“Ceguera moral”, de Zygmunt Bauman y Leonidas Donskis

Leonidas Donskis: Zygmunt Bauman no es un sociólogo típico. Es un filósofo de la vida cotidiana. Su tejido de pensamiento y lenguaje urde diversos hilos: alta teoría; sueños y visiones políticas; la ansiedad y los tormentos de esa unidad estadística de la humanidad, el pequeño hombre o mujer; una crítica sagaz —afilada como una cuchilla y, además, despiadada— a los poderosos del mundo; y un análisis sociológico de sus hastiadas ideas, su vanidad, su desenfrenada búsqueda de atención y popularidad, y su insensibilidad y autoengaño.

Pequeño asombro: la sociología de Bauman es, ante todo, una sociología de la imaginación, de los sentimientos, de las relaciones humanas—amor, amistad, desesperación, indiferencia, insensibilidad— y de la experiencia íntima. Desplazarse fácilmente de un discurso a otro ha llegado a ser una señal distintiva de su pensamiento. Tal vez es el único sociólogo del mundo (y Bauman es uno de los grandes autores vivos en este campo, junto a Anthony Giddens y Ulrich Beck) y simpliciter uno de los mayores pensadores del mundo (junto a Umberto Eco, Giorgio Agamben, Michel Serres y Jürgen Habermas) que no solo utiliza activamente el lenguaje de la alta teoría, sino que pasa ágilmente de ese lenguaje al de la publicidad, los anuncios, los mensajes SMS, los mantras de los oradores motivacionales y los gurús de los negocios, los clichés y los comentarios de Facebook; luego regresa al lenguaje (y los temas) de la teoría social, la literatura moderna y los clásicos de la filosofía.

La suya es una sociología que pretende reconstruir todas las capas de la realidad y hacer accesible su lenguaje universal a todo tipo de lector, no solo al especialista académico. Su poder discursivo y su capacidad para descifrar la realidad cumplen esa función de la filosofía que André Glucksmann compara con los intertítulos en las películas mudas, intertítulos que ayudan tanto a construir como a revelar la realidad representada.

Bauman es un reconocido ecléctico metodológico; la empatía y la sensibilidad son para él mucho más importantes que la pureza teórica o metodológica. Determinado a caminar por la cuerda floja a través del abismo que separa la alta teoría y los reality shows de televisión, la filosofía y los discursos políticos, y el pensamiento religioso y la publicidad, comprende lo cómicamente aislado y unilateral que parecería si intentara explicar nuestro mundo con las palabras de nuestra élite política y financiera o usando solo esotéricos textos académicos.

Aprendió su teoría y fue muy influido, en primer lugar, por Antonio Gramsci, y más tarde, en mayor medida, por Georg Simmel, no tanto por su teoría del conflicto como por su concepción de la vida mental (Geistesleben) y su Lebensphilosophie. Esta filosofía de la vida de los alemanes —una vez más, no tanto la de Nietzsche como la de Ludwig Klages y Eduard Spranger (especialmente su concepción del Lebensformen)— fue la que aportó a Bauman muchos de sus temas teóricos y formas de teorizar.

Basta recordar el ensayo de Simmel Die Großstädte und das Geistesleben, 1903 («La metrópolis y la vida mental»). Este encontró un eco en el ensayo Lübeck als geistige Lebensform, 1926 («Lübeck, como forma de vida espiritual»); más tarde aún, en las cartas lituanas, se transformó en el diálogo epistolar de Tomas Venclova y Czesław Miłosz Vilnius kaip dvasinio gyvenimo forma, 1978 [Vilnius como forma de vida espiritual]. Una ciudad se convierte en una forma de vida y pensamiento, algo en lo que la historia, la arquitectura, la música, las artes plásticas, el poder, la memoria, los intercambios, los encuentros entre personas e ideas, el poder, las disonancias, las finanzas, la política, los libros y los credos hablan en voz alta; se trata del espacio en el que nace el mundo moderno a la par que adquiere forma para su futuro. Este trabajo atraviesa muchos de los últimos libros de Bauman.

En el mapa del pensamiento de Bauman encontramos no solo las ideas filosóficas y sociológicas de Gramsci y Simmel, sino también las ideas éticas de su amado filósofo Emmanuel Levinas, nacido y educado en Kaunas y también, según Bauman, el mayor pensador ético del siglo xx. Las ideas de Levinas tienen que ver con el milagro de reconocer la personalidad y la dignidad del Otro hasta el punto de salvar su vida, sin ser al mismo tiempo capaz de explicar la causa de dicho reconocimiento, ya que esta explicación destruiría ese milagro de moralidad y el vínculo ético. Los libros de Bauman abundan no solo en estos y otros pensadores modernos, sino en teólogos, pensadores religiosos y también obras de ficción, que desempeñan un importante papel en su creatividad.

