Rosa Luxemburgo (Zamość, Zarato de Polonia,1871–Berlín, Alemania, 1919) fue una teórica marxista polaca de origen judío, posteriormente ciudadana alemana activa tanto en Polonia como en Alemania. Líder del Partido Socialdemócrata del Reino de Polonia, también militó en el Partido Socialdemócrata de Alemania, hasta que en 1914 se opuso a la participación de los socialdemócratas en la Primera Guerra Mundial, por considerarla un «enfrentamiento entre imperialistas». Integró, desde entonces, el grupo internacional que, en 1916, se convirtió en la Liga Espartaquista, un grupo marxista que será luego el origen del Partido Comunista de Alemania. Al terminar la guerra fundó el periódico La Bandera Roja, junto con el alemán Karl Liebknecht. Sus libros más conocidos, y traducidos al castellano, son Reforma o Revolución, Huelga de masas, partido y sindicato, La Acumulación del Capital y La revolución rusa, en el cual, si bien apoyándola, realiza una crítica a la misma, al sostener que la vía soviética no puede generalizarse a otros países.
[Fragmento adaptado del libro Rosa Luxemburgo y la reinvención de la política. Una lectura desde América Latina (Editorial El Colectivo, Quimantú, Bajo Tierra, La Fogata y Fundación Rosa Luxemburgo, 2020)]
No son muchos los estudios e investigaciones centradas en la vida y obra de Rosa que destaquen su faceta como educadora e impulsora de proyectos político-culturales, y de sus ideas y propuestas centradas en la lucha en ese plano, a pesar de haber sido ésta una arista clave en su derrotero militante. Por ello vale la pena recorrer brevemente algunas de sus principales reflexiones e iniciativas que nos ha legado en este sentido, para revitalizar la praxis revolucionaria y potenciar aquellos proyectos emparentados con una pedagogía liberadora y una cultura emancipatoria, y que nos permita redoblar la apuesta por la formación constante de los movimientos populares y las organizaciones feministas, juveniles y territoriales de América Latina y el Caribe.
Rosa es una de las marxistas que, en tanto educadora popular, más esfuerzos destina a lo largo de su vida en favor de los procesos formativos, a los que considera prioritarios para cada activista. Paradójica y erróneamente, se la sigue caricaturizando como una “espontaneista” que denostaba la teoría y la necesidad de la organización política, algo alejado por completo de su concepción revolucionaria. Desde sus primeros pasos como militante clandestina en su Polonia natal, hasta su destacado papel en el seno de la izquierda alemana y europea, siempre abogó por construir y dotar de centralidad a los espacios orgánicos y a los momentos de autoaprendizaje de las masas.
De hecho, al poco tiempo de sumarse a militar en Alemania, es invitada a incorporarse en la Escuela de formación del Partido Socialdemócrata por su experiencia en ese plano. Salvo en los diferentes interregnos que estuvo encarcelada, Rosa dedica buena parte de su militancia diaria a esta tarea, a razón de cuatro veces por semana, desde 1907 hasta 1914 (año en el que, como consecuencia de su agitación contra la guerra, sufre sucesivos y prolongados períodos de encierro en la cárcel). En los talleres y cursos que coordina, no permite que se tomen notas en el momento, ya que considera que es mejor que quienes asisten puedan seguir, sin interrupción y con la mayor atención posible, la dinámica de intercambio y exposición que orienta a cada encuentro. “Uno no quiere simplemente repetir”, convertirse “en un fonógrafo”, sino “recoger material fresco para cada nuevo curso, ampliar, cambiar, mejorar”, que se fomente la discusión y “un tratamiento profundo de la materia mediante preguntas y conversación”, confiesa en una de sus cartas.
Rosi Wolfstein, integrante del Partido Comunista Alemán, brinda un testimonio de primera mano acerca de cuál era el método de Rosa en esta escuela: “¿Cómo nos obligaba a que cada persona analizara y aprendiera por sí misma en los temas de la economía nacional? ¡por medio de preguntas! Mediante preguntas y nuevamente siempre preguntar e investigar obtenía de la clase todo el conocimiento posible, que debía ser comprobado y que ella depositaba ahí. A través de sus preguntas hacía resonar la respuesta, y nos permitía escuchar dónde y cómo sonaba vacío; a través de sus preguntas tanteaba los razonamientos y nos permitía ver si estaban chuecos o derechos, por medio de preguntas obligaba a ir del reconocimiento del error personal, a la búsqueda propia de un resultado irrefutable”.
