jueves, abril 25, 2024
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Culpas compartidas, Roberto Alifano

No sé si la educación y la cultura pueden salvarnos, pero no imagino ni sé de algo mejor. Hace ya mucho tiempo, el prócer Domingo Faustino Sarmiento, un maestro rural que ocupó el cargo de presidente, con la pasión que lo caracterizaba, proponía como principio esencial elevar la educación del pueblo. Durante su gobierno, en la segunda mitad del siglo XIX, bajo la consigna hay que “educar al soberano”, Sarmiento fundó escuelas en cada rincón del país.

Es probable que la historia de la política, que es una parte de la historia de la humanidad, sea menos la conjunción de principios moralizantes que una busca prudente de armonía para la convivencia pacífica y ordenada. Su principal impulsor fue Aristóteles. De él surge la idea del Estado que tiene como base a la familia y la mejora de sus necesidades cotidianas. “Solo un Estado moral prosperará cuando sus ciudadanos sean buenos y se puedan realizar”, enfatizó el estagirita. Este concepto no era una necesidad de los estados ideales en forma abstracta, sino más bien el de un examen del modo en que las costumbres, las reglas de convivencia y las propiedades que se interrelacionan deben obrar en favor del bienestar colectivo.

En la Argentina, desde hace décadas, la política ha dejado de ser una ciencia o un arte para conducir los destinos del pueblo y, por ende, mejorar su calidad. Se despeña, de una manera alarmante, por el patético barranco de la carencia de principios éticos. El negocio para la mayoría de los que se dedican a ella, es el clientelismo sin tener en cuenta la educación ni la cultura; la mayor ventaja se obtiene a costa de la ignorancia de esas mayorías que representan. Un país educado y culto resulta más difícil de ser manipulado y los dueños del poder saben que pobreza e ignorancia son funcionales y útiles para quienes gobiernanLa educación y la cultura no solo favorecen el engrandecimiento colectivo, sino que desenmascaran los privilegios individuales de los abusadores de turno. Es la cruda verdad, sin duda no difícil de demostrar. Enojoso asunto que parece un resabio de la perversidad más destructiva.

Un periodismo militante, en colaboración con los encuestadores, afines a determinado bando político han instaurado un juego de sociedad que en la mayoría de los casos atienden de ambos lados del mostrador. Muy sueltos de cuerpo, estos sectores mercenarios acaban de descubrir que la Argentina se encuentra estancada porque oscila entre el populismo y el capitalismo de amigos. Relativo asunto que poco condice con la realidad y se puede comprobar haciendo simplemente un poco de memoria, sin ejercer ese modernísimo oficio agorero. La inflación, por ejemplo, que es el principal impuesto que se cobra a la ciudadanía tiene su base en el desequilibrio fiscal (si se gasta más de lo que se recauda se produce un quiebre inevitable; para citar un ejemplo digamos que la Biblioteca del Congreso de la Nación tiene tres veces más empleados que la Biblioteca de España). Aceptemos, simplemente, que quienes gobiernan y ejercen el manejo del poder político y económico no son los más aptos, y en ocasiones resultan ser todo lo contrario de lo que damos por entendido como ejemplares.

Obviamente nunca faltan excusas ni atenuantes. Los que gobiernan afirman que fueron los anteriores quienes cometieron los descalabros que, supuestamente, ellos vienen a corregir; en la vereda de enfrente el teje y maneje propone esperar hasta una próxima elección, sabiendo muy bien que se repetirá lo mismo, ya que la Argentina es un país subsidiado y si se corta el asistencialismo todas las estanterías se vienen encima. Poco o nada se aporta para encontrar un camino común en bien de los más pobres, y la delgadísima cuerda siempre a punto de cortarse, se estira amarrada a la mentira más indigna y repudiable. Mientras haya para repartir entre nosotros, sigamos adelante con más de lo mismo, parece ser la consigna de la clase dirigente.

Todo esto en medio de una guerra declarada donde las prebendas de un lado y de otro están a la orden del día con la correspondiente complicidad de los protagonistas sean estos oficialista u opositores, que, por sobre todo, buscan resguardar sus privilegios e intereses personales, despreocupándose, por supuesto, de los problemas concretos que afectan el bienestar de la ciudadanía que los eligió. Y así se suma el hambre, la falta de educación y cultura, y crece la más condenable corrupción.

En la vapuleada Argentina, justo es conocerlo, los tropiezos vienen desde muy atrás y los entramados de complicidad no le van a la saga. El problema de la matriz política y económica de los que gobiernan desde el regreso de la democracia, es que no son ni siquiera un devaluado socialismo ni un caduco modelo capitalista virtuoso, sino todo lo contrario; es decir, modelos de sistemas autocráticos y personalistas con pálidas intenciones distributistas que, en la mayoría de los casos, intentan apenas moderar los desastres estructurales que carcomen los cimientos de una nación cada vez más empobrecida.