Como el sociólogo polaco Jerzy Szacki, Bauman fue poderosa, si no decisivamente, influido por Stanisław Ossowski, su profesor en la Universidad de Varsovia. En el discurso pronunciado al recibir, de manos del Príncipe de Asturias, el premio que lleva su nombre por sus notables logros en el campo de las humanidades, Bauman recordó lo que Ossowski le había enseñado, ante todo, que la sociología pertenece a las humanidades. Bauman continuó diciendo que la sociología es un relato de la experiencia humana, como lo es una novela. Y la mayor novela de todos los tiempos es, reconoció, Don Quijote, de Miguel de Cervantes.

Si Vytautas Kavolis sostuvo que la sociología y las ciencias sociales son, en general, «un campo desprovisto de melodía», entonces Bauman es un contraejemplo, porque su sociología no solo emite sonidos, sino que te mira directamente a la cara. Su mirada es ética, no puedes apartar la vista y no responder, porque a diferencia de una mirada psicológicamente exploradora o una que absorbe (consume) objetos en su entorno, la mirada baumiana incorpora el principio de un espejo ético. Lo que te devuelve son todas tus actividades, tu lenguaje y todo lo que dijiste o hiciste sin pensar, en un proceso perfectamente imitativo: todo el mal no reflexionado, pero silenciosamente aprobado.

La empatía y la sensibilidad teórica de Bauman pueden compararse con una forma de hablar, una actitud que elimina la asimetría previa entre el observador y lo observado. Es como La joven de la perla, de Jan Vermeer, que nos abruma devolviéndonos inesperadamente nuestra propia mirada y nos deja, atónitos, con esta pregunta: ¿quién mira a quién? ¿Nosotros a ella, colgada junto a otras obras maestras inmortales en la galería Mauritshuis, en La Haya, o ella a nosotros? La observada observa al observador, lo que hace retornar al mundo todo el diálogo olvidado. Es una mirada dignificada y silenciosa entre iguales, en lugar de la mirada ilimitadamente avasalladora, astuta y agresivamente adoctrinadora que obtenemos bajo el pretexto de un presunto diálogo.

Bauman observa al observador, imagina al imaginador y habla al orador, pues el público de sus lectores y compañeros de diálogo está compuesto por teóricos dignos de él, y no por algunas personalidades fantaseadas. Presenta sus ideas al hombre o a la mujer común, las personas que la globalización y la segunda modernidad (líquida) han desplazado. Continúa los trabajos que Stephen Greenblatt, Carlo Ginzburg y Catherine Gallaher, representantes del nuevo historicismo y la contrahistoria (microhistoria, historia pequeña) han empezado, rechazando conscientemente la historia como gran relato. En lugar de un grand récit construyen la anécdota histórica, un relato detallado y significativo sobre la gente real, une petite histoire.

El tiempo histórico de la teoría de Bauman no es lineal, sino puntillista. La forma de su historia no está constituida por los grandes del mundo, sino por las personas comunes. No es la historia de los grandes pensadores, sino la del destierro de los pequeños hombres a los márgenes. La simpatía de Bauman se inclina manifiestamente del lado de los perdedores de la modernidad, no de sus héroes. Nunca conoceremos sus nombres. Son como los actores no profesionales con sus rostros expresivos y asombrosamente individuales (indiferentes a los anuncios, la autopromoción, el consumo de masas, la autoadulación y la conversión en mercancía) en los filmes de Pier Paolo Pasolini, como El evangelio según San Mateo El Decamerón.

No son las biografías de los pioneros de la moderna estructura económica (capitalismo, si queremos), les entrepreneurs, los genios del temprano arte moderno, sino las de personas como el herético Menocchio, quemado en la hoguera y que aparece en El queso y los gusanos: el cosmos según un molinero del siglo xvi, de Carlo Ginzburg (publicado en primer lugar en italiano como Il formaggio e i vermi en 1976). Estos actores menores y tácitos del drama de la historia otorgan figura y sustancia a nuestras propias formas de ansiedad, ambigüedad, incertidumbre e inseguridad.

Vivimos en un mundo en el que los contrastes de poder y riqueza aumentan constantemente, mientras que las diferencias en seguridad ambiental declinan también a ritmo constante; hoy la Europa occidental y del Este, Estados Unidos y África son igualmente (in)seguros. Los millonarios experimentan conmociones y dramas personales que, a través de las redes sociales, son inmediatamente conocidos por personas que no tienen absolutamente nada en común con ellos salvo la capacidad de experimentar esos trastornos en cualquier momento. Gracias a la democracia y la educación de masas, los políticos poseen ilimitadas oportunidades para manipular a la opinión pública, aunque ellos mismos dependen directamente de cambios de actitud en la sociedad de masas y pueden ser destruidos por ellos.