Este espacio formativo no estuvo exento de disputas y en más de una ocasión vio peligrar su continuidad, producto del desprestigio y las críticas que recibía de parte de los sectores más moderados del partido, así como de los dirigentes sindicales contrarios al marxismo revolucionario, que incluso no ocupaban las plazas destinadas a sus afiliados a manera de boicot. Denunciada la Escuela por ellos como “centro intelectual de instrucción de radicales” e “iglesia marxista”, lo que les molestaba eran no sólo los contenidos que allí se impartían, sino los cuadros que componían el equipo docente, y que expresaban una tendencia de izquierda refractaria al revisionismo y a la perspectiva educativa conservadora propia de los sindicatos.
Rosa mantiene incluso una polémica en torno a este punto, debido a que en un determinado momento algunos sectores del partido proponen una fusión de la Escuela que ella integra y del instituto de formación creado por los sindicatos. Si bien se muestra de acuerdo con esta posibilidad -ya que, según su visión, el partido y los gremios son parte de un mismo movimiento que, en su complementación recíproca, aportan a la lucha de la clase trabajadora, por lo que “solamente pueden florecer y fortalecerse sobre un fundamento teórico común y unificado”-, advierte que para que tenga sentido la propuesta, se requiere primero conocer en detalle y problematizar ambas iniciativas pedagógico-políticas.
Rosa parte del punto de vista de la totalidad, y en un interesante y poco conocido escrito titulado “Escuela sindical y escuela de partido”, afirma que ambas escuelas “están erigidas sobre cimientos completamente diferentes y representan [por tanto] dos tipos enteramente diferentes”. Por eso aclara con sutil ironía que “no nos estamos refiriendo a la orientación de algunos profesores de la escuela sindical que notoriamente no se encuentran el terreno de la doctrina marxista”. Antes bien, se trata de un debate que excede a estos espacios formativos e involucra tanto a la dirección del movimiento obrero como al partido socialdemócrata, y que atañe a sus respectivos puntos de vista y convicciones.
Pero más allá de esta centralidad política de la querella (la orientación teórica y el perfil militante que se busca en cada ámbito), que en última instancia remitía a la confrontación de dos posiciones al interior del socialismo, entre aquella que reivindica el revisionismo y pregona una estrategia gradualista de absolutización de las reformas, y la defendida por Rosa en clave revolucionaria, ella no desestima la arista propiamente pedagógica de la discusión, comenzando por la propia organización de cada espacio formativo.
Si en el caso de la Escuela partidaria se prioriza una cantidad relativamente pequeña de participantes, para evitar el hacinamiento y garantizar la participación general y al mismo tiempo un trabajo más personalizado, así como un intercambio entre estudiantes y educadores/as fluido, en las escuelas sindicales el número resulta excesivo y esta dinámica se torna casi imposible. A su vez, si en la Escuela partidaria se abordan dos o a lo sumo tres materias por día, de dos horas cada una de ellas, para tener de acuerdo a Rosa tiempo suficiente para el proceso de enseñanza-aprendizaje e incluso re trabajar en la casa con más tranquilidad lo visto y revisar sus materiales y anotaciones, en la escuela sindical, la cantidad de materias son cinco por día, de una hora cada una, sin posibilidad de que ocurra una discusión profunda sobre la temática, por lo que “se suceden unas tras otras las asignaturas”, sin que los alumnos puedan recapacitar”, a lo que se suma el hecho de que cada curso dura sólo seis semanas.
En una tónica similar, Rosa le escribe una carta a Wilhem Dittman, quien en 1911 le consulta acerca de esta polémica generada al interior de la socialdemocracia, donde concluye aseverando que, más allá de que en las escuelas sindicales los maestros sean en su mayor parte revisionistas (entre ellos se encontraba el propio Bernstein), “la línea de los maestros es cuestión de convicción; pero la organización de la enseñanza es cuestión de una pedagogía racional, y ahí es para mí un acertijo toda la escuela de los sindicatos”.
