Las virtudes del ídolo en la cancha, mucho más que la habilidad. El protagonismo, las polémicas. Su identidad invicta, de cebollita a campeón. Polémicas contra los poderosos. La inteligencia y la franqueza, en varios registros. Visiones variadas sobre lo plebeyo. Lágrimas y agradecimiento en el adiós.
La pesadumbre fue masiva, acaso mayoritaria. Diego Armando Maradona hizo felices a millones de argentinos de distintas generaciones que vibraron y gozaron gracias a él. Ahora lo lloran sin disimulos. Como jugador trascendió sus dotes de crack. Capitán, referente, caudillo, un hincha más dentro la cancha, altruista aparte de dotado. El segundo golazo a los ingleses habla de él tanto como el primero y como el tobillo hecho un Big Mac en el Mundial de Italia. Por entonces, en varios partidos exigió sobrehumanamente a su cuerpo sin hacerle caso a los médicos ni al sentido común privilegiando su misión sobre el dolor. Colgó al equipo sobre sus hombros de gigante retacón. Sus compañeros lo admiran por su talento tanto como por la generosidad en la cancha. Tanta garra como calidad, un prodigio.
Héctor Oesterheld escribió que el verdadero héroe es el héroe colectivo. Jorge Luis Borges se asombró en la “jornada populosa” del festejo tras la liberación de París en 1944 por “el descubrimiento de que una emoción colectiva puede no ser innoble”. Hete ahí una payada, una polémica nacional. Maestro Borges, las emociones colectivas saben y suelen ser nobles. Momentos para acercarse, comulgar laica o religiosamente, honrar al ser querido que partió. Lo que hicieron multitudes; lo mejor que pasó en una semana inolvidable. La pesadumbre se compartió como el mate en la vieja normalidad.
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Solidaridad en vivo: En el Mundial de Sudáfrica habrá querido paliar como DT la abstinencia que más le dolió, estar fuera de la cancha. En un torneo hipermediatizado la tele lo transformó en estrella, en vedette, en único. El público mundial estaba de acuerdo. Con todos los focos encima mantuvo su condición de líder de grupo, superior tal vez a la de técnico. Rescatemos una escena. En el encuentro contra Corea el defensor Martín Demichelis cometió un error garrafal, que le costó un gol a la Argentina y un mal rato que fue superado: ganó 4 a 1. Tras la pitada final Diego se saludó con todos los jugadores, alzando a algunos como Lionel Messi. Le dedicó al infortunado zaguero bastante más tiempo que a los demás. Lo estrechó con fuerza, le habló al oído, lo acarició. Diego, superdotado en el territorio mediático, se comunicó con dos auditorios: el destinatario y los televidentes. Esa dualidad mágica potenció el valor de la caricia. Maradona bancó a Demichelis hablándole en confidencia a él y en megáfono a la tribuna-platea global. En el partido posterior, contra Grecia, Demichelis metió un gol. Claro que la causalidad no es absoluta ni lineal. Los resultados son chúcaros, ese Mundial terminó con una cruel goleada ante Alemania, sin ir más lejos. La vida no siempre es tan bella o edificante como las fábulas pero es clavado que el espaldarazo ayudó al defensor que se envolvió en otro abrazo con Diego al quien, nota de color, le sacaba un par de cabezas.
Un paladín en la cancha, un fenómeno para transmitir, con picardía, reflejos para responder, aptitud para registrar rivales, adversarios, enemigos, aliados, hermanos del alma.
Las conferencias de prensa en Sudáfrica, como tantas intervenciones políticas o gremiales, se transformaban en la continuidad de la guerra por otros medios. La emprendió contra la dirigencia del fútbol, contra Beckenbauer y Platini, dos eximios jugadores cooptados por el sistema. Transformó una mentira previa en denuncia comprobada: la pelota sudafricana no doblaba o no reaccionaba como un balón normal. Fue un neo schmittiano, un discípulo de Laclau provisto de sentido del humor, un atributo de la inteligencia que le falta a tantos salames con fama de eruditos. Ahora dicen que el Diez fracasó en Barcelona, una plaza en la que abunda el buen fútbol. En fin… queda lindo diferenciarse de las masas. Escupir asados, jactancia de ciertos intelectuales.