Todo está atravesado por la ambivalencia; ya no hay una situación social inequívoca, así como no hay actores no comprometidos en el escenario de la historia mundial. Tratar de interpretar este mundo en términos de las categorías de bien y de mal, las ópticas social y política en blanco y negro, y las distinciones casi maniqueas, resulta imposible y grotesco. Es un mundo que ha dejado de controlarse a sí mismo (aunque pretende controlar obsesivamente a los individuos), un mundo que no puede responder a sus propios dilemas y aliviar las tensiones que ha sembrado.

Felices fueron aquellas épocas que tuvieron dramas cristalinos, sueños y hacedores del bien y del mal. Hoy las tecnologías han superado a la política, que en parte se ha transformado en un suplemento de la tecnología y amenaza con culminar la creación de una sociedad tecnológica. Esta sociedad, con su conciencia determinista, contempla la negativa a participar en las innovaciones tecnológicas y las redes sociales (tan indispensables para el ejercicio del control social y político) como motivos suficientes para apartar a quienes se rezagan en el proceso de globalización (o han renegado de esa idea santificada) a los márgenes de la sociedad. Si eres político y no apareces en televisión, no existes. Algo muy antiguo. Lo nuevo es esto: si no estás disponible en las redes sociales, no estás en ninguna parte. El mundo de la tecnología no te perdonará esta traición. Al negarte a unirte a Facebook pierdes amigos (lo grotesco es que en Facebook puedes tener miles de amigos a pesar de que, como sostiene la literatura clásica, encontrar solo un amigo de por vida es un milagro y una bendición).

Pero no se trata de perder relaciones; se trata de segregación social por excelencia. Si no declaras y pagas tus impuestos electrónicamente, te aíslas socialmente. La tecnología no te permitirá mantenerte a distancia. «Yo puedo» se transforma en «Yo debo». Puedo, por lo tanto estoy obligado a ello. No se permiten dilemas. Vivimos en una realidad de posibilidades, no de dilemas.

En el célebre relato filosófico de Voltaire Cándido o el optimismo hay un pensamiento valioso expresado en el reino utópico de El Dorado. Cuando Cándido pregunta a los habitantes de El Dorado si tienen monjes y sacerdotes (no ha visto ninguno), tras unos momentos de leve confusión recibe la respuesta de que todos los habitantes son sacerdotes en sí mismos; devotos y prudentes, todos alaban constantemente a Dios, por lo tanto, no necesitan intermediarios. En la novela Los dioses tienen sed, de Anatole France, un joven revolucionario fanático cree que más pronto o más tarde la revolución convertirá a todos los patriotas y ciudadanos en jueces.

Esta es la razón por la que la afirmación de que «en la era de Facebook, Twitter y la blogosfera, todos los que están en la red y escriben son por eso mismo periodistas» no es artificiosa o extraña. Si podemos crear la red de relaciones sociales nosotros mismos y participar en el drama global de la sensibilidad y la conciencia humana, ¿qué queda para el periodismo como vocación inequívoca e independiente? ¿No acaba como el rey Lear, que divide toda su riqueza entre sus dos hijas (la comunicación y los debates políticos forman la esfera pública) y se queda solo con su bufón? Formamos parte del nuevo relato humano, que en épocas anteriores adoptó la forma de épica, saga o novela y ahora se exhibe en pantallas de televisión y monitores de ordenador. El nuevo relato se crea en el espacio virtual. Es la razón por la que unificar el pensamiento y la acción, la apertura pragmática y la ética, y la razón y la imaginación constituye un desafío para el periodismo, que requiere no solo una estrategia de representación y actualización del mundo constantemente renovada, de comprensión y análisis de los problemas y de fomento del diálogo, sino también un tipo de escritura que no cree barreras donde han dejado de existir hace mucho tiempo. Es la búsqueda de la sensibilidad, de nuevas formas de actuar apropiadas para los seres humanos, una búsqueda que en estrecha cooperación con las ciencias humanas y sociales cree un nuevo campo de comprensión mutua global, crítica social y autointerpretación. Sin la aparición de este campo no está muy claro qué queda para la filosofía, la literatura y el periodismo. Si avanzan juntos, sobrevivirán y se harán más fuertes que nunca. Pero si se separan, todos nos volveremos bárbaros.

La tecnología no te permitirá quedarte al margen. «Yo puedo» se transforma en «Yo debo». Yo puedo, por lo tanto yo debo. No se permiten dilemas. Vivimos en una realidad de posibilidades, no de dilemas. Algo semejante a la ética deWikiLeaks, donde no existe la moralidad. Es obligatorio espiar y filtrar, aunque no está claro por qué razón y con qué fin. Es algo que hay que hacer solo porque es tecnológicamente factible. Aquí hay un vacío moral creado por una tecnología que ha superado la política. El problema de esa conciencia no es la forma o la legitimidad del poder, sino su cantidad. Pues el mal (por lo demás, secretamente adorado) está donde se concentra el poder financiero y político. Por lo tanto, para tal conciencia el mal merodea en Occidente. Aún tiene un nombre y una geografía, aun cuando hace mucho que hemos llegado a un mundo en que el mal es débil e impotente, y por lo tanto disipado y borrado sus huellas. He aquí dos de las manifestaciones del nuevo mal: insensibilidad al sufrimiento humano y deseo de colonizar la privacidad arrebatando el secreto de alguien, eso de lo que no debería hablarse ni hacerse público. El uso global de las biografías, intimidades, vidas y experiencias de los otros es un síntoma de insensibilidad y falta de sentido.

