viernes, marzo 29, 2024
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Civilización o neoliberalismo, María Seoane

Día 39 de la cuarentena: la vida cotidiana, la única que tenemos, se despliega entre la incertidumbre y la noia, que es algo más que el aburrimiento tal como lo describió el italiano Alberto Moravia, y la increíble fatiga a pesar del repliegue a la intimidad que siempre supuso el repliegue sereno a lo privado. La noia es la condición metafísica del tiempo sin límite con que transcurre nuestra vida en la cuarentena pero también la desaparición de las fronteras entre lo real y lo virtual, entre el trabajo y el descanso. 

La abrumadora sensación de soledad golpea no por no estar acompañados –hay una humanidad con la misma malatía–, no por no sentirse parte de un sinnúmero de seres que cada noche, desde las ventanas, aplaude a quienes nos protegen. Es la ausencia de los amigos, los abrazos que faltan, el cansancio de las videoconferencias, los wasap. La virtualidad que agota, que es una solución al confinamiento pero también su trampa. Puede ser la conexión con el otro pero al mismo tiempo la confirmación de la soledad y la incomunicación. Es la trasformación del cuerpo en una abstracción. Sólo funciona la cabeza, y algún músculo en las obligatorias y a veces ridículas clases de gimnasia virtuales. El gran poeta italiano Cesare Pavese tenía razón: lavorare stanca. Puertas adentro, agota la superposición del disfrute y los deberes maternales; la escuela invadiendo cada rincón de la familia; el teletrabajo que despunta como solución y como amenaza y el grito que alguien se anima a predecir como reclamo: “¡Quiero volver a las ocho horas! Quiero volver a viajar en el horario pico sin miedo, en un colectivo atestado de otros argentinos (porque acá estamos escribiendo estas crónicas). Quiero volver al siglo XX de los contactos piel con piel. De los abrazos, de los besos sin tapabocas. Del sexo cuerpo a cuerpo de quienes aún no viven juntos pero se aman”. Ser civilizados cansa. Hubo que pelar para que se declarara inconstitucional que los mayores de 70 años fueran recluidos en sus casas por el gobierno neoliberal de la ciudad de Buenos Aires. Y sí, cansa guardar las normas, ser fiel a quedarse en casa cansa. Pero más cansaría la ausencia de posibilidad de sentirse libre. Más cansa la ausencia del cuerpo sin miedo. Más cansa que la muerte amenace como un hecho sobrenatural. Y cansa, definitivamente, que haya miserables de todo pelaje que, a pesar del esfuerzo sobrehumano que se hace en todo el planeta para conjurar la peste, para protegernos del virus, existan heraldos de la muerte, tíos patilludos que se empeñan en convocarla, día tras día, transpirando petróleo que, además, se derrumbó a valores negativos, por primera vez en dos siglos, como valor supremo de sus angurrias y avaricias. Y, a pesar de tanta ambición por la bolsa y no por la vida, no en todas las latitudes existen estos miserables. Si la razón sirviera para contar la muerte (se duda siempre de la racionalidad de semejante tarea), si las matemáticas sirvieran para cuantificar la vida (también se duda de esto), se podría decir que los irresponsables y los patanes, los heraldos negros del capitalismo estallado, ya cargan sobre sus espaldas miles de muertes por el coronavirus.