Diego se llenó de guita. La gastó, la disfrutó, la despilfarró, donó mucha, la ostentó, lo esquilmaron. No obstante se desempeñó como un buen deportista, le gustaba jugar a la pelota, en cualquier escenario. Buena fe, hasta fair play, va un ejemplo. El expresidente Evo Morales recordó cómo defendió el derecho de Bolivia a programar partidos internacionales en La Paz, una desventaja para los contrincantes. Diego bancó a su manera (“a muerte”) a los bolivianos contra las ofensivas mezquinas de la FIFA y los buscadores de resultados argentos que clamaban contra el supuesto abuso de la soberanía boliviana… Diego y el Evo, se recuerda, viajaron en el tren del ALBA hacia Mar del Plata, militando por una causa regional, un desafío exitoso al imperio.
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Argentino y plebeyo, a mucha honra: “Maradona tuvo un sepelio como su vida: caótico, emocionante y plebeyo” tituló el diario La Nación. En su jerga la única palabra valiosa es “emocionante”, las otras denigran. La libertad de expresión es sagrada aunque disentimos. Morocho, de Fiorito, siempre enalteció su barrio, la pobreza, la mamá y el viejo. Extrovertido y frontal siempre dijo lo que iba pensando, se expuso en carne viva, un portento de inteligencia y honestidad intelectual.
Versátil hasta el asombro, era talentoso en varios registros. Entre la carrada de material que circula recomendamos un video cantando bonito “El sueño del pibe” en un programa de Antonio Gasalla, allá por los ´90. O un baile digno de John Travolta con Rafaella Carrá (otro sueño del pibe) en su programa “La noche del 10”. Les sacó canas verdes a los productores, chimentan, por sus exigencias y su perfeccionismo pero el producto es descomunal.
Más agudo que unos cuantos colegas, el sociólogo rioplatense Denis Merklen escribió en Le Monde: “a su manera, Maradona se enlaza maravillosamente con el peronismo. Es a la vez popular porque pretende encarnar a la nación y plebeyo porque eleva al pobre con los talentos del pobre contra los poderosos. Lo es también por ser una identidad política en la que los humildes pueden devenir dioses y su arrogancia es una revancha contra los poderosos. No todos los argentinos se reconocen o no todos se reconocen todo el tiempo en su Diego”. Plebeyo, a mucha honra, sacando pechito en el Agora o en la verde gramilla. En esta columna la palabra vale como retrato y como elogio.
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En querella con los medios: “La Argentina va a salir campeón/Argentina va a salir campeón/se lo dedicamo’ a todos/la reputa madre que los reparió” cantaban los seleccionados de México ‘86 tras cada victoria y el importante empate contra Italia (otro golazo, con las dos piernas en el aire como Julio Bocca). El reproche, explícito por demás, apuntaba a periodistas, dirigentes, hasta funcionarios que renegaban del equipo y le bajaban el precio. Maradona sostuvo muchos duelos con comunicadores. A Bernardo Neustadt le dedicó un epigrama redondo: “le dicen sanguchito porque siempre está cerca de la torta”. Neustadt era precursor del discurso berreta que resucita ahora: “un genio en la cancha, un mal ejemplo como persona”.
La intrusión en la vida privada constituye un clásico agravio a las libertades personales a menudo infame, encubierta bajo el subterfugio de la libertad de prensa. Los defensores acérrimos del derecho de propiedad material agreden otros derechos, como la libertad individual, la privacidad. Diego fue blanco móvil toda su vida, su familia pagó el pato a menudo, durante esta semana también. En un episodio remoto Maradona disparó balines a quienes lo espiaban por un puñado de monedas. La Vulgata lo consideró agresor, uno cree que obraba en defensa propia.
El semiólogo Eliseo Verón escribió hace cosa de 23 años, poco después de la muerte violenta de Lady Diana: “Los llamados paparazzi no son periodistas, son gángsters de la imagen (Maradona tiene alguna experiencia sobre el tema)”. Amén. La caracterización conserva vigencia aunque gángsters del siglo XXI se valen de tecnologías desconocidas por los paparazzi, como los drones.