A nosotros nos parece que el mal vive en otro lugar. Creemos que no vive en nosotros, sino en ciertos lugares, ciertos territorios fijos en el mundo que nos son hostiles o en los que tienen lugar cosas que amenazan a toda la humanidad. Esta ilusión ingenua, este tipo de autoengaño está presente en el mundo actual en igual medida que hace dos o trescientos años. Representar el mal como un factor objetivamente existente fue alentado durante mucho tiempo por los relatos religiosos y las mitologías del mal, pero incluso hoy en día nos negamos a buscar el mal en nosotros mismos.

¿Por qué? Porque es extremadamente difícil y anula completamente la lógica de la vida cotidiana de una persona ordinaria.

Por razones de seguridad emocional y psicológica las personas generalmente intentan superar la duda continua y el estado de incertidumbre en que se encuentran, y con él la sensación de inseguridad que se acentúa especialmente cuando no disponen de una respuesta rápida y clara a las preguntas que les agitan o atormentan. Esta es la razón por la que los estereotipos y las conjeturas son tan comunes en nuestros medios y en nuestra cultura popular: los seres humanos los necesitan para salvaguardar su seguridad emocional. Como atinadamente ha observado Leszek Kołakowski, los clichés y los estereotipos, en lugar de atestiguar el

atraso y la estupidez humana, señalan la debilidad y el temor de que resulta extremadamente difícil vivir acosado por dudas constantes. Creer o no creer en las teorías conspirativas (que desde un punto de vista filosófico no son más que conjeturas, frecuentemente imposibles de confirmar y sostener, pero al mismo tiempo difícilmente refutables) no tiene que ver con la verdadera condición de la ciencia y el conocimiento. Hay intelectuales, científicos e, incluso, escépticos que creen en las teorías conspirativas. Es un tópico que merece una antigua broma judía. Al final de una conversación post mortem entre Dios y un ateo, cuando a este último se le preguntó por qué él, que no creía en Dios y en general no creía en nada y dudaba de todo, creía sin embargo que Dios no existe, replica: «Bueno, hay que creer en algo»…

Aun así, la localización del mal en una nación o un país específico es un fenómeno mucho más complejo que vivir en un mundo de estereotipos y conjeturas. La moderna imaginación moral construye un fenómeno que llamaría la geografía simbólica del mal. Es la convicción de que las posibilidades del mal se dan no tanto en cada uno de nosotros, individualmente, sino en sociedades, comunidades políticas y países. Tal vez Martin Luther King tuvo algo que ver en esto en virtud de su creencia en que el mal es inherente a la sociedad y las relaciones sociales, y que por lo tanto habría que preocuparse por salvar la propia alma en lugar de involucrarse en los asuntos de la sociedad.

Evidentemente, sería ridículo negar que los sistemas totalitarios y autoritarios distorsionan el pensamiento, la sensibilidad y las relaciones sociales de países enteros, sus sociedades e individuos; pero si todo se limitara a separaciones maniqueas entre la democracia y el autoritarismo (oh sancta simplicitas, como si el mal no existiera en los países democráticos, en personas que valoran la libertad y la igualdad, y en sus decisiones morales…), eso solo sería parte del problema. La geografía simbólica del mal no se detiene en las fronteras del sistema político, penetra mentalidades, culturas, espíritus nacionales, patrones de pensamiento y tendencias de la conciencia.

El mundo analizado por Bauman deja de ser una cueva habitada por demonios y monstruos de la que surgen peligros para la parte buena y brillante de la humanidad. Tristemente, y con la suave ironía que le caracteriza, Bauman escribe acerca del infierno que un ser humano completamente normal y aparentemente amable, buen vecino y hombre de familia, crea para el Otro al negarse a concederle su individualidad, misterio, dignidad y un lenguaje sensitivo.