LA MUERTE LES SIENTA BIEN. Podría hacerse una reflexión sobre la película  Death becomes her, de Robert Zemeckis, cuando un cirujano plástico, un tal doctor Ernest Menville, vende la posibilidad de la eterna juventud, o sea, la inmortalidad. Ahora no se trata de la eternidad de mujeres que igual se degradan hasta la nada. Se trata de la desesperación del capitalismo por ser eterno. En ese camino, el mundo se topa con los Estados Unidos, que tienen a Donald Trump de jefe y más de 53 mil muertos, además de casi un millón de afectados por la peste. Se sabe que a Trump le gusta ser primero en todo, y lo consiguió al llegar a ser el presidente del país que tiene sobre su dolida gente más de la mitad de todos los casos infectados hasta ahora, y la tercera parte de todos los muertos ocurridos en esa primavera boreal. No hay inocencia en esa cifra. Nunca la muerte de otros que puede ser prevenida y, más, frenada, es inocente. Se presumía que la mayoría de las víctimas serían los pobres, los negros y los hispanos. Un forma de darwinismo oportunista ya que en vez de echarlos con leyes migratorias se deja que el virus haga lo suyo en poblaciones de riesgo. Ante el escándalo de las muertes, Trump propuso –a su manera, como el patán brasileño Jair Bolsonaro (en la cuerda floja por la renuncia de su ministro de Justicia, Sergio Moro, hombre apto para todo servicio en el golpe blando contra Dilma Rousseff y la persecución del gran Lula Da Silva) o como el recuperado pero tardío arrepentido, el primer ministro inglés Boris Johnson– que se les inyectara lavandina o detergente a los estadounidenses, o tal vez rayos solares, como vacuna contra el virus. Unos días antes, la alcaldesa de Las Vegas, Carolyn Goodman, había propuesto reabrir los casinos, restaurantes, hoteles y centros de convenciones, con el único objetivo de reactivar la economía en la ciudad que recibe en condiciones normales a 42 millones de turistas por año. Al defender esa cuestionada iniciativa en un programa televisivo, la alcaldesa redobló la apuesta y propuso a su ciudad como un laboratorio experimental para que científicos evalúen si es cierto que morirían más personas sin medidas de distanciamiento social. Increíble: trató de convertir en una contribución a la humanidad que murieran todos los millones necesarios –recuerda a la frase del dictador Jorge Videla en la Argentina– siempre que eso sirviera para que la “apuesta” en el reino de las apuestas no detuviera la rueda de la fortuna. Moneymoneymoney, otra vez, en el centro y horizonte de los que el gran filósofo y lingüista estadounidense Noam Chomsky llama “bufones sociópatas”, como expresión de lo que considera una “falla masiva y colosal de la versión neoliberal del capitalismo”. O de “filósofos de la muerte”, como los llama el escritor Ariel Dorfman, cuando comparó a Trump con el ideólogo y propagandista del dictador Francisco Franco, heraldo negro del fascismo español, José Millán-Astray. Dorfman recuerda, implícitamente, el enfrentamiento del filósofo republicano Miguel de Unamuno en la Universidad de Salamanca en pleno ascenso del fascismo y en vísperas de la Guerra Civil Española. “Venceréis, pero no convenceréis”, dijo Unamuno. Y Millán-Astray le gritó: “¡Mueran los intelectuales! ¡Viva la muerte!”. Dorfman señaló que Trump es una figura más aterradora que Millán-Astray. Que “es la personificación de uno de los jinetes del Apocalipsis, el que cabalga en el caballo blanco de la pestilencia”.

LO HERALDOS NEGROS Y LA GUILLOTINA. No es una poesía del gran César Vallejo ni un cuento del gran inventor de la literatura del terror, Edgar Alan Poe, pero bien podría ser de ambos en su mensaje aterrador. Esta semana que pasó se conoció una carta de lo que se autodenominó Fundación Libertad, pero podría ser llamada nueva internacional negra, con un posible lema: “Muera ahora, pague después”. En línea con ese pensamiento, obsesionados por el avance de los Estados nacionales, que son los que garantizan masivamente la salud, el avance de la ciencia en la producción de vacunas y el cuestionamiento a los valores supremos del mercado (Europa se prepara, de hecho, para una nacionalización masiva de empresas), los varios millonarios del mundo, ex dirigentes de la derecha más cerval, y varios de su intelectuales y voceros y escribas hicieron un llamamiento, muy parecido al que Macri hizo una vez al afirmar que “el populismo es más peligroso que el coronavirus”. Macri, que sigue conspirando con cara de “yo no fui” tanto en la Argentina como dentro del fútbol, que lava fortunas clandestinas, le puso su firma en un texto elaborado por la fundación que preside el neoliberal Mario Vargas Llosa. El documento cuestiona la respuesta del gobierno argentino frente a la Covid-19, se preocupa por un resurgimiento del “estatismo y el intervencionismo” y dice que las cuarentenas “restringen las libertades y derechos básicos”. La peste ya mató 200 mil personas en el mundo. Pero estas almas inquietas –entre ellos los capos de la derecha internacional, como José María Aznar y Sebastián Piñera– están más preocupadas por sus millones de dólares en paraísos fiscales bajo la lupa de los Estados que deben aplicar un impuesto a las grandes fortunas para soportar el peso del crac económico que produce la pandemia. Saben, sin embargo, que el daño que promueven, la inestabilidad política que promueven al convencer a no pocos idiotas (siempre en el sentido griego, al hablar de ciudadanos ignorantes) de que uno se salva solo, puede tener un castigo y le temen. Ejemplo. El híper millonario estadounidense Bill Duker, dedicado a la industria de la tecnología, tiene, entre otras cosas, el mejor velero del mundo. Un yate que bautizó Sibaris –obviamente en alusión a que se considera un sibarita–, que le costó 100 millones de dólares, y atraca en el puerto de Miami Beach. En un video que puede verse en YouTube sobre multimillonarios con yates famosos, Duker confesó que equipar la cocina le costó un millón de dólares, que entre otros lujos tiene cajones forrados con piel de iguana. Y luego confesó: “Si la gente supiera cómo vivimos acá dentro, seguramente volverían a poner en marcha la guillotina”. La frase indica muchas cosas. La tremenda conciencia del despilfarro; la existencia de un mundo de necesidades fuera de ese mundo y la culpa: el derroche debería ser castigado con la guillotina. O, tal vez, evoca y teme la proximidad del terror que desplegó la Revolución Francesa sobre el que se edificó el poder de la burguesía. Porque el magnate de esta historia sabe que ahora él revista en las huestes de la oligarquía financiera, más parecida a la edad media del capitalismo que a la modernidad que impregnó el nacimiento de los Estados modernos en el Renacimiento.