El jugador podía arrojar al niño con el agua cuando se enfurecía con las críticas a su labor profesional. Los personajes públicos, los deportistas, se exponen a eso, con frecuencia no lo buscan. De acuerdo, en principio. Pero los protagonistas tienen derecho a replicar contra todes. En particular, contra cacatúas que quieren construir fama con artes dudosas o perversas. Difamaciones, versiones no comprobadas, abusos del off the record, provocaciones buscando respuesta. Patoteros, pendientes del rating minuto a minuto, inventores de noticias. Fisgones en rodeo ajeno más parecidos a aves de carroña que a Bob Woodward, el mito distante que se usa para jerarquizar a periodistas que, casi siempre, son de la “B”. Moralistas flojos de papeles que exigen perfección mientras hacen periodismo de guerra y lucran con pautas non sanctas o sobres serviciales.
Y el dedito acusador, vicio de la comunicación de masas… Recurso de lapidadores que arrojan carradas de piedras sin estar libres de pecado.
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La patria, la camiseta, los sponsors: El deportista recibió homenajes en todo el globo de colegas futboleros o de otras disciplinas. Escenas premeditadas, bellas unas cuantas, que trasuntan cariño y admiración en un sistema connotado por el capitalismo global. Los sponsors se enganchan en las pasiones populares, lucran y mienten con ellas. En Mundiales o Copas América cualquier empresa se calza la albiceleste y se pone la vincha. Las multis no se privan: ponen huevos en distintas patrias. Quién le dice, en esta coyuntura por ahí se suman los Fondos de inversión. Aguante BlackRock siempre aupando a la Argentina.
Diego participó en ese mundillo, más de una vez, hasta recaló en Dubai en un tramo nostálgico de sus odiseas. Al mismo tiempo, sostuvo la pasión por la camiseta, el fuego para cantar el Himno, el anhelo de representar a su país y a su pueblo. Este cronista escribió bastante sobre el fútbol, el nacionalismo y la política. Jamás aceptó el sonsonete “qué gran país seríamos si todos tiráramos para el mismo lado como en este campeonato”. La sarasa simplificadora niega los conflictos de intereses, de clases, de valores, la complejidad de las sociedades de masas.
Uno sí cree que hay trances cortos, de fiesta, en los que se cincha para un mismo lado. Un recreo precioso. Los Mundiales pueden serlo, eventualmente.
Otro milagro del Diez: en Argentina hay hinchas de sus cuadros que no se interesan por la selección. O se interesan menos. Por lo pronto, a la Selección se la acompaña menos “en la buenas y en las malas”, se le exige belleza y éxitos más que a los propios clubes. Maradona consiguió, traccionando con su ejemplo, que creciera la hinchada de la selección por contagio. Gran logro del barrilete cósmico, imposible de remontar para Messi, otro genio con muy distinta personalidad.
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El adiós: Esta crónica casi no rozará las vicisitudes y polémicas sobre el velatorio, la represión, los desbordes o desmanes. Se dejan para abordajes posteriores, tras investigarlos con más perspectiva. También por motivos de estilo: quien esto firma cree que fueron menores en proporción a la emoción colectiva, a la unción, a las grandes escenas de una semana infausta e inolvidable, una despedida como hay pocas en la historia. Intuye que, de no mediar la formidable sensatez y templanza de la multitud, el desmadre pudo terminar muy mal.
También opina que las decisiones centrales sobre la despedida última le corresponden a su familia. Velar a los muertos, congregar a los afectos, enterrarlos, es un derecho humano de los familiares, en cualquier comarca y en la Argentina por antonomasia. En este caso descomunal la organización frisaba con lo imposible pero el sagrado derecho de los familiares incluía imponer criterios.
Volvamos a la gente común. De nuevo: mayoría no es unanimidad. Referencia clave en los sistemas democráticos que reconocen el poder de gobernar a mayorías transitorias o primeras minorías transitorias. Esto asumido, la mayoría de los argentinos se embanderó con Diego en esta semana mientras minorías arrogantes pugnaban por bajarle el precio a su legado, a la sensibilidad, a las cataratas de lágrimas, al dolor de tantas y tantos.
El ídolo recibió el adiós que merecía, en todos los barrios, en todas las ciudades y de varias generaciones. El amor sobrevoló todo el territorio nacional, las banderas y las camisetas flamearon por él.
Se fue un adalid del Sur, de la Argentina y de Nápoles tras una vida única. Un pibe de barrio que nunca renegó de sus orígenes. Diego campeón, sos millones. Te vamos a extrañar.
Fuente: www.pagina12.com.ar