En este sentido el pensamiento de Bauman no está alejado del de Hannah Arendt, especialmente cuando tras su polémico estudio sobre Eichmann en Jerusalén y la banalidad del mal se mostró desilusionada respecto al mal en el nuevo mundo. Todos esperan ver un monstruo o una criatura del infierno, pero en realidad ven a un banal burócrata de la muerte cuya personalidad y actividad demuestran una extraordinaria normalidad e, incluso, un elevado sentido del deber. No es sorprendente que Bauman interpretara el Holocausto no como una orgía de monstruos y demonios, sino como un conjunto de condiciones horribles bajo las cuales los miembros de cualquier nación harían lo mismo que los alemanes y otras naciones, naciones a las que se concedió la oportunidad de interpretar rápida y simplemente su propio sufrimiento y los acontecimientos que les sucedieron. La huida de los insoportables dilemas humanos hacia un objetivo sonoramente formulado de lucha y a un programa para aniquilar al propio enemigo ideológico es el camino para confirmar el Holocausto. Si no tienes la fuerza para mirar a los ojos a un niño inocente, pero sabes que combates a tu enemigo, sucede algo que podríamos definir como apartar la mirada del ser humano y dirigirla a la esfera de la razón instrumental y de un mundo que altera el lenguaje.

Hay circunstancias y situaciones no experimentadas por quienes tienen una clara opinión de las mismas. Como afirmó Bauman en su conferencia en la Universidad Vytautas Magnus en Kaunas, Lituania,1 no hay nada más duro que escribir acerca de situaciones que no solo no has experimentado, sino que tampoco quieres experimentar. Por ejemplo, ¿qué diríamos de un ser humano que, una noche durante la Segunda Guerra Mundial, oye llamar a la puerta a un niño judío que pide cobijo con la esperanza de salvarse?

El ser humano tiene que decidir en el acto, consciente de que está arriesgando su propia vida y la de su familia. Estas situaciones no se le pueden desear a nadie, tampoco a nosotros mismos.

El mal no se limita a la guerra o a las ideologías totalitarias. Hoy en día se revela con mayor frecuencia en la ausencia de reacción ante el sufrimiento de otro, al negarse a comprender a los demás, en la insensibilidad y en los ojos apartados de una silenciosa mirada ética. También habita los servicios secretos cuando, motivados por amor a un país o el sentido del deber (cuya profundidad y autenticidad no sería cuestionada por expertos en la ética de Immanuel Kant o por el propio Kant) destruyen impávidamente la vida de un hombre o mujer solo porque tal vez no había otro camino; o estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado; o porque el modelo dominante de relaciones internacionales ha cambiado; o porque el servicio secreto de una nación amiga ha pedido ese favor; o porque hay que demostrar la lealtad y la dedicación al sistema, es decir, al Estado y sus estructuras de control.

La destrucción de la vida de un extraño sin la menor duda de que cumples con tu deber y de que eres una persona moral es la nueva forma de mal, la forma invisible de maldad en la modernidad líquida, junto a un Estado que se rinde o se entrega completamente a esa maldad, un Estado que solo teme la incompetencia y quedar rezagado respecto a sus competidores, pero que ni por un momento duda de que las personas no son más que unidades estadísticas. Las estadísticas son más importantes que la vida humana real; y el tamaño de un país, su economía y su poder político son mucho más importantes que el valor de uno de sus habitantes, aun cuando hable en nombre de la comunidad. Nada personal, solo negocios: he aquí el nuevo Satanás de la modernidad líquida. Ahora bien, en contraste con El maestro y Margarita, la novela de Mijail Bulgakov y su protagonista, Woland, que revela la secreta creencia de los europeos del Este de que el cristianismo no puede explicar el mal, que el siglo xxi hace indudable la existencia del mal como realidad independiente y paralela y no como una insuficiencia del bien (como enseñó san Agustín y se creyó durante siglos), esta modernidad líquida convierte en banalidad no el ineficaz bien, sino el propio mal.

La verdad más sorprendente y desagradable del presente es que el mal es débil e invisible; por lo tanto, es mucho más peligroso que esos demonios y espíritus perversos que conocemos a través de los trabajos de filósofos y literatos. El mal es ineficaz y está ampliamente disperso. Desgraciadamente, la triste verdad es que habita en cada ser humano sano y normal. Lo peor no es el potencial para el mal presente en cada uno de nosotros, sino las situaciones y las circunstancias que nuestra fe, nuestra cultura y nuestras relaciones humanas no pueden detener. El mal asume la máscara de la debilidad, y al mismo tiempo es la debilidad.