BIOPOLÍTICA PERONISTA. En este otoño austral, en la Argentina, con la jefatura de Alberto Fernández y todo el gobierno integrado por científicos y militantes políticos que creen en el Estado nacional como arma central para combatir la pandemia, la distancia con los heraldos de la muerte es tremenda. Porque, como señaló Dorfman, “la misma ciencia que Trump ha ridiculizado y que ignora en forma antojadiza sigue su lento avance, progresando paso a paso, en forma rigurosa y medida, proponiendo modelos y soluciones que recuerdan las grandes victorias humanas en nuestra lucha perenne contra la muerte. Lo que nos permitirá salir de esta crisis y de las que todavía han de sobrevenir es la gracia de nuestra razón y la luz de nuestro conocimiento y, por cierto, la constancia de la solidaridad y la colaboración que siempre, pese al desvarío criminal de Trump, ha caracterizado a nuestra especie”. Lo cierto es que el primer caso importado se detectó el 3 de marzo. A cincuenta y cinco días de ese momento, los infectados totales ascienden a 3.600 y los muertos a 179. Y no sólo eso, en medio de las consecuencias del desmembramiento de la ciencia y de la salud de cuatro años de gobierno del patético neoliberal –Macri, indeed–, los científicos argentinos del hospital Malbrán que planificaban destruir y demoler pudieron lograr la secuenciación del genoma completo del SARS COV-2 que circula en estas pampas. Y que constituye el primer paso para determinar cómo son las cepas de circulación autóctona, asegurar la calidad del diagnóstico y contribuir a una vacuna contra el virus. Por eso, la gran deudora del sur, decidió –y la comunicación la realizó el ministro de Economía, Martín Guzmán, el impasible– reestructurar su deuda externa con los bonistas privados así: con la emisión de los nuevos títulos en dólares, con una quita del 62 por ciento sobre los intereses y de 5,4 por ciento sobre el capital para comenzar a pagar en 2023. Los acreedores pusieron el grito en el cielo. No lo aceptaron y era previsible. Gerardo Rodríguez, director ejecutivo de Mercados Emergentes de Black Rock, quizá el fondo buitre más grande del planeta, amenazó a Guzmán: “Yo no sé si ustedes tienen claro con quiénes se están metiendo. Nosotros tenemos espalda y podemos sentarnos a esperar a negociar con otro gobierno que entienda a los mercados. Como los entendía el gobierno anterior, por ejemplo”. Guzmán contraatacó: no descartó que también se deba modificar la ley de entidades financieras, sancionada por el dictador Videla y su ministro José Martínez de Hoz en febrero de 1977. Esa ley fue la base del proceso de apertura, desregulación, endeudamiento masivo y valorización financiera del capital. Es decir, la entrada decisiva de la Argentina en el ciclo neoliberal. Esos acreedores que saquearon con tasas usureras permitidas por cómplices como Macri quieren cobrar –como el Shylock de El mercader de Venecia, de Shakespeare– a costa de la vida de los argentinos. Pero el planteo del gobierno de Alberto Fernández fue bancado por buena parte de quienes tensan la cuerda a favor de los Estados nacionales representados en el FMI y los fondos buitre que, como Black Rock, tienen una cartera que supera el PBI de Francia, por ejemplo. La Cepal, voceros del G20 y de la ONU consideran que la oferta del gobierno de AF “es una propuesta pragmática y de buena fe”. Pero claro, la batalla más dura está no sólo en el frente externo sino también en el interno. Como analizó el gran periodista especializado en economía Alfredo Zaiat, “existen intereses políticos del establishment local que confluyen con los de los acreedores. El canal de expresión que tienen son los medios de comunicación con mayor capacidad de penetración en el mercado. Esas grandes empresas de medios que comercializan contenidos, como uno de sus negocios principales, son parte activa del poder económico. Esas firmas mediáticas, como sus principales accionistas y la mayoría de las compañías líderes, han destinado una parte de sus excedentes financieros a comprar títulos públicos. En los balances de cada una de ellas están registradas tenencias de bonos”. Se despliega entonces una coincidencia objetiva entre miembros del establishment local y los grandes fondos acreedores, en relación a cuestiones financieras. Una investigación del periodista Ari Lijalad señaló, por ejemplo, que el Grupo Clarín, el principal grupo de medios de la Argentina, tiene 1.700 millones de pesos en bonos de la deuda. De cualquier manera, la pandemia puso a la Argentina en el centro del debate. Acepten o no, “eso es lo que hay para ustedes” es la frase perfecta para los acreedores buitres o estatales. Y es entendible. La masa de dinero puesta para cuidar la vida, el trabajo y la salud de los argentinos sumó en apenas dos meses casi 850 mil millones de pesos, una cifra que equivale al 3 por ciento del PBI.