Una parte sustancial de las clases dadas por Rosa en la Escuela del partido, en cuyos borradores trabaja para su publicación incluso durante los meses de 1914 y 1915 que está en la cárcel, fue editada póstumamente bajo el título de Introducción a la economía política, y vale la pena leer estos manuscritos porque no solamente desmitifica en ellos al pensamiento de los “sabios burgueses”, sino debido a que aborda de manera detallada -y hasta reivindica- las formas comunitarias de vida social existentes en la periferia del mundo capitalista, entre ellas las de los pueblos indígenas que aún perduran hoy en día en Nuestra América.
Prefigurando dinámicas de educación popular y preguntas generadoras similares a las que décadas más tarde serán desplegadas en América Latina por Paulo Freire y una pléyade de militantes y pedagogos/as de la praxis, Rosa traslada imaginariamente a las y los estudiantes de esta Escuela de formación a los más heterogéneos territorios remotos de nuestro continente y de África, y los hace habitar en ellos tanto en tiempos inmemoriales como a comienzos del siglo XX, hablándoles en primera persona cual campesina e indígena sojuzgada o en férrea resistencia, inmersa en un entorno comunitario donde la propiedad privada no existe y el vínculo con la tierra se encuentra en las antípodas de existente en las grandes urbes europeas.
Podemos imaginarnos lo que implicó que una mujer, polaca, judía y migrante ingrese como “profesora” en ese espacio construido y habitado casi de manera exclusiva por hombres, que además de desvalorizar la capacidad intelectual y política de las mujeres, en no pocas ocasiones reproducían los peores prejuicios misóginos, chauvinistas y antisemitas. Y lo mismo cabe decir de sus querellas y discusiones en periódicos y revistas teóricas de la socialdemocracia, donde no temió enfrentarse con los “popes” de la vieja guardia marxista ortodoxa (que por cierto censuraron más de uno de sus artículos por su frontalidad), en aras de defender cada idea con extrema pasión y originalidad. Ella, al igual que supo afirmar Mariátegui en las palabras iniciales de los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, fusionaba pensamiento y vida y no dudaba en meter toda su sangre en sus ideas.
El debate teórico y la educación en la lucha
Hoy sabemos que la batalla de Rosa fue en varios frentes: contra el capitalismo como sistema de dominación múltiple, que además de intensificar la explotación de la clase trabajadora, exacerbaba el militarismo bélico y desplazaba su crisis hacia los países coloniales y la periferia global a través de la acumulación por despojo y el endeudamiento; pero también contra lo que Raya Dunayevskaya llamó “chauvinismo masculino”, que imbuía al propio partido en el que ella militaba, incluyendo a sus principales referentes teóricos y políticos, Karl Kautsky y August Bebel. Algunos de sus textos más disruptivos son producto de las querellas libradas contra las tendencias burocráticas al interior de la organización, que subestimaban de manera simétrica la capacidad de lucha y autoconsciencia de las clases populares.
Uno de sus primeros escritos, ¿Reforma o revolución?, constituye una brillante respuesta a las hipótesis reformistas de Eduard Bernstein. Producido a partir de la sistematización de artículos publicados por ella en la prensa partidaria, en este libro editado entre 1899 y 1900 explicita la centralidad del estudio y la discusión teórica: “no se puede arrojar contra los obreros insulto más grosero ni calumnia más indigna-arenga-que la frase ‘las polémicas teóricas son sólo para académicos’”. Es que, como afirma en otra de sus cartas, “el socialismo no es precisamente, un problema de cuchillo y tenedor, sino un movimiento de cultura, una grande y poderosa concepción del mundo”, por lo que la disputa intelectual y la formación política tenían una relevancia ineludible.