Afortunados los tiempos que tuvieron formas meridianas de mal. Hoy no sabemos qué es ni dónde está. Se hace evidente cuando alguien pierde su memoria y su capacidad para ver y sentir. He aquí una lista de nuestros bloqueos mentales. Incluye nuestro deliberado olvido del Otro, nuestro resuelto rechazo a admitir y reconocer a un ser humano diferente mientras descartamos a alguien vivo, real y que habla y actúa a dos pasos de nosotros, todo por el propósito de manufacturar un «amigo» de Facebook, lejano y que tal vez vive en otra realidad semiótica. En esa lista también tenemos la alienación, a la par que se simula amistad; no hablar o ver a quien está junto a nosotros; y utilizar la expresión «Le saluda atentamente» al final de las cartas dirigidas a alguien que no conocemos y con quien no nos hemos encontrado jamás (de hecho, cuanto más insensible es el contenido, más corteses son los modales). También está el deseo de comunicar, no con aquellos que están cerca y sufren en silencio, sino con alguien imaginado y fabricado, nuestra propia proyección ideológica o comunicativa; este deseo es paralelo a la inflación de conceptos y palabras prácticas. Nuevas formas de censura coexisten—extrañamente— con el lenguaje sádico y caníbal hallado en Internet y desatado en orgías verbales de odio anónimo, cloacas virtuales de defecación en los otros e incomparables despliegues de insensibilidad (especialmente en los comentarios anónimos).

Es la ceguera moral —elegida, autoimpuesta o aceptada con fatalidad— en una época que más que otra cosa necesita rapidez y agudeza en la aprehensión y las emociones. A fin de recuperar nuestra facultad perceptiva en tiempos oscuros, es necesario devolver la dignidad y también la idea de la esencial inconmensurabilidad de los seres humanos, no solo a los grandes del mundo, sino también a los extras de la multitud, al individuo estadístico, a las unidades estadísticas, a la muchedumbre, al electorado, al hombre de la calle, a la gente común, es decir, todos esos conceptos engañosos construidos por tecnócratas que desfilan como demócratas difundiendo la idea de que todo lo que tenemos que conocer es la gente y sus necesidades, y que todos esos datos son precisamente identificados y plenamente explicados por el mercado, el Estado, las encuestas sociológicas, las estadísticas y todo lo que entrega las personas al Anónimo Global.

Robar a los seres humanos sus rostros e individualidad no constituye una forma de mal inferior a socavar su dignidad o buscar amenazas principalmente en los inmigrantes o quienes profesan diferentes creencias religiosas. Esta maldad no es superada por la corrección política ni por una «tolerancia» burocratizada, obligatoria (que a veces se transforma en una caricatura de la realidad), ni, finalmente, por el multiculturalismo, que no consiste sino en dejar sola a la humanidad con todas sus injusticias y degradaciones, que adoptan la forma de nuevos sistemas de castas,contrastes de riqueza y prestigio, esclavitud moderna, apartheid social y jerarquías; todo ello justificado por la apelación a la diversidad y la «singularidad» cultural. Es un engaño cínico; o un paliativo ingenuo y decepcionante,  en el mejor de los casos.

A veces nos ayudan a ver la luz textos que nos miran directamente a los ojos y nos plantean preguntas. No podemos sino responderlas. No tenemos derecho a ignorarlas si queremos permanecer en la zona de la moderna sensibilidad teórica, política y ética. Son textos como los que Zygmunt Bauman escribe hoy. No es necesario decir que este libro, escrito conjuntamente con uno de los mayores pensadores de nuestro tiempo, es uno de los grandes hitos de mi vida. Una oportunidad así solo ocurre una vez. Por eso estoy inmensamente agradecido a Zygmunt Bauman, una influencia decisiva, una gran inspiración y un querido amigo. Este libro es un diálogo sobre la posibilidad del redescubrimiento de un sentido de pertenencia como alternativa viable a la fragmentación, la atomización y la resultante pérdida de sensibilidad. También es un diálogo acerca de la nueva perspectiva ética como única salida a la trampa y a las múltiples amenazas planteadas por la «adiaforización»* de la humanidad presente y su imaginación moral. Este libro de advertencia también nos sirve como recuerdo del arte de la vida y de la vida del arte, ya que está conformado como un diálogo teórico epistolar entre dos amigos. Elaborando mis pensamientos, concluyendo y resumiendo mis indicios en una forma coherente de discurso, en este libro Zygmunt Bauman suena tan íntimo y amistoso como un humanista del Renacimiento que se dirigiera a otro humanista en otro lugar; que esto sea una alusión a Tomás Moro y Erasmo o Tomás Moro y Peter Giles o Tomás Moro y Raphael Hythloday.

Esta forma nos permite trabajar un diálogo sociológico y filosófico a partir de la triste noticia contraria a la Utopía de Tomás Moro; a saber, como dije en uno de mis aforismos, escrito como una variación de Milan Kundera: la globalización es la última esperanza fallida de que en algún lugar aún existe una tierra donde poder evadirse y encontrar la felicidad. O la última esperanza fallida de que en algún lugar aún existe una tierra diferente a la tuya en el sentido de ser capaz de oponerse a la pérdida de sentido, la pérdida de criterio y, en última instancia, a la ceguera moral y la pérdida de sensibilidad.