LOS MISERABLES. Lo tuvo que decir la canciller alemana Ángela Merkel: “Nunca entendí por qué en la Argentina los ricos no pagan más impuestos”. Alemania instauró un impuesto a la riqueza ante la crisis posterior a la Segunda Guerra Mundial, que recién eliminó en 1997. Y si la lucha contra la pandemia no es una guerra cabal, por lo menos se le parece en las consecuencias económicas. Por eso, el gobierno de AF y Cristina Fernández de Kirchner impulsaron la necesidad de aplicar un impuesto cercano al uno o dos por ciento de las grandes fortunas. Hubo, primero, un pase de baile judicial. CFK, como presidenta del Senado, y consciente de la resistencia de las no más de 12 mil grandes fortunas de la Argentina, a las que hace de vocero y libretista el poder mediático, tal como se dijo más arriba, pidió a la Corte Suprema que permitiera sesionar virtualmente al Congreso. Los cortesanos se tomaron su tiempo –tiempo que no tienen los millones de pobres de la Argentina y su necesidad de asistencia del Estado, que debe llegar a casi 8 millones de ciudadanos con problemas laborales o desocupados– y finalmente dijeron que ellos no debían autorizar las sesiones virtuales del Legislativo pero que daban el visto bueno para que los legisladores establecieran el reglamento de funcionamiento durante la pandemia. Así que “Listo”, festejó en tuiter CFK. Nadie podrá decir, ahora, agregó, que sesionar virtualmente sea pretexto para declarar inconstitucional el impuesto a las grandes fortunas, que la derecha macrista y sus aliados diz que radicales, es decir, neoliberales a la violeta –porque el Estado es para hacer negocios y no para repartir la plata de los más ricos– resisten con uñas, dientes, tretas y pauteros y corporación mediática al ataque. Lo cierto es que es obscena la resistencia. La lista de los más ricos de la Argentina, publicada por Forbes, en 2019 la encabezan Paolo Rocca (Techint) con más de 9 mil millones dólares, seguido por el petrolero Alejandro Bulgheroni, con cerca de 8 mil millones, y tiene entre sus miembros a los dueños del Grupo Clarín, con dos mil millones entre Héctor Magnetto y los hermanos Noble. Forbes revela que el grupo de no más de 50 ricos tiene cerca de 70.000 millones de dólares. Un impuesto del 1 por ciento sería no más de 700 millones de dólares. Si se piensa que el impuesto lo pagarían unos 12 o 13 mil millonarios, el Estado argentino piensa recaudar entre 2.300 y 3.800 millones de dólares, calculados sobre lo declarado, y cuando se sabe que el 80 por ciento de esos millonarios fugan a las grandes cuevas de evasión del mundo su fortuna. El relevamiento del Estado para pagar el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) reveló algo increíble: se supuso que accederían al IFE un millón y medio de trabajadores informales o no registrados. Pero quedaron en condiciones de percibirlo más del triple. Cerca de 4,8 millones de argentinos necesitan ayuda estatal para sobrevivir. El más del 10 por ciento de la población.