La relevancia del debate teórico y de instancias específicamente formativas como la Escuela de partido en la que participa durante muchos años, no significa para Rosa desmerecer las acciones militantes en la calle, sino por el contrario concebirlas, también, como momentos de profundo aprendizaje, forjadores de autoconciencia en un ida y vuelta con la reflexión crítica. Huelga de masas, partido y sindicatos, otro de sus libros más sugerentes, es un claro ejemplo de su concepción dialéctica de la realidad y de la autoformación en torno a ella, donde insiste en la importancia del debate teórico alrededor de problemas prácticos, en este caso la huelga de masas como novedosa y potente herramienta de lucha. Rosa considera que esta discusión servirá para ampliar el horizonte intelectual del proletariado, contribuirá a agudizar su conciencia de clase, a profundizar sus ideas y fortificar sus energías para la acción.
A partir de la reconstrucción y análisis del proceso revolucionario vivido en Rusia en 1905, este texto elaborado en Finlandia tras su participación directa en los últimos meses del proceso de rebelión vivido en su caso en Varsovia, demuestra cómo la supuesta “espontaneidad” de las masas populares en las calles y barricadas de aquel “bárbaro” país oriental, tenía mucho para enseñarle a la cómoda dirigencia socialdemócrata de Alemania e incluso al conjunto de Europa, respecto de cuál era el horizonte de lucha al que apuntar: “un año de revolución ha dado al proletariado ruso esa ‘educación’ que treinta años de luchas parlamentarias y sindicales no pueden dar artificialmente al proletariado alemán”, sentencia en una de sus páginas más ardientes, donde se mofa de “los burócratas enamorados de los esquemas prefabricados”.
Tal enfado genera este material, que la dirección de los burocráticos y adormecidos sindicatos alemanes decide destruir e incendiar la edición que esperaba ser difundida por esas tierras. Este libro en particular brinda una enseñanza vital en términos formativos, debido a que postula que la experiencia práctica, el aprender haciendo, resulta fundamental en el proceso autoeducativo de las masas en su caminar revolucionario, a punto tal que la organización de las y los oprimidos no es una creación que antecede a la lucha, sino un producto de ella. A esto alude Michael Löwy cuando asevera que “lo que salvaba su argumento de un economicismo fatalista era la pedagogía revolucionaria de la acción”.
Rosa destaca que el proletariado ruso no luchó durante esos convulsionados meses de 1905 meramente por reivindicaciones mínimas, sino que uno de los ejes de su agenda era el derrocamiento del absolutismo, una exigencia que iba a demandar tiempo por su carácter ambicioso, pero también niveles altos de conciencia por parte de la clase trabajadora, que según su interpretación no se conseguiría de manera librezca, sino en la escuela viva de los acontecimientos: “Si el elemento espontaneo desempeña un papel tan importante en las huelgas de masas en Rusia, no es porque el proletariado ruso sea ‘insuficientemente educado’, sino porque las revoluciones no se aprenden en la escuela”.
En este punto es insistente, en la medida en que el proletariado, de acuerdo a su visión, tiene necesidad “de un alto grado de educación política, de conciencia de clase y de organización. No puede aprender todo esto en los folletos o en los panfletos, sino que esta educación debe ser adquirida en la escuela política viva, en la lucha y por la lucha, en el curso de la revolución en marcha”, sentencia. A lo que agrega que “el único medio de presión que puede llevar a la victoria es la formación política dentro de la lucha cotidiana”. Por ello, si bien no desmerece las conquistas materiales concretas que puedan lograrse en este marco, afirma que el resultado más precioso de la revolución estriba en su peso intelectual. “El crecimiento por saltos del proletariado en el plano intelectual y cultural ofrece una garantía absoluta de su irresistible progreso futuro tanto en la lucha económica como en la política”.
En igual sentido, un principio epistemológico y político de Rosa es entender que los conceptos y reflexiones no son jamás elucubraciones antojadizas gestadas detrás de un escritorio, sin tampoco el pensar insurgente puede crearse sólo a partir de otros pensamientos o reflexiones teóricas, sino que resultan un genuino producto de aquella praxis crítico-transformadora que despliegan las masas en su andar colectivo. De ahí que sean siempre “categorías-de-lucha” o “ideas-acción”, forjadas al calor de la intervención militante, el diálogo de saberes y las resistencias emancipatorias que se libran a nivel cotidiano. Y tal como ha expresado Roberto Pittaluga, si para ella “era imposible un pensamiento aislado absolutamente del carácter conflictual de las relaciones sociales que lo hacen posible, el marxismo, emergente del conflicto, debe aplicarse a sí mismo sus propias categorías, empezando por concebirse como producto histórico, desterrando esos juicios que lo estimaban como verdad revelada y eterna”.