Tampoco está de más recordar que en el momento actual la oposición -que fue otro desastre como Gobierno-; ahora en la vereda opuesta, intenta marcar el rumbo con las mismas propuestas que entorpecieron su bitácora desacertada y hasta perversa para sostenerse en el poder. Para el gobierno anterior, la inflación era un problema menor, sencillo de controlar y desarrollo, entre otras equivocadas políticas, exactamente la misma que suele hacer el peronismo desde épocas remotas. La solución para este bando no estaba en atacar la enfermedad de raíz pagando el costo político correspondiente, sino en implementar más asistencialismo y obtener fondos no en término de recursos naturales sino en términos de recaudación impositiva y emisión de dinero; sin respaldo financiero, claro. Y así sucesivamente.

En el campo electoral, tirios y troyanos, indiferentes al derrumbe del país, se siguen engolosinando con las próximas elecciones. Y hasta el propio presidente, vástago del fracaso de los fracasos, cada día más debilitado y ridiculizado, trata de comprar la golosina que el mismo vende e imagina su posible reelección, aun a costa de dispararse todo el tiempo tiros en los pies, desconociendo, seguramente, que hasta el mismo Platón en su República, consideraba que la condición esencial para cualquier forma de gobierno no pasa por la perfección, sino por “la credibilidad y la transparencia”. Aspectos de los que en la Argentina actual se carece absolutamente.

Si bien la naturaleza humana ha cambiado en muchos aspectos, el problema central que hoy atraviesa la República es angustiante, debido, en gran medida a una crisis ética y de confianza, a la que hay que agregar la de educación y cultura. La desmoralizante corruptela ha llevado a la incredulidad de la gente hacia la política y esto hace que aparezcan personajes anti-sistemas que se mofan implacablemente expresando rechazo hacia la calidad de una democracia más seria y representativa. Un desencanto que no solo se reduce a la mera traición de un grupo político en detrimento del otro, sino a una falta de confianza general con respecto a “todos los políticos”, sean oficialistas u opositores, y que en la revuelta de 2001 llevó a la coincidencia casi generalizada del “que se vayan todos”. Hoy, a dos décadas de aquel descalabro los protagonistas siguen siendo los mismos; apenas con tibios agregados que avanzan por el mismo sendero. La cruda realidad bajo distintas circunstancias.

Se da ahora el cambio de un simple ministro de economía por una ministra sin antecedentes válidos y con las manos atadas que, elegida por descarte, seguramente, no sabe para dónde agarrar. Pero, claro, las muertas esperanzas sobreviven y, lo que es peor, renaciendo. Es verdad, atravesamos por una pandemia y hay una guerra de por medio; sin embargo, en el mientras tanto, la otra guerra interna que involucra a toda la Argentina; digamos, la de todas las corporaciones enfrentadas en la llamada “grieta” crece, y hablando en términos poco metafóricos es a matar o morir; políticamente se entiende, sin beneficio para el pueblo, porque en el fondo la complicidad de obtención de beneficios personales también es innegable; lo mismo que el reparto del botín.

A este diabólico ritmo una posible unidad de oficialistas y opositores en bien de la República cada vez se diluye más; entre otras cosas por los muy buenos haberes que cobran y las coimas propias de la corrupción generalizada que se reparten los sectores que comandan el poder. Enmarcadas en esta puja interna que exhibe el más desfachatado y desastroso nivel inflacionario de muchos años (en un mes supera cómodamente el 5 por ciento) y con índices de pobreza que crecen y se multiplican a pasos agigantados, hasta el punto de aterrarnos. La Argentina es un caos inquietante en un mundo no menos caótico.

Los principales problemas no son en el fondo de índole económica sino políticos y de credibilidad. La falta de coincidencias centralizadas en mejora del bien común y de narrativas que ordenen la discusión atentan directamente contra la capacidad de cualquier gobierno que se proponga generar consenso social para atravesar el pantano. Un país que vive pendiente de la palabra de una señora incompetente que se cree la octava maravilla es imposible que salga adelante.

La política argentina establecida sobre una base de mediocres posiciones oportunistas no crea coincidencias sino permanentes divisiones; aún entre los mismos adictos a una causa. Todo el tiempo se mira para otro lado y se estigmatiza al que está en la vereda de enfrente. El “Yo argentino” se entremezcla con el “¿Yo señor?, no señor”. La culpa es del otro; nunca mía o nuestra; aunque juntos somos una calamidad. Falta educación, cultura y sentimiento comunitario. El individualismo nos ha llevado a esto. Fuerza es reconocer que los argentinos no somos ciudadanos sino individuos. Y así nos va.

Sin duda vale la pena recordar esta propuesta aún incumplida del adelantado Sarmiento: “La educación pertenece a nuestra condición de persona. El poder, la riqueza y la fuerza de una nación dependen de la capacidad moral e intelectual de los individuos que la componen. Y la educación pública no debe tener otro fin que el aumentar esta fuerza de producción, de acción y de dirección, aumentando cada vez más el número de individuos que las posean”.

Fuente: https://www.elimparcial.es

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