Zygmunt Bauman: La política no es el único segmento de la multifacética actividad humana en el mundo aquejado de insensibilidad moral. Podría considerarse, incluso, una baja colateral de una peste omnívora y generalizada más que su fuente y motor. Como la política es el arte de lo posible, cada tipo de escenario sociocultural suscita su propia clase de política a la par que dificulta la eclosión y la materialización práctica de los otros tipos de política. Nuestro moderno escenario líquido no es una excepción a esa regla.

Cuando desplegamos el concepto de «insensibilidad moral» para denotar un tipo de comportamiento cruel, inhumano y despiadado, o bien una postura ecuánime e indiferente adoptada y manifestada hacia las pruebas y las tribulaciones de otras personas (el tipo de postura resumida en el gesto de «lavarse las manos», de Poncio Pilato), utilizamos «insensibilidad» como una metáfora; su ubicación primordial reside en la esfera de los fenómenos anatómicos y fisiológicos de los que deriva; su significado primordial es la disfunción de algunos órganos de los sentidos, ya sean ópticos, auditivos, olfativos o táctiles, que deriva en una incapacidad para percibir estímulos que bajo condiciones «normales» evocarían imágenes, sonidos u otras impresiones.

A veces esta insensibilidad orgánica y corporal es deseada, artificialmente inducida o autoadministrada con ayuda de analgésicos, y bienvenida como una medida temporal mientras dura la cirugía o un ataque transitorio, o terminal, de un trastorno orgánico especialmente doloroso; no pretende que el organismo sea perpetuamente inmune al dolor. Los profesionales médicos considerarían que ese estado equivale a invitar al dolor; este, después de todo, es un arma crucial en la defensa del organismo contra las amenazas potencialmente mórbidas, puesto que señala la urgencia de adoptar una acción paliativa antes de que sea demasiado tarde para intervenir. Si el dolor no enviara una señal a tiempo, advirtiendo de que algo va mal y solicitando una intervención, el paciente pospondría la búsqueda de un remedio hasta que su estado se agravara más allá del tratamiento y la curación (se dice que los trastornos orgánicos más abrumadores, por su difícil curación, son las enfermedades que no causan dolor en su fase inicial, cuando aún son tratables y acaso curables). No obstante, la idea de un estado permanentemente indoloro (es decir, estar anestesiado e insensibilizado al dolor a largo plazo) no nos asola como algo evidente e inequívocamente inoportuno, y mucho menos amenazador. La promesa de vivir perpetuamente libres de dolor, eximidos de sus futuras apariciones, es, admitámoslo, una tentación que pocas personas podrían resistir, pero liberarnos del dolor es una bendición, por decirlo suavemente, controvertida… Evita la incomodidad, y por un breve espacio de tiempo limita el sufrimiento potencialmente severo, pero también podría ser una trampa, ya que simultáneamente induce en sus «satisfechos clientes» la propensión a caer en ciertos engaños.

La función del dolor como una alerta, una advertencia y un profiláctico tiende a olvidarse, sin embargo, cuando la idea de «insensibilidad» se transfiere desde los fenómenos orgánicos y corporales al universo de las relaciones interhumanas, y se vincula así al clasificador «moral». La no percepción de signos tempranos de que algo amenaza o anda mal en el compañerismo humano y la viabilidad de la comunidad humana, y de que si no se hace nada las cosas se pondrán aún peor, significa que la noción de peligro se ha perdido de vista o se ha minimizado lo suficiente como para inutilizar las interacciones humanas como factores potenciales de autodefensa comunitaria, y los ha convertido en algo superfluo, somero, frágil y quebradizo. A esto es a lo que, a fin de cuentas, realmente se reduce el proceso conocido como «individualización» (resumido a su vez en el lema de moda «Necesito más espacio», traducido como demanda para abolir la proximidad y la interferencia de los demás). No necesariamente «inmoral» en su intención, el proceso de individualización lleva a un estado que no necesita de la evaluación y la regulación moral y, lo que es más importante, tampoco deja lugar para ello.

Las relaciones que los individuos entablan con otros individuos en el presente se han descrito como «puras», lo que significa «sin vínculos asociados», sin obligaciones incondicionales asumidas y, por lo tanto, sin predeterminación, ni hipotecas, sobre el futuro. Se ha afirmado que el único fundamento y la sola razón para que una relación continúe es el grado de satisfacción mutua que deriva de ella. El advenimiento y el predominio de «relaciones puras» se han interpretado ampliamente como un gran paso en el camino de la «liberación» individual (esta ha sido reinterpretada, guste o no, como el hecho de liberarse de las limitaciones que las obligaciones hacia los demás imponen a las propias decisiones).