La autocrítica como aprendizaje de los propios errores
En el contexto del desencadenamiento de la primera guerra mundial, Rosa utiliza su pluma -bajo seudónimos varios- como arma de combate contra las fuerzas nacionalistas que instan al intervencionismo militar alemán en el conflicto bélico. La crisis de la socialdemocracia (firmado con el nombre de “Junius”), es quizás uno de los folletos de denuncia contra la guerra imperialista de mayor trascendencia en Europa, donde además de efectuar una sincera autocrítica a raíz de las debilidades y limitaciones que impidieron evitar este conflicto bélico fratricida, advierte sobre una disyuntiva civilizatoria que pasará a la historia como consigna de las causas populares a nivel mundial: ¡Socialismo o barbarie![1]
Lejos de propiciar una neutralidad absoluta que implique desentenderse de esta tragedia bélica, advierte que “jamás la actitud pasiva del laisser-faire, laisser-passer ha sido la línea de conducta de un partido revolucionario”, por lo que el papel de las y los socialistas “no es el de situarse bajo la dirección de las clases dirigentes para defender la sociedad de clases existente, ni permanecer silenciosamente al margen, esperando que la tormenta pase, sino seguir una política de clase, independiente”. Pero para construirla, aclara, la clase trabajadora “no tiene un esquema previo, válido de una vez para siempre, ni un guía infalible que le muestra el camino que debe recorrer; no tiene otro maestro que la experiencia histórica (…) Sólo alcanzará su liberación si sabe aprender de sus propios errores. Para el movimiento proletario, la autocrítica, una autocrítica valiente, cruel, que llegue hasta el fondo de las cosas, es el aire y la luz sin los cuales no puede vivir”.
Esta actitud autocrítica irá cobrando cada vez mayor dimensión al calor de la actitud chauvinista no sólo de los llamados socialistas mayoritarios –que continuarán defendiendo el intervencionismo en la guerra mundial por parte de Alemania a pesar del descontento creciente en las filas del partido-, sino también de la posición ambivalente y tibia que asuman los socialistas “independientes”, que en abril de 1917 deciden romper con el partido y conformar una nueva organización, el Partido Social-Demócrata Independiente de Alemania (USPD). Si bien el Grupo Internacional y la Liga Espartaco deciden sumarse a esta plataforma, mantienen una posición crítica frente a este reagrupamiento caracterizado como “centrista” por Rosa y sus compañeros de militancia.
Por eso ella no duda en reconocer que es necesaria “una autocrítica despiadada, de verdad sin disfraz”, ya que “sólo así se puede hoy prestar servicio al socialismo”. Se torna pues acuciante apelar a “esa importantísima tarea de esclarecimiento crítico que actualmente hace falta al movimiento”, debido a que “no basta que un puñado de personas tenga la mejor receta en el bolso y que ya sepa cómo las masas deben ser dirigidas. Esas masas precisan ser intelectualmente arrancadas de las tradiciones de los cincuenta años pasados para liberarse de ellas [en alusión a la práctica e ideología reformista de la socialdemocracia alemana]. Y sólo puede hacerlo un amplio proceso de rigurosísima y permanente autocrítica del movimiento como un todo”.
Al poco tiempo, y a pesar de encontrarse nuevamente entre rejas -donde permanece confinada numerosos meses, precisamente a raíz de su militancia internacionalista y contra la guerra-, tiene oportunidad de realizar una lectura crítica de los primeros momentos del proceso revolucionario vivido en la Rusia soviética de 1917 y principios de 1918. El manuscrito La Revolución Rusa resulta un texto clave, no solamente para todo proyecto de formación política en cuanto a su método de análisis y autocrítica fraterna desde el marxismo, sino porque en él se explicita la centralidad que este tipo de propuestas adquiere en la transición al socialismo, e incluso antes de él. “El dominio de clase burgués-dirá Rosa sin medias tintas- no tenía necesidad de una instrucción y de una educación política de las masas populares, por lo menos más allá de ciertos límites muy estrechos. Para la dictadura proletaria, en cambio, ambas cosas constituyen el elemento vital, el aire, sin el cual no podría subsistir”.
