad lectora que el propio pedagogo caraqueño defendía. Frente a las patéticas y fracasadas reformas educativas neoliberales que reducen a la educación a una mercancía, al educador a un proletario enajenado, al sistema educativo a un mercado, al Estado a un órgano de evaluación y castigo hay que generar una respuesta. Nuestra respuesta, política y pedagógica apuesta a construir una educación que, de cara al siglo XXI, contribuya a la concreción de la Patria Grande, que lleva más de 500 años de demora. Hablar de una educación rodrigueana para el siglo XXI constituye un estimulante impulso para una acción reflexiva. Es en este tiempo oscuro en que la máxima rodrigueana —“O inventamos o erramos”— nos pone en el desafío individual y colectivo de recrear una educación para la emancipación de Nuestra América, tan amenazada de viejas y nuevas ignorancias y cadenas.

Fuente: Pablo Imen para https://www.lacapital.com.ar

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