miércoles, abril 24, 2024
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Cioran, la seducción del desengaño

Emil Cioran (Răşinari1911París1995) fue un escritor y filósofo rumano. La mayoría de sus obras se publicaron en lengua francesa; nació en la localidad de Răşinari en el condado transilvano de Sibiu, actual Rumanía, en ese entonces era parte del Reino de Hungría. Fue hijo de Emiliano Cioran, un sacerdote ortodoxo rumano, y de Elvira Cioran, también rumana. Después de cursar humanidades en el Colegio Gheorghe Lazar en Sibiu y con 17 años, comenzó a estudiar filosofía en la Universidad de Bucarest. Ahí, se reunió con Eugène Ionesco y Mircea Eliade, los tres se convertirían en amigos de por vida. En 1937, continuó sus estudios en el Instituto Francés en París, donde vivió la mayor parte del resto de su vida. «No tengo nacionalidad -decía- el mejor estatus posible para un intelectual».

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Todo pensamiento es la imagen parcial de un mundo cuya amplitud hace sucumbir la pretensión de abordarlo enteramente. Por ello, la filosofía sólo puede acogerse fragmentariamente. No existe una Filosofía, existen filosofías. Y una de tantas es reconocible en Cioran, en quien encontramos la muy inequívoca expresión de un pensamiento motivado por una rigurosidad que en pocos espíritus puede darse. Sí, rigurosidad, a pesar de los desteñidos chillidos académicos que vociferan todavía contra la posibilidad de asumir como filosofía el pensamiento que aquí se aborda. En efecto, plegados a determinados encasillamientos, no logran estimar como filosofía sino lo que se expresa a partir de ciertas prácticas, modas, escuelas. Así es comprensible para funcionarios y no para hombres. Pensarla ampliamente requiere excluir la comodidad, la filosofía siempre perturba.

A través del rigor que caracteriza la consistencia de su pensamiento, así como desde su denodada experiencia y talante, en Cioran la filosofía recupera el principio vital de donde ésta surge. Moribunda, reificada, cercada por la burocratización, por la frivolidad tecnicista del especialista, por la profesionalización de una actividad que en todo caso se define como una emergencia, nunca como un oficio, logra desasirse de sus ataduras cuando libremente exalta su propia marginalidad. La filosofía no es un poder, porque cuando lo es, cuando pierde su libertad, pierde el rasgo específico que la nutre: ser una ruptura, una exigencia, una necesidad de confrontar una molestia.

La filosofía es pues la respuesta a un descontento. De las fracturas que conforman el manifiesto roto de ser hombre, se esboza el asombro, la urgencia de cuestionar, de inquirir. A partir de allí, leer a Cioran es por ende, encontrar la veta desde donde se definen ciertas incomodidades que sirven de apoyo al reconocimiento de un pensamiento en crisis. Y es que precisamente, el pensamiento siempre es crisis. Una elección, una respuesta, la definición de una certeza, son los rasgos del anquilosamiento. Espectáculo que sólo opera en quien ha perdido el asombro, el pasmo ante la existencia.

Y ¡de qué manera lo vemos vívido y dinámico en una obra que desde el periodo rumano hasta sus últimos fragmentos de expatriado político, lingüístico y sobre todo metafísico, consolida una confrontación con la comodidad, con la solidez, con la suficiencia! Cioran no transige con la impostura intelectual del pensador que cree revelaciones sus prejuicios, precisiones sus inventos, generalidades sus contingencias.

Ajeno a los dispositivos totalizantes, a las eficacias de los sistemas, Cioran recrea sus perspectivas nutriéndose de las grietas, esos insumos valiosos en donde la precariedad se torna un incentivo de vida. El pesimismo cioraniano sólo es reconocido por quien no haya entendido un ápice de su obra. Leyéndolo con buen humor, como debe leerse, y con un derrotero fijo en ir más allá de lo explícito, Cioran despliega la facultad de considerar cómo el hombre, desde su propia marginalidad y fatuidad, es capaz de resarcir dichas fracturas a partir de un hundimiento aun mayor. La contradicción, el desequilibrio, la marginalidad no son disposiciones enteramente negativas. A partir de ellas el hombre reconoce su condición, su ominosa búsqueda, su realidad en fin. Libre de las utopías que adulteran sus sueños, el pesimista se sabe deudor de la risa. Ser partícipe del desencanto tiene una bella impronta. Sólo los desengañados logran divisar con una óptica más amplia, no sucumben ante las impertinencias de la esperanza.

El pesimismo y el mal humor no se avienen, se excluyen. La amargura es propia de optimistas que no han logrado probar las mieles de la desilusiónCon buen humor y pesimismo no es posible equivocarse ni aburrirse. En este escolio Gómez Dávila revela muy bien dos rasgos en los cuales Cioran se desenvolvió ampliamente, definen una condición particular y específica. El pesimismo sonríe a través de su impotencia, descansa en su plenitud, bosteza desde su lucidez.

¡Qué necesario es recurrir a la vacuidad para poder fundamentar esta existencia! Esta contradicción palpable formula las tensiones a las que Cioran acude para expresar su pensamiento. Ajeno a la monstruosidad de hacer manifiesta una perspectiva única que defina al hombre, ubica sus excesos de ruina y de éxtasis, de ineficacia y de ímpetu. Consolida los rasgos desequilibrados, más por ello mismo complementarios, de un ser eminentemente signado por la ruptura.

E Cioran

¿Cioran pesimista? Para el lector que lee todavía la superficie sin adentrarse en las dádivas que ofrece una fuerza como la que proporciona su lectura. Hablamos sí, de fisiología. La filosofía es una fisiología. Esta noción, incomprensible para quien asuma un discurso como un asunto teórico simplemente, será objeto de perplejidad. Pero las palabras efectivamente son una derivación del cuerpo, y también, su proyección. Así se torna diáfana la asimilación terapéutica que Cioran mismo reconoce en su escritura. La filosofía convertida en dictamen del cuerpo. Fisiología en términos que Nietzsche, desde una óptica distinta pero igualmente consciente de su importancia, ya había explorado consistentemente.

Asimilar las particularidades de enunciación fisiológica de la filosofía es algo que el propio Cioran corrobora. Una parte de sus textos explora esta postura, la hace explícita en el proceso de esclarecimiento en el que el autor reflexiona sobre las condiciones que hacen posible su escritura. Asimismo, en las consideraciones sobre la mística, en los enfoques desde los cuales realiza su asimilación del insomnio, en los planteamientos en torno al cansancio de ciertos pueblos y en general de la civilización occidental. Además de ello, y no menos significativa, en la aparición de la conciencia. Se hace más patente nuestra physis cuando a partir de ésta se expresa el sufrimiento. La conciencia emerge desde el desequilibrio de los órganos, en la perturbación decisiva de la carne.

Leer a Cioran es principalmente una terapéutica. ¿Propicia a todos? No, por supuesto. Pero sí a quienes reconozcan que el valor de la vida no consiste en manifestar consistencias, totalidades, absolutos. La seducción derivada del fracaso, de la insuficiencia, del abandono. También se es hombre en la medida de reconocer estos dones, de identificar la lucidez, esa sabiduría del desengaño. Si se buscan suficiencias, las capillas están abiertas (religiosas, políticas… de tantas índoles); pero con la filosofía se camina en las márgenes, en las grietas, en la impertinente expresión de quien ratifica un malestar.

Fuente: Alfredo Abad para https://elvuelodelalechuza.com

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