En efecto, la nueva sociedad implica la participación activa y consciente del pueblo, razón por la cual “la práctica socialista exige una completa transformación espiritual en las masas degradadas por siglo de dominación burguesa”. De acuerdo a la militante espartaquista, “la escuela misma de la vida pública, de la más ilimitada y amplia democracia, de la opinión pública”, es lo que iba a permitir el avance hacia un socialismo no burocratizado ni autoritario. Por ello concluye afirmando que “la democracia socialista no comienza solamente en la tierra prometida”, sino que debe prefigurarse en el presente, ensayarse aquí y ahora como proyecto formativo de autogobierno cotidiano.
Incluso en los momentos más duros y adversos, Rosa no temió ejercitar de manera fraterna y honesta aquella autocrítica reivindicada como vital, en aras de evitar un desencuentro cada vez mayor entre libertad e igualdad, algo que vislumbraba como peligro en la Rusia soviética: “La libertad sólo para los que apoyan al gobierno, sólo para los miembros de un partido (por numeroso que este sea) no es libertad en absoluto. La libertad es siempre libertad para el que piensa de manera diferente”, se atreve a advertirles de manera premonitoria a los camaradas bolcheviques en uno de los párrafos finales de su manuscrito, donde a la vez denuncia la falta de canales de participación real de las masas y la ausencia de debate público en torno a los principales problemas que aquejan al proceso revolucionario. Sin embargo, sus propios compañeros espartaquistas la regañaron y le sugirieron no difundir el escrito producido por ella en la cárcel, por miedo a que le hiciera “el juego a la derecha”.
A contrapelo, para Rosa el análisis autocrítico y (en caso de ser necesaria) la rectificación genuina, constituyen un ejercicio teórico-político ineludible, ya que, según su convicción, flaco favor hace la militancia a los proyectos emancipatorios, si se convierte en mera aplaudidora de sus posibles logros y, “haciendo de la necesidad virtud”, omite sus contradicciones, ambigüedades o errores, por temor a ser excomulgada o considerada “traidora”. Hay que asumirlo de una vez por todas: ausencia de reflexión crítica, estancamiento y dogmatización van de la mano, y de acuerdo a Rosa nos sumergen en un círculo vicioso del que es cada vez más difícil salir.
Pedagogía del poder popular y el autogobierno
En dos de sus últimas manifestaciones públicas antes de su muerte, el folleto ¿Qué quiere la Liga Espartaco? y el discurso ante el Congreso de fundación del Partido Comunista Alemán, también desliza algunas afirmaciones que denotan la extrema preocupación que tenía aún por la formación intelectual y política de las masas, en base a su praxis colectiva centrada en la construcción e irradiación de órganos de autogobierno popular, como los Consejos de obreros y soldados gestados al calor de la revolución alemana. En el primero de ellos (que supo fungir de programa de la izquierda radical a fines de 1918), no solo redobla la apuesta por su autoemancipación -citando una vez más la frase de Marx a la que tanto apeló en su vida, “la emancipación de la clase trabajadora debe ser obra de la propia clase trabajadora”- sino que define a la revolución como un proceso de trastocamiento subjetivo, donde la educación y el cultivo de nuevos sentimientos refractarios al individualismo son claves: “De máquinas muertas que el capitalista coloca en el proceso de producción, las masas proletarias deben aprender a convertirse en dirigentes pensantes, libres y autodeterminados de ese proceso. Deben adquirir el sentimiento de responsabilidad propio de miembros activos de la comunidad, única propietaria de la riqueza social”.