Lo que hace cuestionable esta interpretación, sin embargo, es la idea de «reciprocidad», que en este caso es una enorme e infundada exageración. La coincidencia en el grado de satisfacción de ambas partes de la relación no crea reciprocidad necesariamente; después de todo, significa que cada uno de los individuos de la relación está satisfecho al mismo tiempo. Lo que hace que la relación carezca de una genuina reciprocidad es la conciencia a veces reconfortante, pero otras veces inolvidable y angustiosa, de que la conclusión de la relación está condenada a ser una decisión parcial, unilateral; también una limitación a la libertad individual que no habría que minimizar. La distinción esencial de las «redes» —el nombre seleccionado en estos días para sustituir a las anticuadas ideas, que se creen obsoletas, de «comunidad» y «comunión»— es precisamente este derecho a la conclusión unilateral.

A diferencia de las comunidades, las redes se reúnen individualmente y se remodelan o desmantelan individualmente, y depende del individuo la voluntad de persistir como su único, aunque volátil, fundamento. En una relación, sin embargo, se encuentran dos individuos… Un individuo moralmente «insensible» (es decir, alguien a quien se le ha permitido y que desea no tener en consideración el bienestar de otro) simultáneamente se sitúa, nos guste o no, en el extremo receptor de la insensibilidad moral de los objetos de su propia insensibilidad moral. Las «relaciones puras» auguran no tanto una reciprocidad de liberación como una reciprocidad de insensibilidad moral. El levinasiano «grupo de dos» deja de ser un semillero de moralidad. Se convierte, en cambio, en un factor de adiaforización (esto es, de exención de la evaluación moral) de la variedad moderna específicamente «líquida», que complementa y a menudo suplanta a la variedad moderna «sólida», burocrática.

La variedad moderna líquida de adiaforización se moldea a partir del patrón de la relación consumidor-mercancía, y su eficacia depende del trasvase de ese patrón a las relaciones interhumanas. Como consumidores, no juramos una lealtad inquebrantable al producto que buscamos, y compramos para satisfacer nuestras necesidades o deseos, y seguimos usando sus servicios mientras siga cumpliendo nuestras expectativas, o hasta que encontramos otro producto que promete satisfacer los mismos deseos más minuciosamente que el adquirido con anterioridad. Todos los bienes del consumidor, incluidos los descritos como «duraderos», son eminentemente intercambiables y prescindibles; en la cultura consumista —inspirada en el consumo y la atención al consumo—el tiempo entre la compra y la eliminación tiende a reducirse al grado en que el placer derivado de los objetos de consumo pasa de su uso a su apropiación. La longevidad de uso tiende a abreviarse, y los episodios de rechazo y eliminación tienden a ser más frecuentes cuanto más rápidamente se agota la capacidad de los objetos para satisfacer (y ser deseados). Una actitud consumista puede lubricar las ruedas de la economía, pero lanza arena en los engranajes de la moralidad.

Esta, sin embargo, no es la única calamidad que influye en las acciones moralmente saturadas del moderno escenario líquido. Como el cálculo de ganancias nunca puede someter y suprimir plenamente las presiones tácitas, pero refractarias y tozudamente insubordinadas del impulso moral, la desatención a las órdenes morales y la indiferencia a la responsabilidad evocada—en términos de Levinas— por el Rostro del Otro deja un regusto amargo conocido como «punzadas de conciencia» o «escrúpulos morales».

De nuevo, las ofertas del consumismo acuden al rescate: del pecado de negligencia moral podemos arrepentirnos y puede ser absuelto con regalos suministrados por las tiendas, pues el acto de comprar, por egoístas y autorreferenciales que sean sus verdaderos motivos y tentaciones, se representa como una acción moral. Capitalizando los impulsos morales instigados por las fechorías que ella misma ha generado, alentado e intensificado, la cultura consumista transforma así cada tienda y agencia de servicios en una farmacia que proporciona tranquilizantes y anestésicos; en este caso, medicamentos que pretenden mitigar o aplacar plenamente los dolores morales, más que los físicos. A medida que la negligencia moral crece en alcance e intensidad, la exigencia de analgésicos asciende imparable, y el consumo de tranquilizantes morales pasa a ser una adicción. Como resultado de eso, la insensibilidad moral inducida y artificial tiende a convertirse en una compulsión o «segunda naturaleza»—un estado permanente y casi universal—, mientras que el dolor moral es despojado de su saludable papel de advertencia, alerta y agente activador. Con el dolor moral asfixiado antes de que adquiera una presencia realmente inquietante y enojosa, la red de los vínculos humanos, tejida en el hilo moral, es cada vez más débil y frágil, y sus costuras se descosen. Con ciudadanos entrenados para buscar la salvación a sus cuitas y una solución a sus problemas en los mercados de consumo, los políticos pueden (o se ven empujados, arrastrados y en última instancia obligados a) interpelar a sus votantes, en primer lugar, como consumidores y, en un segundo y lejano lugar, como ciudadanos; y pueden redefinir el celo consumista como virtud ciudadana, y la actividad consumista como el cumplimiento del deber primordial de un ciudadano…

Escrita por: Zygmunt Bauman Leónidas Donskis
Publicada por: Paidós

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