ATTENTI A LA TECNOPLUTOCRACIA. Con el teletrabajo impuesto por la pandemia, se retrocede en derechos laborales conquistados. Los repartidores o delivery por apps se declararon en estado de alerta por la híper precarización. Además, el teletrabajo no es para todos. De un total de 11 millones de trabajadores, sólo 3 millones podrían realizar el home-office. Los efectos negativos de la pandemia serán mayores en los estratos de menores recursos. Por la caída de los ingresos ante la imposibilidad del uso del home-office, la pobreza podría aumentar cinco puntos. Los 4,8 millones de trabajadores, que representan el 40 por ciento de los ocupados, tienen nulo potencial de migrar al teletrabajo. En este grupo se destacan el personal doméstico, construcción, agricultura, transporte, servicios de comida, servicios de apoyo edificios y atención a la salud. El potencial de trabajo asciende a 34 por ciento en hombres y desciende a 24 por ciento en mujeres. Pero además, las estadísticas sirven para las radiografías pero no para definir el curso de los acontecimientos. La desigualdad tecnológica sumada a la precarización laboral es un tema de la materialidad de la vida. Además de las condiciones subjetivas de eliminación de la diferencia entre jornada laboral de la del descanso; que el teletrabajador financie los costos operativos de las empresas –luz, servicios, transporte– que redunde en una reducción del salario real y de hecho lo empobrezca. Una nueva mano de obra para un gobierno al que le teme Chomsky cuando habla de que el capitalismo puede reinventarse después de la pandemia con un nuevo sistema, con Estados altamente autoritarios y represivos que expandan el manual neoliberal incluso más que ahora. Una tecnoplutocracia donde los súper ricos usen la tecnología y las consecuencias de la pandemia para un nuevo ciclo de explotación y un retroceso a las primeras etapas de la brutal era de acumulación del capitalismo industrial, donde las jornadas de trabajo eran mayores a doce horas. Y el trabajador no tenía acceso a derechos de protección social. Los sindicatos parecen prevenidos, pero nada está escrito. Transformar en normal la vida pandémica en el trabajo y la producción costará otra vez sangre, sudor y lágrimas. El economista y escritor italiano Christian Marazzi, autor, entre otros libros, de El sitio de los calcetines, señaló la necesidad política de un nuevo Estado social que promueva un modelo antropogenético, basado en las actividades humanas para el hombre, que se apoye en la salud, lo comunitario, la cultura y el medioambiente en vez de en las mercancías. Para él, el coronavirus es “un virus de clase”. Es obvio que produce efectos diferenciados sobre las clases sociales. Y también entre los países. Porque el temor de no pocos intelectuales es que, como señaló Slavoj Zizek, ante el desmoronamiento pandémico de nuestro mundo no haya un final a la vista. ¿O sí lo hay? Por las dudas, Zizek propone la reasignación de recursos. “Tenemos suficientes. La tarea es reasignarlos fuera de la lógica del mercado (…) No importa cómo llamemos al nuevo orden que necesitamos, comunismo o coinmunismo, como lo hace Peter Sloterdijk (una inmunidad colectiva organizada contra ataques virales), el punto es el mismo”. El filósofo esloveno pide a gritos “nuevos guiones”. Se necesita “un horizonte de esperanza. Necesitamos un nuevo Hollywood pospandémico”. Claro que no se trata de vivir una ilusión. Se trata de que el capitalismo se reinvente para la vida y no para la muerte. Y esa batalla, por lo menos en la Argentina, está en pleno desarrollo con el regreso del Estado nacional y la política imponiéndose sobre la voracidad de los tecnoplutócras del gobierno neoliberal que gobernó hasta hace apenas cuatro meses. Hasta hace muy poco, pero que se siente como una eternidad.

Fuente: María Seoane para https://carasycaretas.org.ar/

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