Asimismo, en el discurso por la creación del Partido Comunista Alemán sugiere que “las masas deben aprender a ejercer el poder, ejerciendo el poder. No hay otro camino”, ya que, si en las revoluciones burguesas “bastó con derrocar el poder oficial central y entregar la autoridad a unas cuantas personas”, en nuestro caso se trata de un hecho masivo no sólo en términos físicos, sino también en términos espirituales, debido a que la clase trabajadora, tal como supo advertir el joven Gramsci, no puede darse el lujo de ser ignorante, ya que éste es un privilegio exclusivo de la burguesía. Por lo tanto, “el socialismo no puede ser ni será creado por decreto; no lo puede crear gobierno alguno, por socialista que sea. El socialismo lo deben crear las masas, lo debe realizar cada proletario”, lo que sólo es posible a partir de la conquista del poder “desde abajo”.
Inmersa en un clima revolucionario en Berlín, Rosa redobla la apuesta por la construcción de poderes e instituciones propias, creadas y expandidas desde abajo, que cuenten con el protagonismo del proletariado como intelectual colectivo, que aprende a (auto)gobernar en la praxis misma de su lucha y en órganos democráticos como los Consejos. “Felizmente -sentencia desde el optimismo de la voluntad-, quedaron atrás los días en que nos proponíamos ‘educar’ al proletariado en el socialismo. Parecería que los marxistas de la escuela de Kautsky siguen viviendo en esas épocas pasadas. Educar en el socialismo a las masas proletarias significaba distribuir volantes y folletos, hacer conferencias. Pero ése no es hoy el método de educar a los proletarios. Hoy, los obreros aprenderán en la escuela de la acción”.
En plena ebullición obrera y combate desigual en las calles de Berlín, y pocas horas antes de ser asesinada junto a Karl Liebknecht, a pesar del evidente reflujo Rosa no duda en redoblar su confianza en la capacidad auto emancipatoria de las masas, exclamando: “La dirección ha fracasado. Pero debe y puede crearse una nueva dirección, por y a partir de las propias masas. Las masas son el elemento decisivo, el pilar sobre el que se construirá la victoria final de la revolución. Las masas estuvieron a la altura de su tarea histórica. Ellas han convertido esta derrota en una de las derrotas históricas que serán el orgullo y la fuerza del socialismo internacional. Y por ello, sobre esta derrota florecerá la victoria”.
La melancolía de izquierda de la que nos habla Enzo Traverso, tiene sin lugar a dudas a Rosa como una de sus fuentes más actuales y potentes. Repensar el proyecto socialista en este contexto de colapso civilizatorio y barbarie en ciernes, nos obliga a rememorarla como luchadora integral y desde esa constelación de marxismos marginales que, a partir de prismas menos dogmáticos y más osados, aún hoy nos brindan pistas para reconstruir los idearios y las apuestas emancipatorias, en función de los desafíos que nos depara este tiempo histórico tan fuera de quicio. Al fin y al cabo, como supo expresar Antonio Gramsci, “existen en la historia derrotas que más tarde aparecen como luminosas victorias, presuntos muertos que han hecho hablar de ellos ruidosamente, cadáveres de cuyas cenizas la vida ha resurgido más intensa y productora de valores”.
[1] Si bien esta consigna se emparente con la visión trágica del devenir histórico en el contexto de la primera guerra mundial, es posible rastrear algunos momentos previos a este conflicto bélico, donde Rosa caracteriza a la cotidianeidad de la sociedad capitalista como barbarie. En un emotivo e irónico artículo publicado en el periódico feminista La Igualdad, afirma que a pesar de que “nuestra sociedad parece ser normalmente muy decorosa, mantiene alto su honor, el orden y las buenas costumbres”, lo cierto es que “de repente, a nuestra sociedad le es arrancada la máscara de la decencia por el fantasma atroz de la miseria” y “se muestra, que bajo el delirio exterior y la futilidad de la civilización se abre el despeñadero de la barbarie, del embrutecimiento; se revelan las imágenes del infierno”. Aquí y en otros fragmentos lúcidos, Rosa parece sugerir que la barbarie, lejos de ser un estado de excepción momentáneo y breve, no es más que una exacerbación de la normalidad burguesa.
Fuente: HERNÁN OUVIÑA, Politólogo, docente de la UBA y autor de Rosa Luxemburgo y la reinvención de la política: una lectura desde América Latina (La Fogata, 2019), para https://jacobinlat.com